Stanislaw Lem

El invencible


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prueba habían alcanzado los doscientos metros de profundidad. Horpach, con un gesto, dejó claro que no había nada que discutir.

      —Todas las máquinas regresan a bordo. Aseguren adecuadamente los materiales recogidos. La revisión de fotografías y los demás análisis deben seguir su curso. ¿Dónde está Rohan? ¡Ah, aquí está! Bien. ¿Ha oído lo que he dicho? En dos horas todo el mundo tiene que estar en los puestos de despegue.

      La operación de carga de las máquinas se desarrollaba con prisas, pero sistemáticamente. Rohan hizo oídos sordos a los ruegos de Ballmin, que pedía un cuarto de hora más para continuar las perforaciones.

      —Ya ha oído lo que ha dicho el comandante —repetía a diestra y siniestra mientras apremiaba a los montadores que se acercaban con enormes grúas a las zanjas excavadas. Las máquinas perforadoras, los provisionales puentes de rejilla metálica, los contenedores de combustible… Uno a uno acabaron en las bodegas de carga; cuando ya solo el suelo socavado daba cuenta de los trabajos allí realizados, Rohan y Westergard, ingeniero jefe adjunto, revisaron por si acaso el recinto de las obras recién abandonadas. Después, la gente desapareció en el interior de la nave. Solo entonces se agitaron las arenas en el perímetro lejano, los energobots, convocados por radio, regresaron en fila india y subieron a bordo; la nave metió en el interior, bajo las acorazadas placas, la rampa y la caja vertical del ascensor y permaneció inmóvil durante un instante, acto seguido, el monótono aullido del viento fue mitigado por el silbido metálico del aire comprimido que limpiaba a chorro las toberas. Unos remolinos de polvo envolvieron la popa y un resplandor verde que se mezclaba con la luz roja del sol trepó por ellos, en la incesante estampida de truenos que sacudían el desierto y reverberaban con un múltiple eco entre las paredes rocosas, la nave se fue elevando lentamente en el aire, dejando tras de sí un abrasado círculo de roca, unas dunas cristalizadas y unos jirones de condensación. Acto seguido El Invencible desapareció veloz en un cielo violeta. Mucho más tarde, cuando el último rastro de su trayectoria, señalada por una blanquecina línea de vapor, se disipó en la atmósfera, y las arenas móviles empezaron a cubrir la roca desnuda y a llenar las excavaciones abandonadas, apareció, por el oeste, una nube oscura. Fue avanzando muy baja, empezó a desplegar un extendido y arremolinado tentáculo que rodeó el lugar de aterrizaje y quedó suspendida, inmóvil, sobre él. Permaneció así cierto tiempo. Cuando el sol se hubo esquinado claramente hacia el oeste, de la nube empezó a caer sobre el desierto una lluvia negra.

      Entre ruinas

      El Invencible se posó en un lugar cuidadosamente elegido, a unos seis kilómetros al norte del límite exterior de la llamada «ciudad», que desde el puente de mando se veía francamente bien. Parecían construcciones artificiales, y era algo que ahora se podía apreciar con mayor claridad que en las fotografías hechas por el satélite de observación. Angulosas, negruzcas y de formas desiguales, con brillos metálicos aquí y allá, por regla general más anchas en su base, se extendían a lo largo de muchos kilómetros. Pero ni el más potente telescopio permitía distinguir los detalles, sin embargo parecía que la mayoría de esas construcciones tenía más agujeros que un colador.

      No había cesado aún el retumbar metálico que producían las toberas al enfriarse cuando la nave extrajo de su interior la rampa y el andamio de la grúa y se rodeó de un círculo de energobots. Esta vez, sin embargo, se implementaron mayores medidas: frente a la ciudad (imposible de ver desde el nivel del suelo porque quedaba oculta tras unas pequeñas colinas) se agruparon dentro de un escudo energético cinco vehículos todoterreno, a los que se uniría un lanzador móvil de antimateria, que los doblaba con creces en tamaño, parecido a un escarabajo apocalíptico de azulado caparazón.

      El comandante del grupo opertivo era Rohan. Estaba de pie, erguido en la torreta abierta del primero de los todoterrenos, esperando a que se abriese un paso en el campo de fuerza en respuesta a la orden que llegaría desde El Invencible. Dos inforrobots situados en las colinas más próximas lanzaron una serie de bengalas verdes incombustibles para señalar el camino, y la pequeña caravana en formación doble, con el vehículo de Rohan al frente, se puso en marcha.

      Los motores de los vehículos entonaban notas graves, penachos de arena salían despedidos de por debajo de los neumáticos de balón de aquellos gigantes, un robot de reconocimiento volaba a ras del suelo doscientos metros por delante del primer todoterreno. Se parecía a un plato llano con antenas que vibraban con gran rapidez, cuyos chorros de aire inferiores revolvían las cimas de las dunas, como si avivase un invisible fuego a su paso. La polvareda levantada por el convoy en aquella tranquila atmósfera tardaba bastante en posarse, y marcaba el paso de la columna con una estela rojiza y alborotada. Las sombras proyectadas por las máquinas eran cada vez más largas, se acercaba el ocaso. La columna sorteó un cráter prácticamente cubierto de tierra situado en su camino, y al cabo de veinte minutos llegó al límite de las ruinas, donde cambiaron la formación. Tres vehículos no tripulados salieron para encender unas luces de un azul intenso que señalizaban la creación de un campo de fuerza local. Otros dos, estos con tripulación, se movían por el interior de aquel escudo móvil. Por detrás de ellos, a cincuenta metros, avanzaba sobre unas patas dobladas el enorme lanzador de antimateria, con varios pisos de altura. En cierto momento, tras atravesar una maraña sepultada y destrozada de lo que parecían unos cables o alambres metálicos, hubo que parar, porque una de las extremidades del lanzador se hundió en una grieta invisible cubierta por la arena. Dos arctanes saltaron del vehículo del comandante y liberaron al coloso aprisionado. Acto seguido el convoy reanudó la marcha.

      Lo que habían denominado ciudad en realidad no se parecía en lo más mínimo a los asentamientos de la Tierra. Oscuras moles de superficies erizadas como las púas de un cepillo, no semejantes a nada que hubieran visto ojos humanos, se erguían hundidas a una profundidad desconocida en las dunas móviles. Sus formas, que resultaban imposibles nombrar, alcanzaban varias plantas de altura. No tenían ni ventanas ni puertas, ni siquiera paredes; unas parecían entretejidas redes onduladas en un sinfín de direcciones, muy tupidas, con nudosidades gruesas en el lugar de las junturas; otras se asemejaban a los complicados arabescos tridimensionales que habrían formado panales o cedazos de orificios triangulares o pentagonales mutuamente superpuestos. En todas y cada una de las estructuras de mayor tamaño y de las superficies visibles se podía detectar algún tipo de regularidad, no tan homogénea como en un cristal, pero indudable, repetida con una cadencia determinada, a pesar de estar bastamente interrumpida por un rastro de destrucción. Algunas construcciones, que sobresalían verticalmente de la arena, estaban formadas —aunque no como las de los árboles o los arbustos: libres— por una especie de ramas que parecían haber sido cortadas a toscos hachazos, unidas estrechamente entre sí en forma de medio arco o de dos espirales girando en direcciones opuestas, otras de las que encontraron estaban, en cambio, inclinadas como la plataforma de un puente levadizo. Los vientos, que por regla general soplaban del norte, acumularon en todas las superficies horizontales o ligeramente ladeadas una arena ligera y volátil, de manera que desde lejos, los vértices superiores de las ruinas parecían pirámides achaparradas y truncadas. Pero cuando te acercabas, su lisa superficie revelaba un sistema de varillas y listones breñosos y afilados, enredados aquí y allá de tal manera que incluso la arena quedaba presa en la espesura. A Rohan le pareció que eran restos cúbicos y piramidales de rocas cubiertas por una vegetación apergaminada y reseca. Pero esa sensación volvía a cambiar a pocos pasos de distancia, porque la regularidad ajena a las formas vivas revelaba su presencia a través del caos de la destrucción. En realidad, las ruinas no eran compactas, se podía echar un vistazo a su interior entre las rendijas de la maraña metálica, tampoco estaban huecas, ya que dicha maraña las rellenaba por completo. Reinaba por todas partes el marasmo del abandono. Rohan pensó en el lanzador de antimateria, pero era absurdo el uso de la fuerza si se tenía en cuenta la inexistencia de interiores a los que entrar. El vendaval acorralaba a los torbellinos de polvo corrosivo entre los altos bastiones. La arena, que no cesaba de caer a chorros por aquel mosaico regular de orificios negruzcos, formaba en su base unos conos puntiagudos a modo de aludes en miniatura. Un susurro constante y desatado los acompañó durante todo el recorrido. Las antenas giratorias, los cañones pendulares de los Geiger en funcionamiento, los micrófonos ultrasónicos y los detectores de radiación estaban en silencio. Solo se oía el crepitar de la arena bajo las ruedas y el rugir entrecortado