una luz escarlata.
Al final llegaron a una fisura tectónica. Era una grieta de cien metros de ancho que formaba un abismo sin fondo en apariencia; en todo caso, seguro que era muy profundo porque no lo pudieron llenar las cascadas de arena que los golpes de viento barrían sin cesar de sus bordes. Pararon y Rohan envió al otro lado un robot aéreo de reconocimiento. Observó en la pantalla lo que el robot veía con los objetivos de su cámara de televisión, pero la imagen era la misma que ya conocían. Al cabo de una hora, el explorador recibió la orden de volver y al reunirse con el grupo Rohan, tras consultarlo con Ballmin y el físico Gralev, que lo acompañaban en el vehículo, decidió inspeccionar algunas ruinas con mayor detalle.
Primero intentó averiguar con sondas ultrasónicas el grosor de la capa de arena que cubría las «calles» de la ciudad muerta. Se trataba de una labor bastante ardua. Los resultados de los sucesivos sondeos no coincidían, probablemente porque la roca base había sufrido una descristalización interna durante el seísmo que provocó su gran fisura. Aquella enorme depresión del terreno parecía estar cubierta por una capa de arena de entre siete y doce metros de espesor. Se dirigieron al este, hacia el océano, y tras haber recorrido once kilómetros de un camino tortuoso, entre ruinas negruzcas que se hacían cada vez más bajas y que emergían cada vez menos de las arenas hasta desaparecer por completo, llegaron a unas rocas desnudas. Se detuvieron al borde de un acantilado, tan alto que el ruido de las olas que rompían en su base les llegaba como un susurro apenas audible. La línea quebrada estaba marcada por una franja de roca desnuda, desprovista de arena, extrañamente lisa, se elevaba hacia el norte como una hilera de cumbres montañosas precipitándose hacia el espejo del océano en saltos petrificados.
Dejaron atrás la ciudad, convertida ya en una línea negra de contornos regulares, inmersa en una niebla rojiza. Rohan se comunicó con El Invencible y le transmitió al astronavegador los datos obtenidos, prácticamente nulos; la columna entera, que en ningún momento había dejado de guardar todo tipo de medidas de seguridad, se adentró de nuevo en las ruinas.
Por el camino hubo un pequeño accidente. El energobot del extremo izquierdo amplió demasiado su campo de fuerza, probablemente a causa de un pequeño error de trayectoria, y rozó el borde de una de aquellas construcciones puntiagudas con forma de panal inclinadas hacia ellos. Alguien había programado el lanzador de antimateria, conectado con los indicadores de consumo de energía, en modo automático en caso de ataque y el repentino salto en el consumo de potencia fue interpretado como una clara señal de un intento de traspasar el campo de fuerza, y el lanzador le disparó a la ruina inofensiva. Toda la parte superior de aquella retorcida construcción del tamaño de un rascacielos terrestre perdió su sucio color negruzco, se puso al rojo vivo, resplandeció con un brillo cegador y acto seguido se desintegró en un chaparrón de metal incandescente. Ni un solo fragmento alcanzó a la columna, los restos en llamas se deslizaron por la superficie de la invisible cúpula del campo de fuerza. Antes de llegar al suelo se habían evaporado a causa del golpe térmico. La aniquilación, sin embargo, provocó un aumento repentino de radiación, los Geiger dispararon automáticamente la alarma y Rohan, sin parar de maldecir y prometer romperle los huesos a quien hubiera programado los dichosos aparatos, tardó un buen rato en desactivarla y en responder a El Invencible, que había visto el brillo y había preguntado inmediatamente las causas del mismo.
—De momento, solo sabemos que se trata de un metal. Es probable que su composición sea una aleación de acero, volframio y níquel —dijo Ballmin que, sin preocuparse por el alboroto, aprovechó para hacer un análisis espectroscópico de las llamas que envolvían las ruinas.
—¿Es usted capaz de establecer su edad? —preguntó Rohan limpiándose la fina arena que se había posado tanto en sus brazos como en su cara. Dejaron atrás lo que había quedado de las ruinas, retorcidas ahora a causa del calor y que colgaban como un ala rota sobre el camino por el que acababan de pasar.
—No. Pero puedo decir que es algo endemoniadamente antiguo. Endemoniadamente antiguo —repitió.
—Tenemos que analizarlo con mayor detalle… Y no voy a pedirle permiso al viejo —añadió Rohan con repentina determinación.
Pararon junto a un complicado objeto formado por una serie de brazos que confluían en un mismo punto. Se abrió una portezuela en el campo de fuerza, señalizada por dos bengalas. De cerca predominaba una sensación de caos. La fachada de la construcción estaba formada por placas triangulares cubiertas por brochas de alambre, placas que sujetaban por dentro un sistema de barras del grosor de una rama. Desde la superficie parecían tener un cierto orden, pero desde el interior, donde intentaron echar un vistazo con la ayuda de unos potentes focos, el bosque de barras se extendía, ramificándose desde unos gruesos nudos para volver a juntarse. Todo aquello recordaba a un gigantesco cepillo de púas con millones de cables enmarañados en los que buscaron rastros de corriente eléctrica, polarización, magnetismo residual, incluso radiactividad, pero sin resultado alguno.
Las bengalas verdes que señalizaban la entrada en el campo de fuerza centelleaban inquietas. Silbaba el viento, las masas de aire que recorrían la maraña de acero entonaban escalofriantes melodías.
—¿Qué puede significar esta maldita jungla?
Rohan se sacudió de la cara la arena que se le pegaba a la piel sudorosa. Ballmin y él estaban subidos a la parte alta de un aparato de reconocimiento aéreo, protegidos por un cercado bajo, suspendidos a más de diez metros sobre la calle: una plaza triangular cubierta de dunas situada en la confluencia de dos espacios en ruinas. Por debajo, a gran distancia, se encontraban sus vehículos y unas pequeñas figuritas que parecían salidas de una caja de juguetes y que los observaban con la cabeza levantada.
El robot de reconocimiento seguía planeando. En ese momento estaban sobre una superficie desgarrada y desigual repleta de afiladas aristas de un metal negruzco y cubierta a intervalos por aquellas placas triangulares que no se hallaban colocadas en un mismo plano, si no que se abrían hacia arriba y hacia los lados permitiendo contemplar su interior, totalmente a oscuras. La enredada espesura de mamparas, barras y cavidades con estructura de panal era tal que la luz del sol no podía penetrarla. Incluso los rayos de los focos se ahogaban impotentes en su interior.
—¿Usted qué piensa, Ballmin?, ¿qué puede significar todo esto? —repitió Rohan. Estaba irritado. Tenía la frente roja de tanto frotar, le dolía la piel, le picaban los ojos. En unos minutos tenía que mandar otro comunicado a El Invencible y ni siquiera encontraba las palabras apropiadas para definir lo que tenía delante.
—No soy adivino —respondió el científico—. Ni siquiera soy arqueólogo. Además, creo que un arqueólogo tampoco le podría decir gran cosa. Me parece… —se interrumpió.
—¿Quiere hacer el favor de hablar?
—No me parece que se trate de viviendas, ni de las ruinas de casas de algún tipo de criatura. No sé si me entiende. Si tuviera que compararlo con algo, sería con una máquina.
—¿Cómo? ¿Con una máquina? ¿Qué tipo de máquina? ¿Datoarchivadora? ¿No sería una especie de cerebro electrónico…?
—Eso no se lo cree ni usted… —contestó, flemático, el planetólogo.
El robot se movió hacia un lado, pero seguía rozando las barras que asomaban caóticas entre las retorcidas placas.
—No, aquí no había circuitos eléctricos de ningún tipo. ¿Acaso ve usted separadores, aisladores, pantallas electromagnéticas?
—Puede que fueran inflamables. Igual los destruyó el fuego. Tengamos en cuenta que son ruinas —contestó Rohan sin estar convencido.
—Es posible —admitió de forma inesperada Ballmin.
—Entonces, ¿qué le digo al astronavegador?
—Lo mejor es que le transmita todo este galimatías por televisión.
—Esto no era una ciudad… —dijo de repente Rohan, como si estuviera haciendo un resumen mental de todo lo que había visto.
—Es probable que no —asintió el planetólogo—. En todo caso, no una ciudad