Mauro Senatore

Leer con clamor


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de la diferencia sexual (2015, 159) en el matrimonio. Son particularmente interesantes las reflexiones sobre el deseo y la herida, que se vinculan con el amor (2015, 156, 160)27, pero no directamente relacionadas con la persecución que he querido exponer acá, vale decir, la lectura continua que establece Derrida entre el joven y el viejo Hegel28. Lo que le importa es demostrar cierta unidad del amor, esto es, que no es tu amor ni mi amor, como si el infinito pudiera dividirse, sino nuestro amor (2015, 179-180). El amor, para ser infinito, necesita esta reunión, esta reconciliación única que logra constituir el basamento de la familia cristiana, modelo para el primer estadio de la eticidad del derecho.

      El signo lingüístico, elemento de espiritualización sublimante, releva precisamente la formalidad sensible de la operación. En él el significante se encuentra elevado y cumplido. Si se confundiera el matrimonio con la “formalidad externa” de la constatación, no se comprendería nada de su espiritualidad viva. Nos quedaríamos en el afuera sensible que, como siempre, forma sistema con el formalismo. Atenerse a la formalidad de la firma es creer que el matrimonio (o el divorcio) dependen de ella; es negar la ética del amor y volver a la sexualidad animal. Ahora bien, ¿en qué consiste la ética del amor que no se satisface con ninguna prescripción burguesa o civil (bürgerliche Gebot)? (2015, 220).

      ***

      Una ética del amor que se ha construido mirando el ejemplo de Jesús parece prevenirnos de los equívocos que la Dido virgiliana cometió en Cartago una vez llegado Eneas. Porque no respetó el pudor, porque se dejó llevar por la inclinación y el deseo infinitamente singulares despertados por el troyano, erró como los héroes y tuvo que morir en un tiempo que no era el suyo. Tuvo que propiciarla porque amó sin la reconciliación que, según Derrida, nos promete Hegel, sin las restricciones externas del contrato; aunque Hegel –el temprano– no manda el contrato, sí aconseja la liberación respecto de la heteronomía de las inclinaciones. Una ética del amor debiera, tal y como Derrida la lee en Hegel, preservar nuestro amor. Y entonces no cabe un amor como el de Dido. El modelo de esta ética temprana es, sin lugar a dudas, el de Penélope que espera presta en el telar y el de Odiseo que retorna de su viaje, sin referencia a sus amoríos con Circe. Ellos se reconcilian al modo antiguo, es decir, a través de una suerte de anagnórisis por señales (el reconocimiento de nuestra cama, i.e., de nuestro amor), y los veinte años que han pasado desaparecen de pronto, desaparición que los reúne y los reconcilia.

      Aunque a lo largo de este capítulo he intentado sugerir que el amor, tal y como lo concibe Hegel antes de 1800, es muy distinto de lo que la teoría se empecinará en llamar dialéctica más tarde (es decir, justamente lo contrario de lo que ha hecho Derrida), es innegable que la lectura atenta y tendenciosa del filósofo francés ha mostrado grietas en el argumento de Hegel: el amor de Jesús no es el amor nuestro. Una ética del amor tan desapasionada, aunque intenta salvaguardar nuestra singularidad frente a la ley, se olvida igualmente de la inclinación, tal y como lo ha hecho Kant.

      Sin embargo, un pensador tan trágico como Hegel, que estudió en profundidad a Sófocles y que leyó bien a los romanos, intuyó que el amor nuestro se parece menos al pudor de Lucrecia que a la falibilidad de Dido, menos a Penélope y mucho más a Fedra, presa de sus inclinaciones; reconoció, al terminar de escribir sobre el destino del cristianismo, que nuestra libertad no era posible en el marco de una ética del amor como la de Jesús y que la separación a la que nos somete el juicio no puede retroceder a la unidad de un estado prerreflexivo. Y así, negarle la posibilidad de haber cambiado, de haber tenido que abandonar su fe en la unión mística que el amor prometió al encarnarse en el pan, es negarle a la vez todo crecimiento, todo decurso, toda distinción. Y es condenarlo, también, a la ingenuidad de una reconciliación todavía frágil o – como lo diría más o menos él a propósito del espíritu en el pan– a una promesa que quiso hacernos del infinito y que, no obstante, se deshizo en la boca, todavía entre los dedos.

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