Cristóbal Durán

Amor de la música


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      Afirmar ese temblor no es necesariamente hacer de él un tipo de dato fáctico, un hecho positivo que se tendría que reconocer como la marca crucial de un pensamiento, aunque sea de un modo solapado. Ese temblor quizá sea un nombre demasiado general para dar cuenta de lo que tendría que poner en entredicho a cualquier lectura eventualmente muy aferrada, demasiado identificada con cierto sí-mismo, una diferencia demasiado discreta o discrecional, que a fin de cuentas sólo sería la identidad de una diferencia sin supuesta identidad. Esto sucede porque muchas veces los textos de Patricio Marchant parecieran principiar cierta escena completamente distinta del discurso que define a una escena, y donde en esa medida se marca una escena para desentenderse de ella, para ser desentendido por ella3. Cada escena, escrita contra su época, no deja de acompañarla, es decir, no deja de apropiar cierta pérdida –un riesgo que se ha de correr para intentar escapar de su propia época.

      Estos temblores no son nada que se pueda confinar como objeto de una analítica trascendental: ellos recorren, percuten el pensamiento de Patricio Marchant. En este sentido, aquí no se tratará de circunscribir qué se quiere decir sobre la música, sino de hacer legible una estructura del tipo ‘ser-uno-el-otro’, un elemento que deja la estela de su resonancia, un acoplamiento que hace la compañía de dos cuestiones, sin que sea completamente discernible en sus contornos. Sin que sea por derecho propio una única cuestión. Intentaré mostrar que cierta complicidad entre el “amor a la música” y el problema de una anterioridad que se hace cada vez más patente en la medida que se avanza a los textos más tardíos de Marchant, pareciera ser lo que permite pensar una escritura atormentada, perturbada en sus gestos de posición y en la afirmación de sus tesis.

      Pero digamos, de forma muy abrupta, que hay en Patricio Marchant una relación entre escritura y separación que se pone en escena, resistiendo la escena, cada vez que se apela a la música. Esto tampoco quiere decir que la música adopte la posición grandilocuente de un síntoma, que hiciese posible la lectura de una constelación, o incluso de un sistema de pensamiento. La música es como la singular improvisación imposible, aquella que se espera liberada cuanto más sujeta se distingue, cuando es capaz de distinguir, de discernir, es decir, de pretenderse crítica. Esa música irrumpe, a la manera de una expectativa con la que no se cuenta por entero.

      Quizá es por la música, por cierta música, que la separación no puede ser acotada, ceñida a distancia, puesta en frente, y que ella venga a acompañar el paso de la escritura (para recordar en lo más profundo del corazón –es decir, del acuerdo– que no hay acuerdo). Hay una música que acompaña la escritura. Pensar esta compañía, incluso acompañar esta compañía, una escritura de la compañía, quizás haya sido eso lo que nos dejó entreabierto el texto de Patricio Marchant. Una forma singular de pensar en otro, que se debate entre el escamoteo monologante y la reducción de la amenaza de ese otro. Razón tenía Guadalupe Santa Cruz cuando afirmaba que el 15 otro es en Marchant un “obstáculo, insoslayable problema”4. Otro que como nombre dicta su ritmo a la escritura. Ese otro, cualquier otro, condiciona esta escritura, pero la condiciona completamente implicada en y por ella. Otro-nombre que en su ritmo plantea problemas a la escritura. Así, “la escritura lo escribe pero no lo resuelve, lo escribe para no resolverlo”5. A ese gesto quisiéramos atenernos aquí; a su impensable distancia quisiéramos agregar una lectura.

      I

      Escena-grafía: un agregado de vida

      Escribir no conduce a un puro significado, y podría ser que la Biografía se diferencie de la filosofía y que, por el contrario, se aproxime a la pintura y sobre todo a la música, en la medida en que no hay duda de que ella nunca admite un verdadero contenido…

      Roger Laporte, Fugue

      Esa vida: un gran silencio frente a las cosas, entre las cosas. Una enorme población de fantasmas. Vida que guarda y resguarda su porvenir, que se resguarda en lo que ella disocia, en la discordia que mantiene muy cerca de sí. Vida imposible en su pureza, descartada o descontada: la vida, más bien una vida, una multiplicidad singular que siempre quisiera retenerse cerca de sí por medio de una escritura que captura y archiva una fuga diferencial o disímil. La vida dice que no hay presente; ella tarda en escribirse, aunque secretamente lo haya hecho desde siempre. Cuando tarda, ella misma ya ha sucedido: sin presente, ella sólo se reúne escrita, y así, se desaloja y se expulsa. Se inquieta. De este modo, no hay pureza de la vida. La vida llega tarde a decirse en unos trazos, en unas líneas. La vida se retrasa, como el nombre dado por una madre que da cada vida, esta o cualquiera. Guardar la vida, pretender conservarla para darla sin resto: eso se sobreimprime sobre la escritura de la vida, esa escritura que no sería más que el juego de unas escenas extraviadas, unas escenas que no logran disponerse y de las que no disponemos.

      Lo que la vida convoca es lo que ella no puede exponer como si de una simple escritura se tratara. Lo que vive todavía, lo que pareciera no inscribirse todavía, es ese fraseo que no es únicamente un discurso. Ese ritmo es lo que se ha entreabierto: una vida que no es una unidad, o que lo sería sólo si estuviera absolutamente viva. A cada instante, ella no deja de extinguirse en su pasar. Por eso, su paso nunca será distinto de una muerte. Una muerte diferida, que no deja de acompañar, que no deja de morir en vida, pulsando dicho ritmo. Si la vida es cada vez otra cosa que lo que se cuenta, y que eso con lo que se cuenta, ¿cómo contar una vida? Hacerla entrar en escena, pero no para ilustrar un discurso sobre la vida ni para escenificar un concepto de la vida. Contar con la vida, por entero, ¿no sería hasta cierto punto perderla, pretender guardarla demasiado cerca, como algún objeto de museo? La escena bien podría ilustrar un discurso, pero no sólo eso6. De algún modo, las escenas prescriben la vida. Pero decir que algo o alguien la prescribe quizá sea mucho decir: la ateología de la escena de la vida, el hecho de que la vida no responda a ningún punto único que unifique su sentido, se lleva a cabo sobre la prescripción de que la escena de escritura se añade a la vida, siempre y cuando esta última lo sea todo. Para no serlo todo, la escena impide que la bio-grafía sea la escritura directa de un presente viviente centralizador y uniforme: la escritura directa es la indirección de la vida. Series de escenas-grafías hacen de la vida una plenitud: sin confundirse con ella, estas escenas de escritura son un resto de vida, una vida que así no puede coincidir consigo misma, que se desfasa y se quiebra para darse un porvenir.

      Desde ese momento, la vida es separación. Pero una separación cuya incisión y cuya encentadura siempre pueden no tener lugar. ¿Dónde comienza así una vida, para comenzar una escritura sobre ésta? Con obstinación, aferrándose a ella, Patricio Marchant intentó pensar la singularidad de esta escena, abriéndose paso en sus trayectos y recovecos. La escritura de la vida –escritura de la propia vida, en primera persona– sólo es verdadera al resumirse absolutamente. Si sólo es verdadera, todavía le falta la posibilidad de su desvío y el ficcionamiento en que se sobrevive y donde se imagina a sí misma. La forma de la vida sería más bien el presente quebrado, con un trazado que busca plegarse a cada instante. Si realmente la vida está lejos de ser el objeto de apropiación soberana de quien por ella se pregunta, si más bien allí se trata de “escenas [que] se juegan, esto es, [que] somos jugados por las escenas7, la vida quizá no sea otra cosa que un nombre para nombrar un singular tumulto de escenas.

      De un modo extraño, a veces enigmático, Marchant se acercó a una cuestión muy poderosa en lo referido a cómo se implica esa vida en la lectura, en cómo se lee. Y con ello, a la dificultad de hablar de una escena. Como si se quisiera percutir o inclinar una distancia, no tanto para dirimirla o dominarla sino más bien para dejarse envolver por ella y descubrir así que se está completamente afectado por ella. No hay ninguna verdad para la escena, ninguna verdad trascendental: “¿Cómo hablar, entonces, de una escena sin pretender dominarla, ni contándola ni diciendo su verdad, sin ninguna pretensión de exterioridad respecto a ella? Sin duda, trabajándola, dejándose trabajar por ella”8.

      De este modo, pensar la vida sería pensar la escena, y pensar la escritura de la vida, de la propia vida, no sería otra cosa que dejarse trabajar por