Cristóbal Durán

Amor de la música


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la urdimbre, sin restitución o reposición, juego enredado que no deja de acompañar la construcción del argumento: el único riesgo es jugar a agregar.

      Hacer aparecer la vida en la escritura es también hacer desaparecer la vida. Eso no quiere decir que una vida sea inalcanzable o trascendente. La escritura no se contrapone a la vida, sino que expone su incompletud, su necesaria y congénita fragmentabilidad. Quiere únicamente indicar que la vida del presente viviente, que se tendría que plantear como evidencia, no es más que un agregado. La vida está completa cuando se la escribe; una especie de agregado esencial, es decir, que la vida sólo se inscribe al precio de su justa diferencia. Como dice Marchant, el texto no se percibe y por ello, su evidencia siempre debe ser sobreentendida como agregado9. De ahí que la vida se escriba, pero para darse su ley y su dirección, para otorgarse una autonomía que no es indisociable de cierto automatismo. De ahí, también, que se dé esa vertiginosa impresión de que la escritura de la vida sólo se marque forcejeando a la vida, interrumpiéndola para poder decirla. Pero eso no supone desmentir que la vida se vea abierta en la escritura. Una y otra vez, Marchant no dejará de sostener que la evidencia de ese texto sólo se puede refutar si se muestra que el agregado que la expone no agrega nada o si un nuevo agregado permite leer la ‘evidencia’ como un momento inscrito en él10.

      Ahora bien, la vida se deja leer al agregarle escenas: escenas que le faltan, y que así, “la acusan, la delatan, y así acusándola, delatándola, la prestan al suplemento de una efectiva lectura”11. Si la vida se da a leer, ¿no se pondría en juego totalmente en su agregado? ¿No habrá entonces que agregar un bucle suplementario a toda escritura de una vida? De cierta manera, Marchant enfrentó esta pregunta y trató de responderla al menos durante unos veinte años. Y allí se inscribe su obsesión, su tormento: la obligación de la autobiografía depende de la muerte de la madre, del hecho de que ella dé la vida en la que ella vive… todavía, lo que no le permite dejar de morir12. Que dé la muerte, el morir interminable que puede ser la vida. Prestar el ser es condenar a muerte. Y de ahí que una de las obsesiones –e incluso la obligación de la autobiografía– gravite en ese secreto del dar la vida al hijo, de la madre que muere en su hijo, y que así da la separación13. Pero esa separación es necesaria: si la relación madre-hijo aparece como la esencia de la vida, también lo es porque “el acto mismo del nacimiento se convierte […] en la decisión mutua de la separación”14.

      La separación no quiere decir simplemente apartar. Pese a que el prefijo se- actúa como índice de negatividad, el verbo parare no denota nada negativo. Se puede incluso decir, como hace Lacoue-Labarthe, que el acto de separar posee un fin enteramente positivo: “‘Separar’ sólo significaría: preparar para apartar. O: apartar en vista de preparar”15. Esto no quiere decir inmediatamente que todo comience con una separación. Quiere más bien sugerir que la Vida, con mayúscula –la esencia de la Vida–, no es otra cosa que un después16. Pero así, indicado tan someramente, no se alcanzaría a hacer inteligible el papel que juega este después: el péndulo entre el antes y el después escandirá todas las páginas de este libro, cada vez que intentemos atenernos al rigor de una escritura cuyo único tema quizá no sea otro que una separación que no deja de acompañar la escritura que ésta, a su vez, no termina de constituir. No se trataría de otra cosa que de escudriñar en ese después un antes que propiamente nunca estuvo, la unidad de una vida que sólo se prueba en la dependencia de una separación con la que no se puede contar y que no se posee.

      En este caso, la separación marcaría el lugar imposible de asignar, separación delineada apenas por un temblor que no consigue marcarla con nitidez, donde se mantiene entrelazada la experiencia singular de lo hispano/latino/americano, como una estancia que depende de un antes que sólo podría estar escrito en el después de una violencia impuesta que marca la lengua –nuestra Lengua Materna– que hablamos y (en) que somos. ¿Cómo mantener ese ‘antes’ en el ‘después’? ¿Cómo escucharlo y hacerlo resonar? Tal es, quizá, la tarea que se dio Marchant y que aquí intentamos dar a leer desde su desembocadura más inusitada: una consideración sobre el ritmo y sobre cierta música, que hace pivotear el antes y el después de nuestro origen, permitiría abrir paso a la traducción de las palabras del español en otros nombres, y así, haría lugar al otro en el terreno mismo de la lengua. Otro, y no está de más decirlo, de quien escribe o a quien escribo, otro demasiado cómplice, y que no es otro que el objeto mismo de una verdadera autobiografía: “el yo reducido a momentos de un juego de fuerzas que, ellas, dominan”17.

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