Dill McLain

Amalia en la lluvia


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la pared. Cuando él se vio a sí mismo, no podía creerlo. ¡Su rostro parecía el de un muñeco de una película de horror! Estaba lleno de heridas y de rastros de sangre por todas partes. Ahora podía explicarse por qué sentía tanto dolor.

      —Ella estuvo azotándome con un ramillete de rosas rojas que le entregué mientras le hacía una propuesta de matrimonio. Al parecer, los tallos tenían unas espinas muy afiladas —explicó Matteo con voz tranquila, mientras la hermosa joven le palpaba y le curaba con sumo cuidado cada una de las heridas producidas por las espinas de las rosas.

      Entonces él quiso saber lo que había sucedido un momento antes entre ella y su pareja, allí en aquella habitación.

      —Bueno, él se puso fuera de sí —dijo ella al cabo de algunos segundos sin dejar de inspeccionarle las heridas—. Supuso que usted había subido las escaleras por mí. Insinuó que estaba teniendo una relación con usted y que siempre supo que no era yo la mujer adecuada para él. Golpeó y tiró algunas cosas al piso y también me golpeó a mí varias veces. Lo hizo en la cara, por eso me sangra la nariz. Luego me gritó que él ya tenía a alguien más y que seguramente nunca le haría lo que yo le había hecho. Me dijo que era una mujer que lo obedecía en todo y que, además, era muy bella. Después de desearme lo peor, tiró la llave en el corredor y se marchó. Ahora entiendo que en realidad esto era algo que quería hacer desde hace tiempo. Era él quien me engañaba a mí y con este malentendido encontró el pretexto perfecto para terminar y encima echarme la culpa.

      Ella calló por un momento, lo miró y continuó con voz firme:

      —Al final me alegro de que todo esto haya pasado y por fin se haya ido. ¡No quiero para mí a un bruto mujeriego!

      Entonces extendió hacia él su mano derecha y, mientras sonreía ligeramente, dijo:

      —¡Hola! ¡Me llamo Lara! ¡Es lo primero que debía haber hecho, presentarme!

      Matteo también se presentó y le agradeció por haber atendido sus heridas. Luego, Lara le brindó una taza de té y le propuso conversar un rato sobre sus respectivas vidas.

      Matteo se sentó a la mesa ovalada situada en el salón que llevaba directamente a la cocina. Desde allí podía observar sus movimientos diligentes preparando el té y algún bocadillo para acompañarlo. Era de una belleza extrema y él pensó que un hombre que se comportara de una forma tan poco elegante como lo había hecho aquel salvaje debía ser un total idiota. No pudo aguantar ni controlar su asombro y se escuchó pronunciar en alta voz lo que estaba pensando.

      —Bueno, ¡él llegó a decir que soy una bruja sanguinaria! ¡A lo mejor es verdad! ¡Así que tiene que cuidarse! —dijo Lara mirándolo sonriente.

      Matteo se envalentonó y la contradijo:

      —¡Pues puede ser que el idiota sea yo, pero no creo en absoluto que seas una bruja sanguinaria! Creo que ambos manteníamos relaciones equivocadas y esta noche los dioses han conspirado para que pudiésemos encontrarnos. Quizás de una forma algo cruel, pero tal vez fue la única que hallaron.

      Lara y Matteo disfrutaron tomando varias tazas de té y conversando por un largo tiempo. Luego, para animar la noche cambiaron para vino rojo e hicieron planes para estar juntos al día siguiente. A las tres de la madrugada, Matteo bajó las escaleras, no sin antes despedirse de ella varias veces. Todo el camino de vuelta a casa lo hizo silbando lleno de alegría.

      Al otro día, dieron un extenso paseo a lo largo del río.

      No había aún concluido sus estudios de Filosofía, cuando un sábado de verano él trepó por las escaleras de incendio hasta el tercer piso. Llevaba entre sus dientes una diminuta bolsa de papel glaseado que había comprado en una exquisita joyería. Cuando ella vio el anillo que él le estaba ofreciendo, no lo dejó ni terminar su ensayada frase para proponerle matrimonio. Se abrazó a su cuello al tiempo que repetía:

      —¡Sí, sí, claro que quiero!

      Violeta

      La hora del desayuno ya había llegado a su fin en el Palazzo Dalla Rosa Prati. Sin embargo, una mujer con el cabello completamente desordenado y el rostro cubierto de lágrimas se mantenía aún allí, sentada a la mesa y comiendo. Traía puesto un mono deportivo para hacer jogging de color rosado. Se notaba por sus gestos que disponía de todo el tiempo del mundo. Su mirada era como perdida, sin fijarla en ningún sitio en especial. Parecía aburrirse, llevándose lentamente a la boca un pedazo de pan o tomándose un sorbo de capuchino que, de seguro, ya debía estar frío. Un artista muy guapo, que rondaría los cuarenta años, se movía con agilidad a su alrededor, cargando grandes pinturas ya enmarcadas. Trataba de colgarlas aquí o allá de los finos alambres que pendían del cielo raso del techo y que habían sido dispuestos allí para eso. Las obras de arte mostraban composiciones modernas, a base de trazos ondulados en diferentes colores —tal vez simulando cascadas o ríos— que parecían generar olas al mezclarse entre ellos a través de toda la pintura y volver luego a separarse unos de otros. Todas ellas estaban muy bien concebidas, dando testimonio de la buena mano del artista, quien, con su trabajo, hacía que el espectador se quedase un buen tiempo contemplándolas y se sumergiese en la singularidad de su arte. Aunque algo sí parecía faltar, tal vez un clímax cautivador. Y precisamente ese clímax era el que estaba preparando el artista a través de seis obras que debían estar listas para la venidera inauguración de la exposición, que tendría lugar en horas de la noche.

      —¿Qué demonios está haciendo? ¿Se ha vuelto loca? —sonaron sus gritos de enfado a través de todo el salón de desayuno—. ¡Acaba de destruirlos! ¡No estaban secos aún!

      El artista estaba a punto de sufrir un soponcio, corriendo de una esquina a la otra y echando a volar a su paso un montón de maldiciones en tonos dramáticos. La mujer de rosado había estado intentando abrir un paquete de celofán que contenía muesli y, como le resultaba muy difícil la operación, puso en ello todas sus fuerzas. Hasta tuvo incluso que auxiliarse de los dientes. El paquete de cereales se abrió entonces de repente y su contenido se dispersó frenéticamente sobre la mesa. Como un acto de reflejo, ella intentó impedir que los copos de cereales se le escaparan, gesticulando y moviendo ambas manos. Su esfuerzo fue en vano y, lejos de resolver el problema, lo empeoró, pues la taza con el capuchino, el vaso con el jugo de frutas recién hecho, el yogurt y el tarro de mermelada de cerezas oscuras volaron también por encima de la mesa para esparcir su contenido sobre dos de los grandes cuadros hechos con pintura de aceite que el artista había apoyado momentáneamente de forma vertical sobre la mesa más próxima. La confusión fue total. El jugo de frutas y el café corrían con rapidez a través de aquellas delicadas piezas de arte, y el yogurt y la pegajosa mermelada de cerezas demoraban un poco más en deslizarse sobre los lienzos. Uno de ellos estaba totalmente empapado en la leche que tan solo unos minutos antes la mujer de rosa había pedido en el buffet para echarle por encima y mezclarla con su muesli.

      El artista parecía haber perdido el control de sí y con ambas manos se sujetaba la cabeza. El hombre de la recepción llegó corriendo para ver qué estaba sucediendo y dos invitados que en aquel justo momento solicitaban una reservación estaban también pendientes de la escena. Igualmente lo hacían algunos transeúntes, que, ante el barullo, se detuvieron para curiosear a través de un gran ventanal. Y llegó también el dueño del hotel, descendiente de una de las familias más conocidas del pueblo. Miró en una actitud de súplica hacia las dos obras desfiguradas y trató de buscar las palabras correctas para expresar su pesar. La mujer de rosa se mantenía allí, muy calmada, reclinada hacia atrás y con los brazos colgando, mirando fijamente las dos obras de arte destruidas con rostro inexpresivo, tal vez hasta indiferente, a pesar de haber sido ella la causante de todo aquel alboroto.

      El artista estaba desesperado, presintiendo que su reputación corría el riesgo de verse seriamente dañada. Las dos obras que ahora estaban arruinadas eran el trabajo principal de su exhibición; por ende, las más valiosas y las que debían ser expuestas en la gran pared de este vestíbulo, donde serían pronunciados, además, los discursos de apertura del evento. Comenzó una discusión acerca de la posible cancelación de la muestra. Pero aun con las posibilidades de mensajería instantánea que ofrece esta era digital, donde la información acerca