Dill McLain

Amalia en la lluvia


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antes de responder:

      —¡Pero claro que no voy a molestarme! ¡Usted es tan responsable como yo del resultado final!

      —Yo tengo que ser muy franca con usted —dijo ella dudando un poco antes de hablar—, pero esos otros dos trabajos, los que yo eché a perder embadurnándolos con mermelada, hojuelas de maíz, yogurt, jugo y capuchino, no eran sus mejores obras. ¡Resultaban aburridos! Por eso no podía entender el porqué de ese gran escándalo que armó en la sala del desayuno.

      Él tragó en seco y pensó que, de algún modo, ella tenía razón.

      —¡Y yo considero que esto animaría un poco su atuendo! —dijo ella mientras le enroscaba un largo pañuelo azul en el cuello—. ¡Venga, vámonos ya!

      Cada uno tomó una de las puertas sobre las que habían trabajado y felizmente pasaron con ellas por delante de la recepción, sonriéndole al hombre joven que la atendía, quien, con ojos sorprendidos, miró las dos obras de arte. También apareció el dueño del Palazzo e igualmente los miró asombrado.

      Ya algunos invitados habían llegado y en un tiempo muy corto la vernissage estaba en pleno apogeo. Todas las obras de arte dispuestas a lo largo del corredor fueron admiradas. Sin embargo, no había dudas de que la principal atención recaía en las dos grandes obras expuestas en el vestíbulo principal, las pinturas hechas sobre las dos puertas de armario. Despertaban una gran curiosidad y el fotógrafo de la prensa no paraba de hacerle instantáneas. Grupos de expertos en la materia se detenían frente a cada obra, discutiendo acerca de lo interesante de las ideas, de la energía que transmitían los cuadros y, por supuesto, acerca de los posibles precios y hasta dónde podrían llegar las apuestas. En las etiquetas adjuntas a cada silla, había ya, registradas, varias ofertas. De hecho, parecía ser como una subasta capaz de organizarse por sí sola. La atmósfera era excelente. Fluían las conversaciones interesantes, interrumpidas a menudo por alegres risas.

      Pocos minutos antes de que el reloj marcara las nueve, un hombre elegantemente vestido de unos treinta y tantos años se acercó a Sandro, le presentó su tarjeta comercial y le anunció que pretendía comprar las dos obras pintadas en las puertas que se exhibían en el vestíbulo. Su oferta era la más alta de todas. Explicó, además, que él era el gerente general recién designado de la nueva sucursal de un banco muy conocido que abriría sus puertas el mes próximo en esa ciudad, y que le encantaría comprar seis trabajos más de este tipo para colgar en la sala de reuniones y en la sala de entrenamiento de su personal. Subrayó que era un gran amante de los árboles y sentía que aquellas obras despedían una energía tremenda, pero al mismo tiempo daban calma y confianza, aportándole inspiración y positivismo a quien las observara.

      —¡Era esto exactamente lo que queríamos lograr con estos trabajos! ¡Tiene usted toda la razón! ¡Será un gran placer crear para usted otras seis obras! —escuchó Sandro la voz de Luna, quien se había plantado delante del banquero con actitud de experta y ademanes de gran artista.

      —¡Vosotros formáis una maravillosa pareja de artistas! ¡Estoy hasta un poco celoso! —añadió el banquero en un tono afable y se despidió de ellos con un gesto elegante.

      Luna y Sandro quedaron de pie frente a sus trabajos, encantados, pero también algo avergonzados por los elogios. Se miraron el uno al otro con cierta timidez. Sandro fue el primero en recuperar nuevamente la calma. Pasó el brazo alrededor de la cintura de ella al tiempo que le decía en un tono de felicidad:

      —¡Ya usted escuchó lo que dijo el banquero! ¡Formamos una maravillosa pareja! ¡Debe tener razón! Es un gran hombre de negocios, muy adinerado. ¡Qué maravilla! ¡Vayamos a celebrar con una pasta deliciosa! Yo sé de un lugar, pasando la esquina, donde sirven unos divinos platos de pasta. Allí podremos conversar acerca de nuestra próxima colaboración en las seis obras que debemos entregarle a ese banquero.

      El restaurante servía realmente una pasta deliciosa y los dos la pasaron muy bien después del espectacular éxito en la vernissage.

      Sandro se había divorciado hacía ya muchos años, convirtiéndose desde entonces en un soltero empedernido que disfrutaba de eventuales aventuras románticas, pero que no quería verse nunca más por el resto de sus días envuelto en compromisos u obligaciones de pareja. Fue esa su firme actitud hasta la media tarde de este día, cuando algo muy fuerte comenzó de repente a estallar dentro de él. Concretamente, fue en el momento justo en que estaba sentado en aquella habitación de hotel llamada Violeta, escuchando las explicaciones de Luna acerca de lo que debía hacer con las dos puertas de madera. De un minuto a otro comenzó a sentirse cada vez mejor y su bienestar llegó a tal punto que quedó convencido de que toda su energía interna se había transformado. Luego, cuando regresó a la habitación del hotel y la encontró dormida, se sintió en las nubes. Fue como volver a casa. Después, al disfrutar juntos del vino que ella había servido mientras él tomaba una siesta, comenzó a percatarse de cuán hermosa era, y, como una indetenible cascada, torrentes de deseos comenzaron a fluir de sus pupilas. Por supuesto, él intentó no mostrarlo. Estaba asustado por este repentino sentimiento tan embriagador. En la vernissage, apenas sí podía atender a los comentarios que hacían los visitantes. Actuaba como un autómata, con una encantadora sonrisa prendida a sus labios, pero en realidad solo tenía ojos para ella. Todo su ser estaba confundido. Sin embargo, la sensación era maravillosa.

      —¿Dónde vamos a elaborar las seis obras que ordenó el banquero, en la habitación Violeta o en mi atelier? —en un tono alegre le lanzó él la pregunta a Luna, sentada del otro lado de la mesa.

      —¡En su atelier, claro! —respondió ella de inmediato y, dirigiéndole una radiante sonrisa, agregó—: ¡Espero que usted disponga en su atelier de un segundo sitio de trabajo donde yo pueda establecerme!

      Sandro buscó su mirada. Hasta los dedos de sus pies parecían bailar de felicidad bajo la mesa.

      —¡Así es exactamente como lo haremos! —dijo—. Pero ahora, ¿por qué no nos vamos hasta la Violeta para una buena noche de tragos? ¡Esa habitación nos trajo tan buena suerte!

      Caminaron a lo largo de las estrechas callejuelas, sin hablar nada en concreto, tomados de la mano y mirando lo expuesto en las vidrieras de las muchas pequeñas tiendas de ropa de moda y de artículos varios que existían por doquier. Hacían comentarios de todo, de las últimas tendencias de moda, y se reían tontamente como si fuesen un par de adolescentes.

      Y entonces, de repente, se detuvieron delante de la vidriera de una tienda que tenía un enorme espejo en su interior. Permanecieron un buen tiempo mirando a aquella pareja que los enfrentaba desde el cristal, con ojos radiantes y con una sonrisa que les nacía desde lo más profundo. Sandro, sosteniendo con más firmeza aun su mano y casi que en un tono solemne, declaró:

      —¡Ahora mismo soy yo el hombre más feliz de este mundo y estoy dispuesto a romper con mis rígidos principios! ¡Al diablo con ellos! Y le pregunto, ¿me aceptaría a mí como reemplazo de ese hombre que no vino a su encuentro?

      A su lado, con las manos entre las suyas y mirando el reflejo de ambos en el espejo, Luna solo atinó a asentir varias veces con la cabeza mientras sonreía alegremente.

      Se abrazaron y, a toda prisa, a veces caminando, a veces corriendo y a veces saltando, regresaron a la Violeta. Por el camino pasaron por delante de donde estaban las pinturas de la serie original, las embarradas de hojuelas de muesli y de los otros productos del desayuno. Advirtieron sorprendidos que incluso estas ya estaban vendidas.

      Walter solitario

      Walter abrió la puerta de acceso a la cabina de su ducha. Clavó la mirada en la toalla de ella, doblada pulcramente, sin usar y colgando en la barra de la pared opuesta. Sintió un fuerte dolor en el área del estómago, tomó su propia toalla y se volvió de espaldas a la de ella. Comenzó lenta y cuidadosamente a secarse el cuerpo.

      Era lógico que su toalla siguiera intacta. Hacía ya algún tiempo que no estaba allí. Se secó dedo por dedo su pie izquierdo, descansando toda la pierna en el banquillo de la bañera. Luego cambió de pie y repitió el mismo procedimiento. Ella no se cansaba de repetirle lo importante que era secarse bien a fondo los dedos de los pies