Dill McLain

Amalia en la lluvia


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levantó el rostro sollozante y, sin mirar a ningún sitio, movió su mano y apuntó hacia la puerta del departamento opuesto al de Walter al tiempo que decía:

      —Soy Julia Sennhauser, vine a hacerle una visita a mi exnovio, pero ya él no vive aquí. Siempre pensé que regresaría a mí. He esperado por él todos estos meses. Ahora se ha ido. Se ha marchado llevándose con él algunas de mis cosas y sin decirme nada.

      Ella emitió un suspiro y volvió a hundir el rostro entre sus manos. Walter sintió que un instinto masculino de protegerla despertaba en él. Se enderezó, tomó un profundo aliento y le habló con fuerza y de forma muy convincente:

      —Su exnovio se mudó hace muy poco de aquí, después de servir de anfitrión cada dos semanas a una nueva compañera. ¡Ese gigolo miserable no merece que usted derrame por él ni una simple lágrima!

      Ella lentamente volteó la cabeza y le miró. Se echó entonces hacia atrás y le dijo algo consternada:

      —¿Pero a usted qué le ha pasado? Ha estado llorando también, se ve absolutamente terrible. ¡Es como si se hubiera visto envuelto en una gran batalla!

      Le puso en las manos el espejo de su polvera. Walter se inclinó ligeramente y se miró en el pequeño objeto. Quedó anonadado. En efecto, se veía como un ánima emergida del mismísimo infierno. Se sentó al lado de ella en las escaleras y suspiró. Luego dijo:

      —Sí, he estado como vagando por las tinieblas, también yo he sido abandonado abruptamente hace ya algunos meses. Precisamente hoy todos esos sentimientos que tenía atascados en mi alma han entrado en erupción. ¿Sabe qué?, ahora mismo usted y yo vamos a subir a mi departamento, nos vamos a enjuagar y a refrescar la cara y quitaremos ese color rojizo de nuestras narices. Después organizaremos para nosotros un banquete con mucho queso y abriremos una botella de vino rojo. ¡Nos contaremos el uno al otro nuestras tragedias y luego ya veremos!

      Walter se levantó. También Julia. Pasó un tiempo frente a él, mirándolo profundamente. Entonces, le echó los brazos alrededor del cuello. Él puso con gentileza las manos en sus hombros. Permanecieron así un buen rato.

      La música del arpa sonó. Las festivas cascadas musicales del arpa.

      Asombrados, se dieron la vuelta y avanzaron por el vestíbulo del departamento. Frente al arpa estaba Quiqui revolviéndose de felicidad y con cada uno de sus movimientos rozaba las cuerdas del instrumento, sacándoles música. El sonido parecía divertirlo.

      Los dos prorrumpieron en risas. Y, acompañados por la ejecución al arpa de Quiqui, se ciñeron en un tierno abrazo.

      A bordo de un tranvía en Zúrich

      El tranvía número siete iba totalmente lleno, como cada mañana, pasadas las siete y treinta. La mayoría de los pasajeros se ocupaba de sus teléfonos móviles. Algunos leían el periódico que cada día salía gratis en formato pequeño y otros se escondían tras el diario regular, sosteniéndolo bien en alto en el aire, delante de sus cabezas y con una expresión de seriedad en el rostro. Los había también que optaban por abrir su pequeña notebook sobre las rodillas y mirar fijamente la pantalla o teclear con desespero algún texto, dar un clic y luego quedarse quietos, con las espaldas encorvadas, verificando lo que antes habían escrito. Justo ahora hacían muecas de disgusto, como si el teclado los quemara de tan caliente, el texto redactado les pareciera una total tontería o tal vez algún mensaje recibido era tan terrible que los dejaba trastornados.

      Muchos traían puestos audífonos en todas sus variantes, desde los pequeños y poco notorios hasta los gigantes tipo almejas, que cubrían mucho más que las orejas y hacían que las personas se vieran como acabadas de aterrizar del espacio exterior o como hormigas dirigidas por control remoto. Algunos escuchaban esa música de susto que pareciera venir del mismísimo infierno. Otros preferían los sonidos suaves de canciones melosas, que los hacían mover las cejas hacia arriba o fruncir el entrecejo.

      Solo cinco pasajeros no leían, ni escuchaban música, ni escribían textos. Ellos miraban en derredor, sonriendo y observando a los otros, discretamente o de forma abierta y directa.

      Afuera todavía estaba bastante oscuro. Era la mañana del primer miércoles de noviembre, un típico día de otoño, ventoso y frío. Todos se arropaban con gruesos abrigos o chaquetas de invierno, incluyendo sombreros y bufandas, y además portaban paraguas.

      En el último momento, antes de que las puertas cerraran, una mujer joven, muy atractiva, entró a toda prisa. Su pelo, claramente estaba recogido con mucha premura y le caía hacia un lado, dándole un toque algo salvaje. Llevaba en bandolera una raqueta de tenis, así como una gran bolsa con la cremallera medio abierta. En una mano, otro enorme bolso de viaje donde, al parecer, las cosas habían sido empacadas casi a presión para que cupieran. En la otra mano cargaba una jaba de papel de una tienda muy exclusiva, llenada seguramente con urgencia, pues algunas piezas de ropa colgaban hacia afuera. Con ella, saltó al tranvía un pequeño perro, que también de alguna forma sostenía con una correa. El perro tenía manchas negras y carmelitas en su pelaje blanco y parecía estar feliz. La joven, en cambio, se veía triste y algo confundida. El tranvía se puso en marcha y el perro desapareció entre las rodillas y las piernas de las personas más próximas. De la estación principal, el tranvía tomó una curva que hizo bambolearse de un lado a otro a sus ocupantes y desembocó en la famosa avenida de las Estaciones Ferroviarias. Los raíles estaban húmedos y el tranvía emitió un chillido. Se detuvo algunos metros antes de llegar a la próxima estación. Era evidente que el que le antecedía viajaba con retraso.

      A esta hora era muy común que el tranvía número siete estuviese lleno de personas vestidas con suma elegancia y exhibiendo peinados muy bien cuidados. Los trajes y las chaquetas oscuras eran un imperativo en los hombres y, bajo la costosa bufanda de cachemira, uno podía adivinar los impecables cuellos blancos de sus camisas. El cuello levantado de las chaquetas indicaba la conciencia que tenían sobre la moda, llevada con algo de irreverencia y osadía. Las mujeres, por su parte, bajo los abrigos y trajes oscuros, ocultaban toda una variedad de blusas de colores hechas con una seda muy ligera, o pulóveres de cachemira muy finos. Las bufandas eran de seda gruesa. Ellas llevaban grandes bolsos comprados en tiendas escandalosamente caras, cuyos nombres eran bien visibles, estampados en el cuero o grabados en enormes y brillantes chapillas de metal. Por lo general, las personas parecían vivir como engañadas en este mundo, pero lo manejaban con un toque de real distanciamiento. Todos exhibían caras muy serias y se veían como estresados, lo que en parte debía ser una estrategia para enmascarar algunas otras tendencias. ¿Por qué, si no, se mostraba uno así tan temprano en la mañana, antes incluso de llegar al trabajo y de haberse encontrado con el jefe?

      Probablemente, la mayor parte de estos pasajeros trabajaba en renombrados bancos o centros de finanzas, compañías de seguros, oficinas de la ley u otras empresas serias y tenía allí una buena posición por la que era debidamente remunerada, con perspectivas incluso de alguna vez obtener cierta fama y riquezas. La mayoría de los otros empleados, los que componían el resto del mundo trabajador, habrían tomado los tranvías anteriores o tomarían luego los que pasaban más tarde.

      En medio de esta importante carga de pasajeros que movía el tranvía, uno podía sentir y hasta podía oler la amplitud y la grandeza del mundo, la eficiencia y el conocimiento, y tomarle el pulso a ese cúmulo de posiciones bien remuneradas que daba cierta idea de cuánta riqueza existía en la tierra.

      Un gemido sumamente fuerte y muy seductor emitido en varios tonos, rompió de repente el aura de tranquilidad que imperaba en el tranvía. La mayoría de las personas movió con asombro las cabezas o giró sus ojos, buscando y preguntándose de dónde procedía. Y fue obvio que era del teléfono móvil de la joven que había subido acompañada del amigable perro. Ella dejó caer una jaba al suelo para poder escarbar en su otro bolso en busca del teléfono y también dejó caer la correa con que sujetaba al perro, que, ni corto ni perezoso, aprovechó la ocasión para escabullirse entre las piernas de los pasajeros más alejados, buscando un mejor sitio para echarse.

      La joven finalmente encontró su teléfono y gritó con voz ronca:

      —¿Qué pasa?