Dill McLain

Amalia en la lluvia


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caer el teléfono en la bolsa de papel y resopló muy enojada. Entre tanto, el tranvía llegó por fin a la próxima estación y casi todos los pasajeros que habían sido testigos de la llamada telefónica quedaron expectantes por ver qué pasaría luego. Retornaron a sus posiciones anteriores, pero dejando un ojo y un oído en alerta.

      No hubo espacio para pasajeros nuevos, nadie descendía, por lo que el tranvía siguió adelante. A la derecha apareció el pequeño parque donde se erigía el monumento al famoso y benévolo Heinrich Pestalozzi. Con una cara muy amistosa, sujetaba cariñosamente por los hombros y con mucho cuidado a un muchacho, que desde abajo le devolvía una mirada de respeto y admiración. El gesto y la forma de mirar de Heinrich Pestalozzi emanaban gran bondad.

      Justo cuando el tranvía pasó la estatua, se escuchó un terrible grito que dejó a todos los pasajeros atentos. El chillido volvió y volvió a repetirse. Venía de un hombre elegante, de aproximadamente unos treinta años, con un maravilloso cabello castaño oscuro, vestido al estilo de un noble inglés y con un hermoso corte de cara donde se dibujaba cierta arrogancia. El hombre parecía haber perdido por completo su compostura.

      En sus rodillas, estaba echado el perro de manchas negras y carmelitas. Parecía sonreírle con su lengua colgando hacia afuera y mirándolo con unos ojillos repletos de alegría.

      El hombre elegante sostenía en el aire su tableta, al tiempo que chillaba:

      —¡No, no y no! ¡El perro simplemente ha comprado 1.000 acciones! ¡Pero yo apenas quería comprar 100! ¡Esto es más que imposible! ¡Este perro ha comprado 1.000 acciones a mi nombre! ¡Esto es inaudito y ahora mismo acaba de suceder! ¡Un perro comprador de acciones!

      Luego de esto, todo quedó tan callado como si fuesen ratones los que viajaban en el tranvía. Los pasajeros de atrás miraban insistentemente hacia adelante y los delanteros volteaban sus cabezas. Todo el mundo intentaba procurarse la mejor vista posible para presenciar lo que estaba aconteciendo. Pero, eso sí, con mucho disimulo, porque no podían renunciar al típico patrón suizo de fingir no estar interesados en el suceso y permanecer inamovibles en apariencia. Hasta ahora nadie había oído hablar ni había visto un perro que fuese capaz de comprar acciones. Y no sabían exactamente qué había pasado. ¿Alardeaba aquel hombre o era que en realidad tenía en su tableta algún tipo de aplicación para perros?

      El hombre elegante suspiró ruidosamente y agregó:

      —Esto me costará una pequeña fortuna. Adiós a la estación de esquí en Canadá esta Navidad. Voy a necesitar de todos mis ahorros para cubrir esa compra de 1.000 acciones que ha hecho hoy este perro.

      Miró acusadoramente al amistoso can, que de inmediato comenzó a lamerle el rostro, denotando alegría. Desde la parte trasera del tranvía se escuchó una voz profunda, preguntando con mucha seriedad:

      —¿Qué acciones fueron las que compró el perro?

      El hombre elegante giró su cabeza y respondió con cierto orgullo en la voz:

      —Las de Resplandor Inagotable, las de las baterías solar 7 plus C.

      La voz de la parte trasera dijo sin vacilar:

      —¡Perfecto, joven! ¡Absolutamente perfecto! ¡Gran compra! Estas acciones son oro molido y en las próximas semanas se incrementará muy rápido su valor.

      El joven parecía asombrado y dirigió su mirada en dirección al portavoz. El amistoso perro continuaba lamiéndole el rostro. Por momentos hacía una pausa, miraba en derredor, parecía sonreír y continuaba entonces lamiendo.

      Mientras tanto, el tranvía ya había dejado atrás otra estación y rodaba ahora en dirección a Paradeplatz. Sin embargo, cincuenta metros más allá, un automóvil con una placa cuya licencia no pertenecía a la ciudad, había sido abandonado encima de los raíles con una rueda pinchada, por lo que el tranvía tuvo que detenerse.

      Desde el fondo, llegó otra voz preguntando con jocosidad:

      —¿No podría usted prestarme el perro por unos diez minutos?

      Una risa estruendosa inundó todo el tranvía.

      —¿Cómo hizo exactamente el perro para comprar esas acciones? ¿Consiguió él su propia contraseña? —quiso saber un joven pálido de audífonos tipo hormiga. Y lo hizo exactamente con esa actitud tan típica de la gente joven, que siempre está dispuesta a adaptarse a los nuevos cambios que impone la tecnología.

      —Pues todo fue muy simple, pero al mismo tiempo, muy idiota —explicó el hombre elegante—. Justamente estaba yo por confirmar mi compra después de haber tecleado 100 en el escaque correspondiente, cuando el perro, inesperadamente, saltó sobre mis rodillas y, de una forma casual, una de sus patas tocó la pantalla. De algún modo dio doble clic, cambiando el 100 por el 1.000. ¡Entonces, emocionado, se dio la vuelta y con su pata trasera rozó el botón derecho donde se confirmaba la compra! Yo fui testigo de lo que pasó. Pero todo ocurrió en fracciones de segundo. Cuando pude reaccionar, ya estaba en la pantalla el mensaje de la confirmación y el agradecimiento por la compra.

      —¿Cuál es el nombre del perro? —preguntó una aguda voz de mujer desde el frente.

      —Pues no lo sé, el perro no es mío —aclaró el hombre elegante.

      De nuevo una risa estruendosa llenó el tranvía. Y luego, todo quedó otra vez en silencio.

      Volvió a escucharse aquel fuerte y seductor gemido que sonaba en tonos distintos. La linda joven de pelo enrevesado, una vez más, tanteó dentro de sus bolsas en busca del móvil. Ya con el teléfono pegado a su oído, gritó:

      —¡Ven aquí de inmediato! ¡No, no, no ha sido contigo, estaba hablando con el perro! ¡Tú te quedas exactamente donde estás! ¡Lo nuestro ya llegó a su fin! No somos una buena pareja. Tienes que buscarte a una sirvienta más sumisa. Yo soy una mujer independiente, con una buena profesión y pretendo continuar siendo así como soy. No acepto a un picaflor como compañero. La vida es demasiado hermosa y demasiado corta para perder el tiempo de esa manera. ¡Me has herido mucho!

      Sollozando, la joven lanzó el teléfono dentro de la bolsa de papel. Un total silencio volvió a reinar en el tranvía, que, finalmente, pudo ponerse otra vez en marcha. Dos policías en monopatines, más un transeúnte que ayudó a manejarlo, lograron mover el automóvil que bloqueaba las vías.

      El tranvía avanzó hasta Paradeplatz. Las puertas se abrieron y la mayoría de los pasajeros salió y comenzó a esparcirse en todas direcciones. Cerraron las puertas y el convoy continuó adelante.

      Fuera del tranvía, en uno de los dos bancos situados en la parada, la hermosa joven se había sentado. Estaba completamente derrumbada, con todos sus paquetes tirados a sus pies. Rompió a llorar con gran dolor. Casi todo el mundo reparaba en ella, pero nadie estaba interesado en saber qué le pasaba.

      El hombre elegante, que continuaba aún con el perro en sus rodillas, miró a través de la ventanilla y vio el llanto de la mujer sentada afuera. Quedó pensativo.

      El tranvía avanzaba hacia adelante. Mientras le fue posible, continuó siguiendo con la mirada a la joven sentada en el banco. Comprendió que el perro que estaba abrazando y que tan amistosamente le había lamido la cara era de ella. Sintió el caluroso cuerpo del perro pegándose más a él y le acarició la piel.

      El tranvía se detuvo en la próxima estación y otro grupo de personas descendió de él. Uno de los últimos en hacerlo fue el hombre elegante, acompañado del perro. Quedó allí de pie, en la parada, con la correa del animal en una mano y la tableta electrónica en la otra. Comenzó a llover. Le fue imposible abrir y sostener el paraguas plegable, así es que lo mantuvo cerrado en el bolsillo de su abrigo y volvió el rostro en contra de la lluvia. Empezó a caminar, desandando el camino que segundos antes recorriera en el tranvía.

      Tenía veintinueve años, vivía solo y trabajaba cerca de ochenta horas a la semana. Era especialista en leyes de economía internacional y había abierto una oficina propia hacía tan solo un par de meses. Era lo que llamaban un cerebrito y había hecho