Dill McLain

Amalia en la lluvia


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¿Es tal vez el perro mucho más cabal y razonable con respecto a estas cosas y puede olvidar a una mujer desleal? ¡Tal vez es más listo que los humanos y no se complica tanto la vida!».

      Walter miró hacia Quiqui, que se balanceaba a sus espaldas estirando sus cuatro patas al aire.

      —No, el perro de hecho no ve las cosas de igual manera y no siente este terrible anhelo por la dueña que se fue. ¡Se ve que ha podido echar fuera toda la tristeza y se ha adaptado a su ausencia mucho mejor que yo! —dijo Walter de una forma indigna, pero justa.

      Miró por la ventana. Afuera la lluvia arreciaba y arreciaba, como si se tratara de un diluvio.

      «¿Debería uno estar penando por una persona que realmente no conoce bien?», se preguntó a sí mismo. «Si fuera fácil asumir un no, la situación cambiaría, porque así él no tendría esa fijación con Doris», pensó.

       «¿O es todo un acto de defensa porque nos han dañado el ego? ¿O porque uno no puede entender la causa de que esto pasara? ¿Por qué uno no lo puede comprender? ¿Por qué uno sigue aferrado a la persona que nos dejó para irse con otro amante? A alguien que claramente demostró no querernos, porque quiere a otra persona. ¿Por qué uno se encapricha con un ser tan despiadado, que echó por la borda años de matrimonio y nos aparta como si fuéramos un trapo sucio? ¿Me estaré volviendo loco? ¿Tendría que ir a ver un psiquiatra?», filosofó Walter mirando caer la lluvia. Volvió a observar a Quiqui, que, pacíficamente, movía sus patas delanteras. Tenía los ojos cerrados, como si dormitara.

      Eran ya casi las once. Walter bebió el último sorbo de café, retuvo la taza en sus manos y fue con ella hasta la cocina. Abrió la portezuela del lavaplatos y metió la taza vacía dentro de la máquina. Con la mano aún sobre la puerta del lavaplatos, volteó la cabeza y reparó por algún tiempo en la taza aún llena de café que había servido para una ausente Doris. Miró de nuevo a Quiqui. Luego, lentamente liberó su mano de la puerta, alcanzó la otra taza y la vació con cuidado en el fregadero. La colocó también en el lavaplatos y cerró por fin la puerta. Abrió el grifo a tope y estuvo limpiando con agua cualquier vestigio de café que hubiera quedado en el fregadero. Limpió hasta que la última mancha hubo desaparecido. Seguidamente, fue hasta la licorera y se sirvió un whisky triple. Con el vaso en la mano avanzó hacia la puerta de la terraza. La abrió y tomó un largo trago. Permaneció allí en el umbral de la puerta. Afuera seguía lloviendo a cántaros. De repente descubrió a Quiqui a su lado. Ambos contemplaron como pensativos aquella pared de agua que se dibujaba afuera y escucharon atentos el sonido de la incesante lluvia.

      Luego Walter dejó escapar su voz y dijo ruidosamente:

      —¡Bueno, este es el final para ese fantasma que me persigue! ¡Dieciocho meses de sufrimiento interminable han sido más que suficientes!

      Tomó el resto de whisky que aún quedaba en el vaso, se dio la vuelta y cerró la puerta de la terraza.

      Con grandes pasos, se apresuró al cuarto de desahogo, tomó cinco enormes bolsas de basura de las usadas para tirar desperdicios industriales, las desenrolló, le abrió la boca a cada una de ellas y las alineó en el vestíbulo. Puso un CD de Philip Glass en su equipo de música. La melodía era casi interminable y sonaba de una forma tan electrizante y nerviosa que daba la impresión de que el CD se había quedado atorado en el mismo sitio, algo que parecía perfecto para su proyecto. Escogió la opción de «repetición infinita» y subió el volumen a todo dar.

      Agarró la primera bolsa de basura y fue al cuarto de baño. En una acción completamente destructiva, echó fuera todas las botellas, las latas, las toallas y todos los utensilios de Doris, lanzándolos con gesto rencoroso a la basura. Quiqui estaba allí en el umbral, jadeando asombrado, y Walter quiso pensar que el perro le sonreía una y otra vez, como aprobando sus actos.

      Finalmente, Walter reacomodó sus propias cosas, para que todos los espacios estuvieran ocupados y no quedase ningún vacío donde antes se acomodaban las cosas de Doris.

      La primera bolsa de basura aún no estaba llena, así que Walter se deshizo también de numerosos artículos de la cocina y el comedor. Igual suerte corrieron algunos pequeños cuadros de las paredes. Los desgarró y los lanzó a la basura.

      Tomó una nueva bolsa y se encaminó con pasos agigantados al dormitorio. Quiqui, que corría a su lado, saltó hasta el armario y atrapó el vestido de seda —como si quisiera ayudar con la limpieza— y nuevamente el traje de noche cayó sobre él, envolviéndolo por completo. El perro entró en pánico y se puso a corretear de un lado a otro de la habitación para intentar liberarse de la tela de seda que le cubría el cuerpo. Pero quedó atrapado por el cinturón del vestido y terminó arrastrando de un sitio a otro la prenda.

      Walter ya había despejado casi la mitad del armario. Los sweaters, las blusas, las faldas y los pantalones de Doris resultantes de aquella limpieza los había enrollado en una especie de orgía salvaje de prendas de vestir, arrojándolas con ambas manos a la basura. Liberó al perro de su carga sedosa, echó diversos objetos de la mesa de noche dentro de la bolsa y dejó la habitación. Rápidamente, continuó con su proyecto de depuración hasta que ningún vestigio de Doris estuvo ya visible.

      Cinco abultadas bolsas de echar desperdicios industriales quedaron dispuestas en fila en el vestíbulo. Walter entró a su estudio, escribió un mensaje electrónico al responsable de limpieza y mantenimiento de su compañía para que las bolsas fuesen recogidas a primera hora de la mañana del lunes.

      En su andar por el vestíbulo, sacó de la pared aún tres cuadros más, los desgarró y los tiró a las bolsas.

      Al frente, donde el vestíbulo se ampliaba desembocando en el área de la entrada, en una especie de hornacina en la pared, reposaba el arpa que él había comprado para Doris cuando ella tuvo la intención de tomar clases para aprender a tocar este instrumento. Jamás asistió a ellas.

      A Walter le gustaba mucho la música del arpa. Estuvo parado un buen tiempo frente al bello instrumento, apretando los labios. El arpa no tenía la culpa y, además de ser hermoso, emitía un maravilloso sonido. Como objeto decorativo era quizás demasiado grande —cualquiera sabe—, pero tal vez él podría tomar lecciones para aprender a tocarlo o hasta podría muy bien venderlo luego. Puso sus manos sobre las cuerdas del instrumento y el sonido que emitió lo llenó de regocijo y terminó por convencerlo. Una y otra vez acarició las cuerdas del arpa y el fuego encantador de su sonido llenó todo el vestíbulo.

      Se sobresaltó, apretó los labios, cerró los puños contra el instrumento y avanzó a la carrera hasta el reproductor de CD. Golpeó el botón para cortar el flujo de electricidad. La cascada de música electrónica se detuvo abruptamente. Un silencio sepulcral invadió todo el recinto.

      Walter se hundió en una silla del comedor. Puso sus brazos encima de la mesa, se inclinó hacia delante y enterró la cabeza entre sus propias manos en medio de un ruidoso sollozo. Sintió cómo las lágrimas corrían, haciendo riachuelos en sus mejillas. Al caer le empapaban las mangas de su sweater de cachemira.

      Fue como si el dique de una represa se hubiese quebrado. Las lágrimas fluían incesantemente en medio de aquellos sollozos de angustia. Una punzada le recorrió la espalda y sus hombros se estremecieron. Su corazón pareció haberse partido en pedazos y por las heridas abiertas se filtró el dolor. Infinito dolor.

      Por mucho, mucho tiempo, quedó Walter allí, sollozando sobre la mesa. Una eternidad redentora. Después, el lloriqueo cesó, pero a intervalos aparecían nuevos llantos. Y volvía una y otra vez a sollozar.

      Dieciocho meses de pena contenida, de impotencia, de horror, de vergüenza y de deseo por ella explotaban ahora en un torrente de lágrimas que quería escapar fuera de él.

      Repentinamente, escuchó un ladrido y se incorporó. Arrastró su cuerpo maltrecho por el corredor y vio a Quiqui tras la puerta de entrada al departamento, ladrando con insistencia hacia afuera.

      Abrió la puerta del departamento y escuchó que alguien lloraba. Se apresuró a bajar por las escaleras y encontró a una mujer extraña, de pelo oscuro medio largo, sentada en el rellano. Apoyaba los codos en el regazo y lloraba