Dill McLain

Amalia en la lluvia


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él todo el cuerpo desde los hombros hasta la punta de los pies y luego se paró delante del espejo.

      Era sábado. Uno de esos típicos días húmedos de otoño, lluvioso y gris. Otro fin de semana que tan terribles se habían vuelto para él. Desde que ella lo había dejado, uno tras otro, los fines de semana pasaban desoladoramente por su vida. Fines de semana durante los cuales él estaba derrumbado por completo, con infinita ignominia y penando por ella. Era incapaz de alejarla. Estaba atrapado en una especie de jaula de deseo por ella.

      En el lujoso departamento del ático, con su vista hacia el lago y sobre los tejados de la ciudad, todo había quedado como si ella todavía continuara allí. Cada semana él colocaba una toalla nueva en la barra, lista para ella. Y en el armario colgaba su ropa deportiva, la de hacer jogging, incluyendo las cintas para la cabeza. Las cambiaba con regularidad. La gabardina de ella siempre la ponía junto a la suya y sacaba repetidamente toda su vestimenta de la habitación para colgarla en el armario o colocarla sobre una silla.

      Sus actos desesperados llegaban tan lejos que casi cada mañana servía una segunda taza de café y la ponía frente a él en la mesa del desayuno.

      Walter se miró al espejo y reparó en que aún se veía muy bien a sus cuarenta y nueve años. Decidió no afeitarse, miró por un tiempo más su rostro en el espejo y le dijo en alta voz a su propio reflejo:

       —¡Eres un tonto de remate!

      Se dio la vuelta y salió del cuarto de baño. En el corredor, Quiqui vino presuroso hacia él meneando felizmente la cola, con demasiada anticipación para su desayuno.

      Fue hasta el dormitorio, se puso sus pantalones vaqueros de andar por casa y, mientras miraba en el ropero algún sweater que pudiera calentarlo, el sedoso traje de noche de ella que colgaba fuera del armario cayó accidentalmente sobre Quiqui, que lo había seguido hasta allí. El perro se sacudió con violencia para liberarse de la seda tan pesada. Comenzó a retozar, gruñendo salvajemente delante del armario. Walter le arrebató el vestido antes de que pudiera romperlo con sus dientes y lo regañó con cólera:

      —¿Qué estás haciendo con el vestido de ella?

      El perro lo miró asustado, temblando con todo su cuerpo ante la actitud molesta del dueño y optó por salir fuera del cuarto.

      Walter colgó la prenda en una percha bien atrás en el armario y se colocó encima su nuevo sweater de cachemira.

      —¡Eres un tonto de remate! —se repitió nuevamente a sí mismo con una voz muy convencida. Estaba ya más que acostumbrado a estos diálogos consigo mismo, sin notar nada fuera de lugar en su actitud. Caminó a lo largo del corredor hasta llegar a la cocina. Tras él, a cierta distancia, se movía Quiqui con un andar triste.

      Como siempre, Walter puso la mesa para dos, preparó los huevos fritos con tocino de los sábados, también dejó lista la comida para el perro y sirvió dos tazas de café.

      —¡Esto es una locura total, ella nunca va a regresar! —gruñó de forma triste y ruidosa con las dos tazas de café enfrente.

      Colocó su taza en la mesa del desayuno, dejó la otra en el aparador y se hundió lentamente en la silla. Sopló aire entre sus dientes para enfriar el café y le salió un siseo ruidoso que llamó la atención de Quiqui. Vino hasta él, le mordisqueó las pantorrillas y levantó sus ojillos.

      Afuera llovía a cántaros. Walter, completamente ensimismado, comenzó a comerse con apatía los huevos fritos.

      Doris lo había abandonado hacía ya dieciocho meses. Fue de hoy para mañana. Se había enamorado de su profesor de qi gong. Después de darle una muy breve explicación, se mudó un viernes en la noche, cargando a sus espaldas dos repletos bolsos de viaje. Todo lo demás simplemente lo dejó allí. Ella le explicó que deseaba comenzar una nueva vida, muy diferente a lo vivido hasta ahora, y que él podía disponer de todas las pertenencias que dejaba atrás.

      Walter casi perdió el juicio. El profesor de qi gong había sido antes un banquero de profesión, de muy buen ver y con un cuerpo bien entrenado, con mucho talento para el deporte, en especial para la doctrina asiática del movimiento y sus efectos sanadores. Encontró en esta nueva actividad grandes oportunidades de mercado, contando en especial con la clientela femenina, que literalmente asaltó las lecciones de qi gong impartidas por él en un antiguo estudio abandonado que había pertenecido a un artista comunitario. Walter no pudo y aún hoy no podía entender cómo fue que Doris desfalleció de amor por este hombre, al punto de perder la cabeza. Ella regresaría a él. De eso estaba más que convencido.

      Ocho años y medio de matrimonio simplemente no podían arruinarse así como así. Y, después de todo, el profesor de qi gong, a excepción de su vistosa musculatura, sus habilidades en el deporte asiático y su apartamento de dos habitaciones y media, no tenía otra cosa que ofrecer; mientras que Doris y él habían logrado adquirir este gran departamento del ático y siempre habían vivido juntos una vida confortable.

      Por supuesto que Doris iba a regresar. Eso estaba más que claro.

      Al ser el dueño de una próspera firma de arquitectos, a lo largo de toda la semana estaba bastante ocupado y por lo menos el trabajo le servía de distracción. En consecuencia, durante los días laborales, su vida no distaba mucho de la que tenía antes. Su agenda siempre estaba apretada. La responsabilidad para con el negocio y para con sus empleados exigía de él el máximo de atención y siempre había muchos nuevos proyectos esperando.

      Pero su vida privada era un completo desorden. El anhelo por lo que tuvo una vez era tan intenso y tan profundo que hasta dejó de recibir invitados. Sus colegas y sus amigos más íntimos hicieron un sinnúmero de intentos para animarlo y distraerlo, pero, desafortunadamente, no tuvieron mucho éxito. Todavía jugaba al tenis con regularidad y de cuando en cuando se daba alguna que otra vuelta por el gimnasio, pero cualquier invitación para cenas o fiestas las rechazaba de inmediato. Durante los fines de semana y en las noches, él se refugiaba invariablemente en su soledad.

      Dos de sus mejores amigos habían hecho varios intentos alternativos para que él olvidara de una vez y por todas a Doris y comenzara a involucrarse en nuevas relaciones. Pero tampoco tuvieron éxito. Por supuesto, uno de ellos hasta trató de conseguirle pareja a través de los sitios de búsqueda. Al principio él aceptó ir a algunos de estos encuentros. Aparecieron mujeres solteras muy dispuestas a entablar conversaciones con él. Pero Walter terminaba siempre horrorizado de haber perdido su tiempo. Regresaba a casa y se ponía a clasificar otra vez las ropas de Doris para que cuando ella volviera lo encontrara todo en orden.

       «Debe olvidarse de esa mujer; de lo contrario, terminará loco», escuchaba una y otra vez estos comentarios. Pero él no podía olvidar a Doris.

      Exteriormente, se le veía bien. No reflejaba su pesar. Siempre había sido un hombre fuerte, que no se dejaba abatir por nada y jamás derramó ni una simple lágrima ante una situación de dolor. Ahora sufría quedamente su atroz ignominia. A menudo se sentaba en la cama y se quedaba mirando la seda del vestido de noche colgado en el armario. Lo miraba, lo volvía a mirar, se levantaba, lo tomaba para lanzarlo al piso y luego volvía a sentarse para dejar correr libremente su dolor. La gran melancolía por aquella mujer que lo había dejado así como así se tornaba infinita.

       —¡Pero, por el amor de Dios, hay tantas otras mujeres en este mundo! —le había dicho un colega el otro día muy enervado.

      Walter apartó a un lado su plato y puso ambos codos sobre la mesa. Por mucho tiempo clavó su mirada en algún punto en la pared. Doris había traído el perro a casa justo unos días antes de sus primeras escapadas con el maestro de qi gong. De hecho, el perro era de ella. Pero lo dejó atrás en aquella inesperada y frenética mudada, porque no había sitio para perros en el estudio del maestro de qi gong y porque a su amor no le gustaba encontrar pelos de perro dispersos entre las almohadas y cojines.

      Walter se había acostumbrado al amigo de cuatro patas. Desde que lo dejó entrar a su oficina, los dos se llevaban espléndidamente.

       «¿El perro también extrañará a Doris?», se preguntaba a menudo, incluso se ponía a filosofar