Dill McLain

Amalia en la lluvia


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Eran en verdad bien raros los momentos en que se veía envuelto en algún que otro flirteo con una dama. Era algo tímido y lo ponían tenso los asuntos del corazón. Este particular aparentemente no lo molestaba, pero en lo más profundo sentía a veces que ciertas cosas lo removían y lo hacían darse cuenta de que algo le faltaba a su vida. En las fiestas, las féminas reparaban en él de inmediato, adoraban tantearlo; pero después de un corto tiempo perdían el interés y se volvían en busca de otro varón como blanco de sus conquistas.

      Caminó con el amistoso perro a su lado y sintió de pronto que un sentimiento completamente nuevo se apoderaba de él. A través de los grandes ventanales del café de la próxima esquina, todos sonrieron al verlo con el perro en la lluvia. En la ventana de la peluquería, situada en la casa siguiente, se miró a sí mismo junto al can, reflejados en el cristal, y encontró la imagen absolutamente encantadora.

      Aumentó el ritmo de sus pasos mientras pensaba: «Uno debería salir a pasear más a menudo y así mostrarse al mundo».

      Entonces, más allá, frente al gran edificio de la sucursal, divisó a la joven sentada aún en el banco de la parada anterior del tranvía, encogida y llorando.

      Dudó un momento. Pero luego empezó a correr. El perro se esforzó por seguir a su lado. Ambos llegaron jadeantes junto al banco. El hombre elegante se sentó, tomó las bolsas del piso y las puso a su lado. La lluvia arreció.

      —¿Puedo ayudarla? —preguntó.

      No hubo ninguna reacción por parte de la joven. Desde una de las bolsas, volvió a escucharse el seductor y fuerte gemido del teléfono móvil. Ella se llevó ambas manos a los oídos y gritó:

      —¿Por qué él no me deja tranquila después de todo lo que ha pasado?

      El hombre elegante rebuscó entre las bolsas y encontró el teléfono. Apretó el botón y contestó la llamada:

      —¡Yo soy su abogado! ¡Por favor, déjela en paz ahora! ¡Vuestra relación ha terminado!

      La joven lo miró atónita. Él abrió su paraguas y se acercó un poco más a ella en el banco. El perro saltó a su regazo. Por un momento, una débil sonrisa comenzó a dibujarse en el rostro de ella.

      —Le gustas al perro —dijo.

      Por qué expresó él lo que expresó, no sabía. Pero lo cierto fue que dijo:

      —¿Y a ti? ¿Te gusto también?

      El perro se quedó quieto y pareció expectante mirándola a ella y meneando la cola.

      Ella tomó la grapa que sostenía su pelo y se peinó con los dedos. Luego se enjugó las lágrimas y dijo:

      —En circunstancias normales, yo sería más alegre y condescendiente contigo, pero ahora tengo otras preocupaciones. Debo buscarme un nuevo alojamiento. Luego, ir a trabajar. No puedo permitirme una ausencia en mi empleo. Soy trabajadora por cuenta propia. ¡Recientemente he abierto un pequeño negocio! ¡Es tan maravilloso!

       —¿Y qué tipo de negocio es? —preguntó con curiosidad el hombre elegante.

      —¡Un atelier para el diseño de almohadas exclusivas! —respondió ella llena de orgullo.

      Él no pudo esconder su deleite. Finalmente, había encontrado a una mujer hermosa, muy dispuesta para los negocios y, encima de eso, con inclinaciones artísticas.

      Incesantemente llegaban tranvías, se detenían y, antes de seguir de largo, soltaban un chorro de pasajeros que desaparecían con prisa en todas direcciones.

      El hombre elegante se puso en pie, tomó las bolsas de ella y le dijo con alegría:

      —¡Ven conmigo, quiero acompañarte hasta tu atelier! ¡Tomaremos un taxi!

      Caminó hasta la esquina, donde justo en ese instante había arribado un taxi para dejar pasajeros. Los dos entraron al automóvil, cargaron las bolsas en las piernas y el perro se sentó feliz entre ambos.

      Durante el trayecto, el hombre elegante hizo algunas llamadas telefónicas y ella aprovechó para observarlo exhaustivamente de soslayo.

      «Esta mañana empezó de una forma terrible, pero parece que va a acabar como un cuento de hadas», dijo para sí.

      Él, por supuesto, notó que ella lo escrutaba profundamente y pensó: «Ajá, parece que ahora muestra algún interés. ¡Ojalá no haga o diga yo algo equivocado!».

      El taxi se detuvo delante de una casa de tres pisos, situada en una calle con muchos árboles a izquierda y derecha. El hombre elegante pagó el taxi. La joven abrió la puerta de una diminuta tienda y desapareció en el fondo. Él la siguió, pero se detuvo a esperarla en la parte delantera, que era una especie de sala de muestras.

      —Debo cambiarme de inmediato estas ropas mojadas y entonces haré un té de menta para nosotros. Por favor, siéntete libre para echar mientras una mirada en derredor —llegó la voz de ella desde la trastienda del inmueble.

      Él se puso a caminar por la sala, inspeccionando las maravillosas decoraciones de las almohadas de todas las formas y tamaños. Se sentía en el paraíso.

      Desde la trastienda llegó su voz:

      —El té está servido. Por favor, pasa.

      La habitación trasera era en sí su atelier, presidido por una enorme mesa de trabajo. Dos paredes estaban llenas de un sinnúmero de perchas, con almohadas a un lado y muchas cintas, tejidos, botones y artículos decorativos al otro. La tercera pared estaba repleta de bocetos. Y, frente a la cuarta pared, descansaba una máquina de coser en una mesa. Al lado, un pequeño espacio que servía de cocina y, en un extremo, lo que venía siendo una minioficina con su computadora.

      Ella estaba de pie delante de la gran mesa. Se había puesto un pulóver de cachemira azul, tan largo que casi le cubría las rodillas, unos pantalones vaqueros negros y botines hasta los tobillos. Su pelo largo estaba recién peinado y le caía sobre los hombros. Los ojos azules contrastaban muy bien con el pulóver de cachemira. Se veía sumamente hermosa. Él quedó mudo, consternado y feliz.

      Le sirvió primero a él una taza del delicioso té y luego llenó una para ella. Quedaron por un tiempo allí de pie, mirándose y tomando sorbos de la infusión.

      Luego, ella rompió el silencio diciendo:

      —Existe un refrán que reza que uno no debe saltar a una próxima relación si aún no se ha recuperado totalmente de la anterior. La sabiduría popular afirma que primero se debe terminar lo pendiente. Ahora bien, en mi caso, habrá un divorcio y los trámites podrán demorar tal vez algún tiempo; pero la relación en sí está más que acabada desde hace mucho a causa de las repetidas infidelidades por parte de mi pareja.

      Un ruido fuerte llegó desde la entrada, al tiempo que una voz profunda gritaba:

      —¡Aquí tienes tus estúpidas porquerías, del resto puedes ir olvidándote!

       Los dos, con las tazas de té en la mano, se encaminaron hasta la habitación delantera. Allí estaba de pie un hombre con unos vaqueros desgastados y una chaqueta de cuero. Tenía el rostro colérico y muy cerca de él reposaban dos grandes maletas.

      Pareció quedarse totalmente en shock cuando la vio aparecer en aquel sitio en compañía del hombre elegante, tomando tranquilamente un té y mirándolo con una sonrisa.

      —¿Qué estás haciendo aquí en tu atelier con este petimetre? ¿Es acaso un seguidor de las tendencias más exclusivas de la moda? ¿Qué rayos es esto? Te quejas de continuo de mis pequeñas escapadas con alguna que otra mujer, pero tú calladamente tienes encuentros a escondidas con ardientes caballeros. ¡Esto es increíble! —gritó el hombre en la habitación y furiosamente expulsó el aire que parecía acumularse en sus mejillas.

      El hombre elegante dio un paso adelante y comenzó a explicarle:

      —Usted tiene que saber que nosotros apenas nos hemos conocido esta mañana en el tranvía, cuando por azar el perro de su esposa