Yulián Semiónov

Diecisiete instantes de una primavera


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los dedos para tirar las hojas a la estufa. Las removió con un bello atizador de hierro fundido, volvió a la mesa y comenzó a fumar.

      Después acercó las dos hojas restantes: Himmler y Bormann. «Excluyo a Goering y Goebbels. Nadie va a apostar por ellos. Ni por uno ni por otro. Tal vez Goering se atreva a negociar, pero ha caído en desgracia y nadie confía en él. ¿Goebbels? No. Este no lo haría. Es un fanático, luchará hasta el final, pero es imposible apoyarse en él, porque enseguida comenzará a buscar una alianza. Eso nos deja a la fuerza uno de los otros dos: Himmler o Bormann. Si puedo obtener garantías de uno de ellos para trabajar contra los demás, ganaré. Si fallo en mis cálculos, seré un cadáver. Inmediatamente. ¿Por quién apostar? Creo que por Himmler. Nunca podría decidirse a negociar. Conoce el odio que rodea a su nombre. Sí, ha de ser Himmler…».

      Precisamente en ese momento, Goering, más delgado, pálido, con un dolor que le partía la cabeza, regresaba a Karinhalle desde el búnker del Führer. Esa mañana había viajado en su automóvil al frente, hacia el lugar donde se habían abierto paso los tanques rusos. De allí corrió enseguida a ver a Hitler.

      —No hay ninguna organización en el frente —le dijo—. El caos es total. Los soldados tienen la mirada vacía. He visto a los oficiales borrachos. La ofensiva de los bolcheviques infunde espanto en el Ejército, un espanto animal. Creo…

      Hitler lo escuchaba con los ojos semicerrados y sosteniendo con la mano derecha el codo de su brazo izquierdo, que no dejaba de temblar.

      —Creo… —trató de decir, pero Hitler lo interrumpió.

      Se levantó pesadamente. Sus ojos enrojecidos se abrieron de par en par, su bigotito se estremeció con desdén.

      —¡Le prohíbo que, en lo sucesivo, vaya al frente! —exclamó con su voz de antaño, fuerte—. ¡Le prohíbo difundir el pánico!

      —No es pánico, es la verdad. —Por primera vez en su vida, Goering se oponía a su Führer y sintió que, de pronto, se le helaban los dedos de los pies y las manos—. ¡Es la verdad, mi Führer, y mi deber es decirle esta verdad!

      —¡Cállese! ¡Será mejor que se ocupe de la aviación, Goering! No se meta donde hay que tener una mente tranquila, previsión y fuerza. Veo que no es tarea para usted. Le prohíbo que vaya al frente. Ni ahora ni nunca.

      Aplastado y humillado, Goering adivinaba cómo a su espalda, detrás, sonreían los ayudantes del Führer, Schmundt y Burgdorf, dos nulidades.

      En Karinhalle lo estaban ya esperando los oficiales del estado mayor de la Luftwaffe: los había mandado llamar al salir del búnker. Pero no pudo comenzar la reunión. Su ayudante le informó de que había llegado el Reichsführer SS Himmler.

      —Quiere hablar a solas —dijo el ayudante con aquel aire de importancia que hacía su trabajo tan misterioso para los que le rodeaban.

      Goering recibió al Reichsführer en su biblioteca. Himmler, como siempre, sonriente y tranquilo, tenía en las manos una gruesa carpeta de cuero negro. Se sentó en la butaca, se quitó los anteojos, limpió los cristales durante largo rato con un pedazo de gamuza y seguidamente y sin ningún preámbulo dijo:

      —El Führer ya no puede ser el líder de la nación.

      —¿Y qué debe hacerse? —le preguntó maquinalmente Goering, sin tiempo de asustarse por las palabras del líder de las SS.

      —En el búnker están las tropas de las SS —continuó Himmler en el mismo tono sereno y con su voz habitual—. Pero no se trata de eso, al fin y al cabo. La voluntad del Führer está paralizada. No puede tomar decisiones. Debemos dirigirnos al pueblo.

      Goering miró la gruesa carpeta negra que estaba sobre las rodillas de Himmler. Recordó lo que en 1944 había dicho por teléfono su esposa a una amiga: «Será mejor que vengas. Es arriesgado hablar por teléfono, nos escuchan». Goering recordó que él había dado unos golpes con los dedos sobre la mesa, que le había hecho una seña a Emmy: «No digas eso, estás loca». Ahora miraba la carpeta negra y pensaba que allí podía estar una grabadora y que esta conversación sería escuchada dos horas después por el Führer. Y entonces sería el fin.

      «Este puede decir cualquier cosa —pensaba Goering de Himmler—. El padre de los provocadores no puede ser una persona honesta. Ya se habrá enterado de mi desgracia de hoy con el Führer. Ha venido para llevar su misión hasta el final.»

      Himmler, a su vez, sabía lo que pensaba el «Nazi número 2». Por eso, lanzando un suspiro, se decidió a ayudarle. Dijo:

      —Usted es el sucesor, por lo tanto, será usted el presidente. Eso me convierte en el canciller del Reich.

      Se daba cuenta de que la nación no lo seguiría como líder de las SS. Necesitaba una cobertura. No había mejor cobertura que Goering.

      Goering contestó también automáticamente.

      —Es imposible. —Tardó un segundo y agregó, muy bajo, calculando que el susurro no podría ser registrado por la grabadora, si estaba oculta en la carpeta negra—. Es imposible. Una sola persona debe ser presidente y canciller.

      Himmler sonrió de modo imperceptible, permaneció en silencio durante un rato, después, se levantó con elasticidad, intercambió con Goering el saludo del partido y salió de la biblioteca sigilosamente.

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