piano. La voz lejana del locutor moscovita (por lo visto, un alemán) comenzó a decir las frecuencias en que se transmitía los miércoles y los viernes. Stirlitz anotó las cifras: era una clave para él. Lo había esperado ya durante seis días. Apuntaba las cifras en una columna alineada. Eran muchas, y el locutor, tal vez temiendo que no tuviera tiempo de anotarlas, las leyó nuevamente.
Y otra vez volvieron a escucharse las maravillosas novelas rusas.
Stirlitz sacó del armario un tomito de Montaigne, tradujo las cifras en palabras y las relacionó con el código oculto entre las sabias verdades del grande y sereno pensador francés.
Después de descifrar el radiograma, quemó la hojita llena de cifras y palabras, mezcló la ceniza con la de la chimenea y bebió un poco más de coñac.
«¿Por quién me toman? —pensó—. ¿Por un genio o por el Todopoderoso? Es imposible…»
Le sobraban razones para pensar así. La orden que le habían transmitido a través de la radio moscovita decía:
De Álex a Justas:
De acuerdo con nuestros datos, en Suecia y Suiza fueron vistos altos oficiales del SD y de las SS que trataron de entrar en contacto con agentes de los aliados. En Berna, los hombres del SD trataron de establecer contacto con la gente de Allen Dulles. Debe usted averiguar lo siguiente: qué significan estos esfuerzos, 1) una desinformación, 2) una iniciativa personal de los altos jefes del SD, 3) el cumplimiento de una misión del Centro.
En el caso de que estos funcionarios del SD y de las SS estén cumpliendo una misión de Berlín, es necesario aclarar quién les encomendó esta misión. Más concretamente: quién, de entre los dirigentes máximos del Reich, busca contactos con Occidente.
ÁLEX
«Justas» era el nombre en clave del Standartenführer Stirlitz, conocido en Moscú como el coronel Maxim Maximóvich Isaiev estrictamente por los tres jefes de la seguridad del Kremlin.
Seis días antes de que Stirlitz recibiera este mensaje cifrado, Stalin había leído los últimos informes de los agentes soviéticos. Llamó a su dacha al jefe de la inteligencia y le dijo:
—Solamente los principiantes en política pueden considerar que Alemania está definitivamente agotada y que, por lo tanto, no es peligrosa. Alemania es un resorte contraído hasta el límite que debe y solo puede ser vencida aplicando por ambos lados esfuerzos igual de poderosos. En caso contrario, si la presión por un lado se convierte en apoyo, el resorte, al liberarse, puede asestar un golpe en dirección contraria. Será un golpe fuerte: primero, porque el fanatismo de los hitlerianos continúa siendo enorme; y segundo, porque el potencial militar de Alemania está lejos de agotarse. Por esta razón, todos los esfuerzos de un acuerdo entre los fascistas con los posibles antisoviéticos de Occidente deben ser analizados por usted como tarea número uno. Naturalmente —continuó Stalin—, debe usted darse cuenta de que las figuras principales en estas posibles negociaciones por separado serán, lo más probable, los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en el objetivo de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano, que está al borde de la derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No solo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intención o sin ella.
En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y enseguida los ladridos de los cañones. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea, observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.
«Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre. Expiraré, por así decirlo, en paz…»
Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después, cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas allí que la botella era un recipiente raro, lleno de protuberancias como ánforas antiguas, pero blanco y rojo. Stirlitz encargaba especialmente velas de colores a sus amigos que viajaban a España; luego, les regalaba estas extraordinarias botellas de cera.
Se oyeron cerca dos fuertes estampidos continuos.
«Bombas de explosión —determinó—. Buenas bombas. Los muchachos bombardean bien. Pero que muy bien. Sería terrible que me mataran en los últimos días. Los nuestros no encontrarían ni las huellas. Por regla general, es lamentable morirse en el anonimato. Sashenka —vio de pronto la cama de su mujer—. Sashenka y mi pequeño Sasha.1 Ahora no puedo morirme. Hay que salir vivo a toda costa. Es más fácil vivir solo, porque no es tan terrible morir. Y después de ver a mi hijo, es monstruoso morir. Los idiotas escriben en sus novelas: “murió tranquilo en los brazos de sus seres queridos”. Nada hay más horrendo que morir en brazos de los hijos, verlos por última vez, sentirlos cerca y saber que uno se va para siempre, que es el final y la oscuridad, y desgracia para ellos.»
Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, según su manera habitual, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supercherías, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viéndolo arrastrar al ruso a la disputa.
«Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie.»
—Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg—, entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero, ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…
—¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.
«Debió de terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar; es ahí donde se ve al contraagente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar.»
—¿Y si el físico o el matemático se ponen el amuleto, pero no lo dicen? —preguntó Schellenberg—. ¿O rechaza usted esa posibilidad?
—Sería ingenuo rechazarla. La categoría de posibilidad es la paráfrasis de la noción de perspectiva.
«Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe. Preguntar, por ejemplo: ¿no está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado.»
—¿Entonces es probable que el amuleto entre también en la categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra?—sonrió Schellenberg.
Stirlitz acudió en su ayuda.
—La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé lo que hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…
«¿Has entendido, hermanito?», preguntaban los ojos de Stirlitz y, al ver cómo se tensaban