la inacción total, es una traición a los feligreses y a sí mismo. El hombre puede perdonarse su propia falta de acción, pero la posteridad, jamás. Por eso no puedo perdonarme mi inacción. Es peor que la traición. Me voy. Justifíquese si puede. Que Dios le ayude». ¿Qué tal está? ¿Bien?
—Magnífico. Dígame, ¿alguna vez juega usted a sí mismo?
—Naturalmente. Llevo una vida de miles de años, pues trabajando con uno u otro hombre, juego a mí mismo; no al que está sentado ante usted, sino a uno distinto, desconocido para mí mismo, sorpresivo, guapo, valiente, fuerte.
—¿Nunca ha intentado escribir?
—No. Si pudiera, tal vez me habría convertido… —Klaus calló de pronto y miró furtivamente a Stirlitz.
—Continúe, muchacho. Hablamos con sinceridad, ¿no es cierto? ¿Ha querido usted decir que si supiera escribir tal vez empezaría a trabajar para nosotros?
—Algo por el estilo.
—No por el estilo —rectificó Stirlitz—, sino precisamente eso.
¿No es así?
—Sí.
—¡Muy bien! ¿Qué sentido tiene mentirme? No tiene sentido alguno. Tome su güisqui y vayámonos. Ya ha oscurecido y creo que pronto empezarán los bombardeos.
—¿Está lejos la casa?
—En el bosque, a 10 kilómetros. Allí hay tranquilidad; dormirá hasta manana.
Ya en el automóvil, Stirlitz preguntó:
—¿Dijo algo sobre el excanciller Brüning?
—Lo puse en mi informe. —Enseguida se encerró en sí mismo—. Temí apretar demasiado…
—Actuó bien. ¿Tampoco habló de Suiza?
—Tampoco.
—Bien. Lo abordaremos por otro lado. Lo importante es que estuviera de acuerdo en ayudar a un comunista. ¡Vaya un pastor! Stirlitz mató a Klaus de un tiro en la sien. No le dijo —como suele ocurrir en las películas— por qué lo mataba ni en nombre de quién. Estaban en la orilla del lago cuando la aviación aliada comenzó el bombardeo. Era una zona prohibida, pero Stirlitz sabía exactamente que el puesto de guardia más cercano se encontraba a dos kilómetros. Durante el bombardeo no se oyó el golpe seco del disparo de pistola. Calculó que Klaus caería directamente al agua desde una plataforma de hormigón donde antes se pescaba, y que no quedarían huellas de sangre en el lugar. De todos modos, esto no era importante: por la noche llovía y nevaba. De aquí que no fuese comprometido el hecho de que, de momento, quedara algo de sangre.
Klaus cayó al agua como un saco. Stirlitz arrojó la pistola al lugar donde había caído el cuerpo. La versión del suicidio por agotamiento nervioso había sido elaborada de modo convincente (las cartas fueron escritas por el mismo Klaus). Luego se quitó los guantes y se dirigió a su automóvil a través del bosque. Estaba a 40 kilómetros de Am Dorf. Allí vivía el pastor Schlag. Stirlitz calculó que estaría en su casa dentro de una hora. Lo había previsto todo, incluyendo la posibilidad de la coartada del tiempo.
Del Centro a Justas:
¿Sabe algo de los contactos nazis con los diplomáticos occidentales en Estocolmo? Si lo sabe, ¿de qué se trata? ¿Qué puede decirnos de Kleist, colaborador de Ribbentrop?
De Justas al Centro:
En mi opinión, por ahora son imposibles los contactos serios de los nazis con Occidente. Según orden de Hitler, el Reichsführer SS Himmler declaró que castigaría con la pena de muerte a todos los traidores que trataran de establecer contacto con los aliados. El doctor Kleist es un confidente de la Gestapo en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Como se ha podido averiguar, en el pasado no tuvo ninguna relación seria con Occidente. Su misión en Estocolmo estaba relacionada con problemas de protocolo y, de acuerdo con mis datos, no se le ha ordenado establecer relaciones con los aliados.
JUSTAS
Ernst Kaltenbrunner, jefe del Servicio de Seguridad del Reich (SD), hablaba con fuerte acento vienés, que él sabía que irritaba al Führer y a Himmler. Por ello, durante algún tiempo recibió clases de un prestigioso fonetista para hablar en genuino Hochdeutsch,5 pero sin éxito: amaba Viena, respiraba a través de Viena y no lograba imponerse hablar en Hochdeutsch ni una hora al día para sustituir su dialecto vienés, alegre, aunque, en verdad, algo vulgar. Últimamente, Kaltenbrunner había dejado de imitar a los alemanes y hablaba con todos del modo en que debía hablar: en vienés. Con los subordinados ni siquiera hablaba el vienés, sino un dialecto de Innsbruck. Los austriacos de las montañas hablaban de una manera totalmente distinta y a veces le gustaba a Kaltenbrunner desconcertar a sus colaboradores, quienes tenían que preguntar el significado de una palabra incomprensible para ellos y se sentían extremadamente confusos, desorientados.
—No Siblitz, sino Stirlitz —rio, al teléfono, Kaltenbrunner—. En nuestro personal no hay ningún Siblitz, y sus agentes no me interesan. Sí, por favor, y, a ser posible, rápido. Gracias. Lo espero.
Miró al Obergruppenführer SS Müller, jefe de la Gestapo, y dijo:
—No quisiera despertar en usted quimeras de sospecha en relación con unos compañeros de partido y lucha común, pero los hechos dicen lo siguiente. Primero: Stirlitz, aunque de manera indirecta, tiene algo que ver con el fracaso de la operación en Cracovia. Estaba allí, pero la ciudad, por una extraña conjunción de circunstancias, quedó intacta, cuando debió volar por los aires. Segundo: investigaba la desaparición de una V-2, pero no la encontró; lo cierto es que desapareció, y ruego a Dios que se haya hundido en los pantanos del Vístula… Tercero: también ahora se ocupa de varios problemas relacionados con el Arma de la Venganza, y aunque de momento no se puede hablar de fracasos, tampoco vemos éxitos, ni avances, ni victorias evidentes. Ocuparse de los problemas no solo significa detener a los descontentos. También significa ayudar a los que razonan con precisión y con visión de futuro. Cuarto: el transmisor portátil que, a juzgar por la clave, trabajaba para el servicio de espionaje estratégico de los bolcheviques, y del que se ocupaba Stirlitz, sigue funcionando en los alrededores de Berlín. Me sentiría feliz, Müller, si usted, de inmediato, sin esperar a que nos traigan sus papeles, pudiera refutar mis sospechas. Simpatizo con Stirlitz, y me gustaría que usted desmintiera con pruebas documentales estas sospechas que han surgido en mí de improviso.
Müller había trabajado toda la noche, le zumbaba la cabeza, y respondió sin sus toscas bromas habituales.
—Nunca he recibido información negativa sobre él. En nuestro trabajo nadie está a salvo de errores y fracasos.
—¿Debo con ello interpretar que estoy en un terrible error?
En la pregunta de Kaltenbrunner había acentos duros, que Müller, a pesar del cansancio, supo captar.
—Bueno… —replicó, titubeando—: Cuando aparece una sospecha debe analizarse en profundidad; si no, ¿para qué sirve el departamento? Podrían considerarnos unos vagos que simplemente quieren evadir el frente. ¿Tiene algunos hechos más? —preguntó Müller.
Kaltenbrunner tosía y se tapaba la boca con la mano. El tabaco le hizo toser durante largo rato, su cara se tornó azul, y las venas del cuello se le hincharon y amorataron.
—No sé qué decirle… —dijo, secándose las lágrimas—. Pedí que se grabaran sus conversaciones con mi gente durante varios días. Los que gozan de mi plena confianza hablan abiertamente sobre lo trágico de la situación, critican la estupidez de nuestros militares, el cretinismo de Ribbentrop, llaman idiota a Goering y maldicen la terrible suerte que nos espera a todos si los rusos entran en Berlín… En cambio, Stirlitz responde: «Tonterías, todo va bien, la situación es normal». El amor a la patria y al Führer no consiste en mentir a los compañeros de trabajo. Me pregunto si no será un idiota. Tenemos