Ilsa Barea-Kulcsar

Telefónica


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la atención el «Doña» y la mueca del viejo, sobre todo porque mientras tanto a ella, Anita, le sonreía y la llamaba «camarada». Así que se sentó y sonrió a Pepe con tanta cordialidad y naturalidad que él decidió que se trataba de una mujer simpática y buena: ¿Cómo voy a entretenerla mientras esa otra, Pepita, está con Agustín haciéndole pasar las de Caín?

      Se acordó del agujero que había hecho la granada de mortero en el octavo piso; a lo mejor ella no había visto nada así. Se levantó, dijo algunas palabras muy alto, como a una sorda, hizo señas con la mano, se rio y al final la agarró de la mano. Ella también se rio, comprendió la palabra granada gracias al francés y se dejó guiar por ese primer español amable que le había traído el día. Olvidó su contrariedad por no haber podido hablar con Sánchez de inmediato y que una de esas españolas le pondría mala cara cuando volviera a su despacho. Una mujer con ese hombre tan severo..., qué lástima.

      Pepe llevó a Anita a una habitación oscura con los cristales de las ventanas rotos, húmeda y fría. Él le volvió a coger la mano y se la puso en el lugar en que el marco de la ventana y el muro de ladrillos estaban dañados. Encendió por un momento su linterna con mucho cuidado pegándola al suelo para enseñarle los restos de ladrillo y de metralla.

      —Esta tarde —dijo. Ella le entendió, había visto el despacho, levantó un trozo de acero y pasó el dedo por las muescas.

      —No hombres —dijo en tono de constatación—. No muertos, bien. —Pepe estaba muy satisfecho. Esa mujer mostraba un interés razonable, imparcial, sin exageraciones. Después de que ella dijera «gracias» esmerándose en la pronunciación, ambos volvieron a la antesala como buenos amigos y allí tuvieron una conversación muy animada. Pepe empezó a explicarle que la mujer de ahí «no era buena», pero que el comandante era «muy bueno». Anita quería saber qué era él, pero no consiguió entender cuál había sido su profesión en la vida civil. Obrero, obrero cualificado, eso estaba claro. De la UGT, por la insignia. Un viejo sindicalista, como los buenos amigos de su país. No le resultaba extraño. Le estaba tan agradecida que se concentró en intentar que él percibiera algo de su personalidad en las frases españolas entrecortadas y ridículamente erróneas que pronunció, así como con sus gestos. No supo la impresión tan grande que le causó y de qué forma tan incondicional la aceptó el viejo obrero español.

      Agustín abrió la puerta de golpe y gritó:

      —¡Pepe, una copa de vino!

      Tenía el pelo revuelto y la cara temblorosa. Anita tuvo la desagradable sensación de que allí dentro se había desarrollado una de esas escenas de amor que afean a los protagonistas. Lo lamentó profundamente. Hubiera preferido no ver así a ese hombre. Para poder irse sin llamar la atención, guardó absoluto silencio y confió en la penumbra y el despiste del comandante.

      Pero había entendido todo mal. Agustín estaba desesperado y asqueado y precisamente quería impedir que su mujer diera rienda suelta a sus sentimientos y volviera a insinuarse tan abiertamente. Buscó una excusa y abrió la puerta para llamar a un tercero, a Pepe, como testigo ecuánime. Vino ya tenía en su armario. Cuando vio a Anita sentada en una esquina sintió que le redimían. Eso ya no era una excusa, era realmente una necesidad objetiva. Tenía que hablar con esa alemana, la había llamado él. Era tan tranquila y clara que incluso Pepa tendría que interrumpir su escena. Así que Agustín se acercó a Anita con la mano extendida:

      —Naturalmente, camarada, ¿por qué no ha entrado antes? Pepe, qué burro eres, ¿por qué has hecho esperar fuera a la camarada?

      Anita se levantó. Había perdido cualquier gusto por esa conversación.

      —De todos modos, ya me iba. Tiene usted visita.

      —No, no, solo es mi mujer. La estaba esperando a usted.

      Claro que no había pensado en la extranjera durante la última hora, pero en ese momento se le antojaba que realmente la había estado esperando como si representara un saludable rato normal de trabajo. El martirizante carrusel de su mujer —dinero, acostarse, celos, dinero, celos, acostarse, tontería, dinero— había acabado. No notó el retraimiento de Anita, estaba tan ansioso que ella no tuvo más remedio que seguirle.

      Ahora estaba en la habitación y veía la luz difusa que iluminaba a una mujer pequeña, flaca y oscura con una nariz recta, una boca muy fina y las comisuras de los labios hacia abajo. Estaba claro que formaba parte de las del quinto piso, pero parecía más tonta y mucho menos guapa que el pérfido pavo real de antes. ¿Y esa era la mujer de ese hombre? Lástima, qué lástima. Anita se volvió hacia Agustín con una mirada tan interrogante y sinceramente afligida que a él le hubiera encantado decir en voz alta: Sí, por desgracia es efectivamente mi mujer.

      Pepita preguntó con su voz desmesurada, que sonaba tan áspera como tajante:

      —Bueno, ¿así que recibes a una mujer?

      Agustín no le respondió, sino que presentó a ambas en francés (Pepa solo entendió el gesto de la mano) y dijo a su esposa con brusquedad:

      —Es la nueva censora. Tenemos que hablar de asuntos serios, no me molestes; y compórtate.

      —¿Me tengo que ir para que te puedas quedar solo con ella? ¿Es eso lo que quieres decir con no molestar? Como si fuera idiota. Además, Agustín, esta mujer es peligrosa para ti.

      Pepa había notado con qué amabilidad había acompañado su marido a la extranjera; oyó un nuevo tono en su voz desconocido para ella... eso solo podía significar una cosa.

      Él volvió a no responder, pero la miró con ojos duros e inexpresivos. La alemana, la camarada Anita, quizá entendiera más español del que decía.

      Pero Anita ya estaba insistiendo:

      —Mañana hablamos, comandante, hoy no tiene usted tiempo. Además, estoy cansada.

      No quería seguir contemplando esa expresión triste y enfadada en la mirada del hombre y los celos ansiosos y amargados de la mujer. Quería pensar en el trabajo y en la lucha, era más limpio.

      Pero Agustín creía que tenía que hablar con Anita ese mismo día, porque si no se iba a perder algo importante.

      —No, no sabemos si habrá tiempo mañana, ¿sabes? —Ni siquiera se dio cuenta de que se había pasado al tú—. Mañana se esperan grandes ataques aéreos y avances en todos los frentes. Va a ser un día terrible. Tal vez tengas que trabajar en la censura todo el día y toda la noche porque pareces ser la única que de verdad habla inglés. Pero te va a resultar difícil no hacer tonterías. Eres demasiado amable con los periodistas y te crees todo lo que te dicen, eso se ve. Quiero que me describas ahora mismo con toda exactitud tus primeras impresiones sobre ellos y que me expliques además en qué principios te basas para censurar.

      Mientras hablaba, pensó en la posibilidad de que esa mujer fuera una espía, pero solo lo pensó como una posibilidad teórica, sin tener ninguna sensación de realidad. Por detrás de lo que decía y de lo que pensaba se cruzaron en su conciencia la sorpresa de desear poder confiar en esa extraña y una expectativa risueña.

      Esa sorpresa, ese deseo y esa expectativa lo dominaron durante las dos horas completas que duró la intensa conversación. Los dos, tanto Anita como él, habían superado el límite del cansancio y estaban más que despiertos. Ambos se esforzaron en exponer sus ideales con respecto a la prensa, la propaganda, la agitación y el espionaje. No se dieron cuenta de la frecuencia con la que utilizaban las mismas expresiones para conceptos distintos, sino que por el contrario estaban sorprendidos de la frecuencia con la que decían lo mismo. Cuando esto ocurría, el que estaba hablando se interrumpía y miraba con afecto al otro. En varias ocasiones estuvieron discutiendo hasta la saciedad sobre un punto concreto hasta que al final resultaba tratarse de un malentendido entre ambos. Y una y otra vez pensaba uno del otro: ¿Cómo es posible que hayamos sentido el mismo miedo, la misma pregunta, el mismo entusiasmo?

      Los dos tenían en el fondo una sensación idéntica que era difícil de explicar, y no se trataba del pensamiento. Pero como cada uno de