Josephine Tey

El caso de Betty Kane


Скачать книгу

le pudiera procurar una jornada de caza o llegar con un empate al hoyo dieciséis.

      ¿De qué se trataba entonces?

      ¿A qué se debía ese pensamiento recurrente, ese: «Esto es todo lo que tendrás»?

      Quizá se debía, pensó mientras mantenía la mirada fija sobre el platillo azul donde habían estado las galletas, a que aquel viejo deseo suyo de infancia de conseguir algo-maravilloso-algún-día había logrado sobrevivir silenciosamente a lo largo de los años en el adulto que era, y tan solo ahora, después de haber cumplido los cuarenta, se manifestaba de forma consciente, como el llanto deliberado de un niño que quiere llamar la atención de sus padres.

      Lo cierto es que Robert Blair siempre había deseado que su vida discurriese por el camino marcado hasta el fin de sus días. Desde que iba a la escuela supo con certeza que entraría a trabajar en la firma y que algún día sucedería a su padre. Siendo niño, observaba con una especie de piedad exenta de maldad a los muchachos y compañeros de escuela que, al contrario que él, carecían de la perspectiva de una buena colocación en el futuro, de un Milford repleto de amigos y buenos recuerdos a la vuelta de la esquina, y que nunca serían partícipes de esa raigambre típicamente británica que a él le estaba reservada gracias a Blair, Hayward y Bennet.

      En la actualidad no había ningún Hayward en el bufete —ni lo había habido desde el año 1843—, por lo que un joven retoño de la rama de los Bennet ocupaba actualmente el despacho del fondo del pasillo. Y «ocupar» era en efecto la palabra indicada, ya que por regla general resultaba altamente improbable que aquel joven sacara partido a su tiempo desempeñando alguna actividad provechosa para la firma. Su principal interés en la vida era escribir poemas de tan prístina originalidad que tan solo ese joven Nevil —así se llamaba— los entendía. Robert aborrecía sus versos, aunque disculpaba su ociosidad ya que, cuando él mismo había ocupado ese despacho, solía pasarse las horas lanzando una pelotita de golf contra el sillón de cuero que había en la habitación con su palo del número 6.

      La luz del sol siguió deslizándose sobre el escritorio hasta dejar atrás el platillo y Robert decidió que había llegado la hora de irse. Si se marchaba ahora aún podría pasear por la calle High antes de que la acera del lado este quedase envuelta en las sombras que anuncian el declinar del día. Además, caminar por Milford seguía siendo una de esas cosas que sin duda lo complacían. No es que Milford fuera lo que se dice un lugar de interés turístico. Sus calles eran casi una réplica de las de cualquier otro pueblo al sur de Trent. Sin embargo, sin pretenderlo simbolizaban todo lo bueno capaz de definir la vida británica a lo largo de los últimos trescientos años. Desde la antigua vivienda que alberga las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, construida durante los últimos años del reinado de Carlos II, la calle High descendía por una suave loma salpicada de edificios de ladrillo georgiano, construcciones isabelinas de madera y yeso, de piedra victoriana y de estuco estilo Regencia, hasta llegar a su fin en una zona en la que se alzaban, tras altas hileras de olmos, varias mansiones eduardianas. Entre los rosas, los blancos y marrones, llamaba de cuando en cuando la atención, con el atrevimiento propio del advenedizo que se presenta en una fiesta inadecuadamente vestido, alguna fachada cuya puerta de entrada había sido pintada de color negro. En cualquier caso, los buenos modales del resto de edificios pronto conseguían restarle importancia al exabrupto. Incluso los variopintos negocios repartidos por sus calles habían tratado a Milford con indulgencia. Cierto es que los tonos escarlatas y dorados del Bazar Americano relucían ostentosamente en el extremo sur, ofendiendo a diario el sentido del buen gusto de la señorita Truelove, quien, con el apoyo económico de su hermana y una reputación digna de Ana Bolena, regentaba la tetería sita en el noble edificio isabelino que se alza justo enfrente. Por otro lado, el Banco Westminister, con una humildad difícil de encontrar desde los tiempos de la usura, había conseguido adaptar el Weavers Hall a sus necesidades sin hacer uso de mármol alguno. Y los Soles, químicos mayoristas, habían mantenido intacta la fachada delantera de la vieja residencia de los Wilson después de su adquisición.

      Era una calle bonita, alegre y ajetreada, salpicada de tilos que se alzaban noblemente desde el pavimento, algo que Robert Blair personalmente adoraba.

      Se disponía a levantarse cuando sonó su teléfono. En otros lugares del mundo, es bien sabido, los teléfonos son atendidos previamente en el exterior de los despachos por secretarias que responden al aparato, preguntan cuál es el motivo de la llamada y hacen esperar al interesado antes de ponerlo en contacto con la persona con quien quiere hablar. Pero no en Milford; nada semejante habría sido tolerado allí. En Milford, si alguien llama por teléfono a John Smith espera que sea John Smith en persona quien responda al aparato. De modo que cuando el teléfono sonó esa tarde de primavera en las oficinas de Blair, Hayward y Bennet, lo hizo sobre el mismo escritorio de caoba con remates de latón de Robert.

      Años más tarde, Robert seguiría preguntándose qué habría ocurrido de haber sonado el teléfono tan solo un minuto después. Un minuto —sesenta estériles segundos— le habría bastado para recoger su abrigo del perchero, asomar la cabeza en el despacho del otro lado del pasillo para decirle al señor Heseltine que daba por concluida su jornada, salir a la calle y, bajo los ya débiles rayos del sol, comenzar su paseo de camino a casa. El señor Heseltine habría respondido la llamada telefónica y habría informado a la mujer de que el señor Blair ya se había ido. Ella habría llamado a otro y todo lo ocurrido tan solo tendría para él un interés puramente académico.

      Pero el teléfono sonó justo a tiempo y Robert solo tuvo que extender el brazo y descolgar el auricular.

      —¿Está el señor Blair? —preguntó una voz de mujer. Era una voz de contralto que en circunstancias normales a buen seguro era capaz de transmitir confianza y seguridad en sí misma, pensó él, pero que en ese preciso instante le pareció jadeante y apresurada—. ¡Oh, cuánto me alegra haberle localizado! Me llamo Sharpe, Marion Sharpe. Vivo con mi madre en La Hacienda. El caserón de la carretera de Larborough. Sin duda sabrá cuál es.

      —Así es —dijo Blair.

      Conocía de vista a Marion Sharpe, del mismo modo que conocía a todo el mundo en Milford y en el distrito. Era una mujer alta y delgada, de tez morena y unos cuarenta años, cuya costumbre de llevar pañuelos de seda de vivos colores le daba cierto aire de gitana. Conducía un desvencijado y viejo coche con el que iba a la compra todas las mañanas en compañía de su anciana madre, de aspecto delicado y blancos cabellos. Esta siempre viajaba sentada en el asiento trasero, en pose muy erguida y en cierto modo incongruente con su medio de transporte, y daba la sensación de obligarse a sí misma a permanecer en silencio, como si pretendiese reprimir algún tipo de protesta u objeción que supiera inútil. Vista de perfil, la anciana señora Sharpe recordaba a la mujer que Whistler retrató como su madre en su famoso cuadro. Y cuando se giraba y era posible ver de frente su rostro pálido, frío y enérgico, rematado por dos ojos de gaviota, se parecía más a una sibila. Una mujer vieja y desagradable.

      —Usted no me conoce —prosiguió la voz—, pero yo sí. Le veo a menudo en Milford y siempre me ha parecido un hombre amable. Necesito un abogado. Quiero decir que lo necesito ahora, en este mismo instante. El único que conocemos trabaja en Londres, en un bufete londinense, quiero decir, y de todas formas ya no trabaja para nosotras. Nos representaron temporalmente con motivo de una herencia. Pero ahora estoy en apuros y necesito asesoramiento legal. Me he acordado de usted y pensé que podría…

      —Si se tratase de su coche… —comenzó Robert.

      En Milford la palabra «apuros» solía significar dos cosas: una orden de pago de una pensión alimenticia o una multa de tráfico. Puesto que el caso tenía como implicada a Marion Sharpe, posiblemente se trataría de lo segundo. Aunque no suponía una gran diferencia, pues en ninguno de los casos Blair, Hayward y Bennet estarían interesados en hacerse cargo. Sin duda se lo pasarían a Carley, el brillante muchacho del final de la calle, que disfrutaba trabajando en los juzgados y había probado en más de una ocasión que era más que capaz de sacar de los infiernos bajo fianza al mismo diablo. «¡Sacarlo bajo fianza!», había dicho alguien una noche en el Rose & Crown, «¡Sería capaz de hacernos firmar a todos con tal de conseguir liberar al Viejo Pecador!».

      —Si