para dejar paso a tres cansados jamelgos que regresaban cargados con dos niños gordezuelos y un mozo después de su paseo vespertino («¿Ves a lo que me refiero?», oyó decir a Stanley) y giró en dirección a la calle High.
A medida que uno avanzaba por el extremo sur de la calle High podía observar que cada vez había menos tiendas y más viviendas con pequeños escalones que terminaban directamente en la acera. Más adelante las casas se alzaban a unos metros del pavimento y tenían pórticos de entrada de mayores dimensiones. Después, suntuosas villas con árboles en sus jardines y, finalmente, prados y campo abierto.
Era una región agrícola, una tierra de interminables campos cercados en los que había pocas casas. Una tierra rica pero solitaria en la que uno podía viajar durante kilómetros sin encontrarse a un solo ser humano; una tierra apacible, tranquila y que había permanecido inalterable desde la guerra de las Dos Rosas.3 Parcelas y cercados se sucedían unos tras otros y la línea del cielo permanecía inalterable hasta donde alcanzaba la vista. Y el único indicador capaz de revelar al viajero el siglo en que se encontraba eran los postes de telégrafo que se alzaban por doquier.
A lo lejos, más allá del horizonte estaba Larborough. Hablar de Larborough era sinónimo de bicicletas, armas cortas, tachuelas de estaño y salsa de arándanos Cowan. Pero sobre todo significaba hablar del millón de almas que vivían hacinadas en casas de ladrillo rojo y que de cuando en cuando escapaban de su cautiverio ansiosas por disfrutar brevemente de los dones de la naturaleza. Sin embargo, no había mucho más en Milford que pudiera atraer su atención y cuando Larborough se iba de vacaciones viajaba como un solo hombre hacia el oeste en busca de las montañas y el mar, de modo que las regiones del norte y el este permanecían tan tranquilas y desiertas como lo habían sido en tiempos del Sol Esplendoroso.4 En resumen, Milford era en esencia un lugar aburrido. Y esa maldición era también su salvación.
A dos kilómetros por la carretera de Larborough estaba el caserón conocido como La Hacienda, construido a la vera de la carretera y con una incongruente cabina telefónica en sus inmediaciones. En los últimos tiempos del periodo de Regencia alguien había comprado el prado que todos llamaban La Hacienda y construido en mitad del mismo una gran casa blanca, que después había sido rodeada por un alto y sólido muro de ladrillo con un portón doble de la misma altura, situado frente a la fachada principal. Su perímetro no tenía relación alguna con las fincas colindantes. No había granero ni edificios agrícolas y tampoco puertas laterales que comunicaran la propiedad con los prados adyacentes. Los establos habían sido construidos, según la costumbre de la época, en la parte trasera de la casa, pero también al arropo de los muros. Aquel era un lugar tan olvidado y carente de importancia como un juguete abandonado por un chiquillo hastiado a la vera de un camino. Hasta donde Robert podía recordar, la casa siempre había estado habitada por el mismo anciano. Pero dado que los moradores de La Hacienda tenían entonces por costumbre hacer sus compras en Ham Green, el pueblo más cercano en dirección a Larborough, nunca habían sido vistos en Milford. De forma repentina, sin embargo, Marion Sharpe y su madre hicieron su aparición en el mercado del pueblo y todo el mundo supuso que habían heredado el caserón al morir el viejo.
¿Cuánto tiempo llevaban viviendo allí?, se preguntó Robert. ¿Tres años? ¿Cuatro?
De cualquier manera, no tenía demasiada importancia que personas como ellas no participaran en la vida social de Milford. La anciana señora Warren, sin ir más lejos, la mujer que había comprado la última de las villas que se alzaban bajo los tilos al final de la calle High hacía ya veinticinco años, con la esperanza de que el benéfico aire del interior resultara más propicio para su reumatismo que la brisa marina, aún era conocida por los nativos como «esa dama de Weymouth» (aunque era de Swanage, para ser exactos).
Las Sharpe, en cualquier caso, no parecían interesadas en establecer lazos sociales con la comunidad. Ambas irradiaban un curioso aire de suficiencia, de independencia. Había visto una o dos veces a la hija en el campo de golf, jugando (probablemente como invitada) con el doctor Brothwick. Golpeaba las bolas largas como un hombre y movía sus delgadas y morenas muñecas como un jugador profesional. Y eso era cuanto Robert sabía de ella.
Al detener el coche frente a las altas puertas de hierro, vio que había otros dos automóviles aparcados en las inmediaciones. Con solo una mirada al más cercano —tan discreto, circunspecto y bien vestido iba su conductor, inmóvil en el interior del vehículo— supo a quién pertenecía. ¿En qué otro país de este mundo se toman las fuerzas del orden tantas molestias por resultar educados y discretos?
Al fijarse en el otro coche, el más alejado, vio que era el de Hallam, el inspector local que destacaba por su juego en el campo de golf.
Había tres personas en el coche de policía: el conductor, una mujer de mediana edad en el asiento trasero y, a su lado, lo que parecía ser un niño o una jovencita. El conductor le dedicó a Robert una breve pero atenta mirada de policía y después apartó la vista. En cuanto a los rostros de la parte de atrás, no pudo distinguirlos.
Las altas puertas de hierro estaban cerradas —Robert no recordaba haberlas visto nunca abiertas—, de modo que cuando empujó una de las pesadas hojas lo hizo embargado por la curiosidad. El antiguo forjado de las puertas originales había sido cubierto tiempo atrás, seguramente como fruto de un victoriano deseo de privacidad, por planchas de hierro fundido y el muro era demasiado elevado como para permitir ver algo del interior. De tal modo que, a excepción de su tejado y chimeneas, nunca había visto ni un metro cuadrado de La Hacienda.
Su primer sentimiento fue de total decepción. No era solo su aspecto de venida a menos —aunque resultaba evidente—, sino la absoluta fealdad de aquella casa. O su construcción había comenzado demasiado tarde para compartir la gracia de un periodo elegante o el constructor carecía por completo de talento para la arquitectura. Sin duda había intentado expresarse en el estilo de su tiempo, pero era evidente que uno y otro no hablaban el mismo idioma, por así decirlo. Todo parecía tener pequeños defectos: las ventanas tenían el tamaño equivocado por unos quince centímetros y habían sido dispuestas en el lugar menos adecuado. La puerta de entrada no tenía la anchura correcta y la altura de las escaleras era insuficiente. Y el resultado era que, en lugar de la insulsa alegría propia del periodo en que se construyó, la impresión general que transmitía la casa era de una insólita dureza. Parecía que aquel edificio le dirigiera al visitante una mirada hostil y ambivalente. Al atravesar el patio en dirección a la poco acogedora puerta principal supo a qué le recordaba todo aquello: le hacía pensar en un chucho que se despierta debido a la repentina llegada de un extraño y se incorpora sobre sus patas delanteras, dudando por un instante si atacar o simplemente limitarse a ladrar. Sin duda, tenía la misma expresión de estar a punto de decir: «¿qué demonios haces tú aquí?».
Antes de que pudiera llamar al timbre alguien le abrió la puerta. No era una criada, sino Marion Sharpe en persona.
—Le he visto llegar —dijo, alargando la mano—. No quería que hiciera sonar el timbre porque mi madre se acuesta un rato todas las tardes, y espero sinceramente que podamos liquidar todo este asunto antes de que se despierte. No tiene por qué saber nada al respecto. No sé cómo agradecerle que haya venido.
Robert murmuró algo y se dio cuenta entonces de que sus ojos, que esperaba fueran de un brillante castaño gitano, eran de color gris avellana. Lo condujo hacia el pasillo y, mientras dejaba su sombrero sobre un aparador, se dio cuenta de que la alfombra que cubría el suelo se veía raída y deshilachada.
—Ya está aquí la policía —dijo mientras empujaba una puerta y lo invitaba a pasar a un salón.
A Robert le habría gustado hablar con ella un momento a solas para hacerse una idea más detallada de la situación, pero ya era demasiado tarde para sugerir tal cosa. Y era evidente que ella había querido que así fuera.
Sentado en el borde de una silla estaba Hallam, con aires de cordero degollado. Y junto a la ventana, cómodamente instalado en una silla estilo Hepplewhite, estaba el representante