e intereses del poeta criollo y sus impresores, de los vecinos de las ciudades de Quito y Lima, del vicario general como censor del libro, del virrey saliente como mecenas y héroe de la obra, de los indígenas americanos como personajes y potenciales receptores de esta, entre otros.
Semejante ejercicio de reconstrucción y desciframiento supone asumir –seguimos citando a Ginzburg– el desafío que entraña la distancia cronológica y cultural, la que obliga a indagar en las hipótesis, conocimientos y preconceptos de los actores del proceso, sin perder de vista nuestros propios conocimientos y presupuestos.7 A ello se encaminan, en este libro, las diversas consideraciones que, desde el ámbito del derecho, de la historia, de los estudios literarios y de la filología, intentan reconstruir y aquilatar el proceso contra Oña. A través del diálogo y conjunción de estas y otras disciplinas intentamos infiltrar en las actas procesuales el fragor de la polémica, la efervescencia y el impacto que tuvieron en su momento.
Por otro lado, nuestro estudio busca no solo explorar las condiciones particulares de un caso que arroja luces al problema general de la censura en América colonial, sino que plantear un modo de leer en el cual la lectura se hace, como señaló Valeria Añón, “recreación de escenas de archivo”, vale decir, recreación del ingente universo de “lecturas, tachaduras, escrituras y polémicas”, de las tensiones entre “inscripción, memoria y palabra”, de las disputas por la enunciación y espesa “trama de interpolaciones, supresiones y silencios” que articulan a la mayor parte de nuestros textos coloniales. En el caso del proceso contra Oña, planteamos que la lectura cruzada del poema con su censura y con otros textos y documentos permite dar cuenta de las intersecciones donde confluyen, se condicionan y repelen los horizontes de los diversos actores, a modo de microcosmos de la sociedad virreinal de fines del siglo xvi.
Este modo de leer “recreando escenas de archivo” incrementa el espesor de un texto ya en sí mismo dilatado por las múltiples relaciones intertextuales que establece con la tradición poética que imita y emula. Aunar estas operaciones de lectura permite abordar un texto como Arauco domado desde perspectivas tanto sincrónicas como diacrónicas, vale decir, desde los ricos entramados de la imitatio –que transpone y transforma el legado poético europeo en el Nuevo Mundo– y desde las dinámicas de “tachaduras y polémicas” que marcaron a la escritura y su primera legibilidad. Enlazadas, estas perspectivas se muestran necesarias para dar cuenta de obras que reunieron múltiples y aun dispares funciones sociales. En el caso de Arauco domado, el poema es simultáneamente puerta de entrada del joven poeta Pedro de Oña al parnaso de los ingenios americanos; pieza clave en la empresa de autopromoción de García Hurtado de Mendoza; “libelo infamatorio” que mermaba la reputación de los rebelados vecinos de Quito y Lima; objetivo de los dardos censorios del vicario general y perfecta ocasión para un ajuste de cuentas entre el virrey saliente y el arzobispo Mogrovejo.
Examinar esta particular “escena de archivo” significa, en suma, observar la circulación y el impacto de una obra como la de Oña en los planos político, jurídico, moral y teológico, y al mismo tiempo estimar la dimensión propiamente poética del texto a la luz de los entramados que esos planos revelan.
Durante el siglo xvi la censura de libros fue, en palabras de María José Vega, una forma de “limitar y eliminar el disenso, como un instrumento de control social y de creación de convicciones, y como un medio de acceder a las conciencias de los individuos a través de la intervención en la textualidad”.8 En su origen, el fin primario de la actividad censoria fue la erradicación de la herejía, sin embargo, por extensión, toda forma de disenso motivó el control y la vigilancia de lo impreso. En el caso de los libros de invención y entretenimiento que no versaban sobre asuntos religiosos, tal como señala Vega, su interdicción partía del “reconocimiento explícito de la relevancia de las ficciones para la vida religiosa y política”.9
En América, este supuesto llevó a la conocida prohibición de pasar a Indias “libros de romance, de materias profanas y fábulas”. La primera cédula de 1531, firmada por la reina, fue sucedida por una serie de cédulas similares que justificaban la medida en los siguientes términos:
porque los Indios que supieren leer, dándose a ellos, dexarán los libros de sancta y buena doctrina, y leyendo los de mentirosas historias, deprenderán en ellos malas costumbres y vicios: y demás desto de que sepan que aquellos libros de historias vanas han sido compuestos sin auer passado ansí, podría ser que perdiessen el autoridad y crédito de la Sagrada Escriptura, y otros libros de Doctores, creyendo como gente no arraygada en la fee, que todos nuestros libros eran de una autoridad y manera.10
El control de la importación de obras de ficción hacia el Nuevo Mundo se basaba, por tanto, en la condición religiosa de los indígenas americanos. Como bien observó Juan Carlos Estenssoro, sobre el “indio” caía (en cuanto cristiano nuevo) la misma sospecha que sobre el judío o el morisco converso, “la de traicionar la fe, ceder a la religión a la que tiende por la sangre, convirtiéndose en un excluido o devolviéndolo […] al punto cero de su integración social”.11 La categoría “indio” dilataba, de ese modo, la asimilación de los indígenas a la sociedad cristiana, sin otorgarles nunca el estatuto de plenamente convertidos, perennizando el momento previo a su incorporación.12
Desde el estudio de Irving Leonard, diversos autores han demostrado, sin embargo, que la aplicación de estas restricciones fue muy exigua.13 Apoyado en extensa documentación sobre el comercio de libros entre España y América, Leonard llegó a la conclusión de que grandes cantidades de libros de todos los géneros literarios circularon por el Nuevo Mundo. Según el autor, la legislación que prohibía el envío de géneros fabulosos a Indias fue letra muerta a causa del descuido o de la corrupción de los funcionarios de la corona.14
Al mismo tiempo, otra clase de libros también mereció especial control en lo que refiere a su circulación en América. No se trataba, en este caso, de libros peligrosos para la fe, sino de textos controversiales que tocaban, como señala Pedro Guibovich, “candentes problemas americanos”, obras que referían a aspectos de la conquista, como la justicia de la guerra, los derechos de los conquistadores, la encomienda de los indios, entre otros.15 Hacia este tipo de libros se dirigían, especialmente, las cédulas que prohibían la impresión y venta de textos sobre América sin licencia del Consejo de Indias.16 Como advierte Guibovich, “el propósito era no divulgar, en lo posible, datos sobre cualquier cuestión importante que atañía a los intereses del Imperio Español en América” y también “velar por la quietud interior de las colonias y suprimir los libros que podrían suscitar críticas y discusiones en pro o en contra de los escabrosos problemas americanos”.17
Un ejemplo notable de esto fue la Historia del Perú (1571) de Diego Hernández, llamado el Palentino. Su narración de las rebeliones de los encomenderos en contra de las Leyes Nuevas en el virreinato peruano dio lugar a la protesta de parte de las élites coloniales y a la prohibición de enviar ejemplares a América según cédula real fechada en 1572.18 Algo similar sucedió con Repúblicas del mundo (1575) del fraile agustino Jerónimo Román, obra que el Consejo de Indias propuso a Felipe ii que fuera recogida porque trataba “muchas cosas en deshonor de los primeros conquistadores”.19
La censura a posteriori del Arauco domado buscó instalar la obra de Pedro de Oña en ambos universos de vigilancia. Por un lado, lo que gatilló todo el proceso, es decir, la acusación de los regidores de Quito, se fundamentaba en claras razones políticas, en la línea de la censura de la obra de Diego Hernández. La poetización de la rebelión de las alcabalas en la pluma del criollo resultaba, en efecto, tanto o más controversial que los textos arriba mencionados, con el agravante de que tocaba un capítulo de la historia virreinal todavía muy reciente. Por otro lado, la censura del deán Muñiz añadió a las razones políticas motivos de tipo religioso concordantes con las prevenciones que habían llevado a la prohibición de traer libros fabulosos a Indias. Según Muñiz, la cura milagrosa de Talguén efectuada por Lautaro podría espolear la idolatría de los indígenas que ya “hoy día tiene ciegos a muchos dellos”,20 y la atribución de capacidades proféticas a la araucana Quidora podría parecer “verdad” a los indios y mestizos, gente “de tan flaco entendimiento”