Paula Cucurella

Jacques Derrida y Nicanor Parra


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target="_blank" rel="nofollow" href="#ulink_c24deca6-599c-5ef4-a984-58c587475b5c">2 En L' Université sans condition Derrida extiende esta capacidad crítica a las humanidades en general, pensadas como un espacio de resistencia donde se puede reavivar una tradición crítica. Esto se puede expresar como derecho a decirlo todo (como en literatura) y también a formular las preguntas más acuciantes. “Desde este punto de vista al menos la deconstrucción (no me avergüenza decirlo y tampoco reivindicarlo) tiene un lugar privilegiado dentro de la universidad y las humanidades, como lugar de resistencia irredentista, o de modo análogo, como una especie de principio de desobediencia civil, o de disidencia en nombre de una ley superior y de una justicia del pensar” (Derrida 2001b, 20-21), el tipo de institución universitaria (la universidad sin condición) que podría hospedar esta pasión crítica no existe de facto, pero dados los principios que fundaron la universidad como institución, en vistas a su vocación y la esencia que profesa, la universidad actual debe reclamar esta esencia y preservar este espacio de resistencia crítica a los poderes de apropiación dogmáticos e injustos (Derrida 2001b, 11-14).

       I

      La historia de la relación entre filosofía y literatura precede su encuentro en la filosofía continental del siglo XX. Si la historia de estas relaciones fuese una novela, o una miniserie probablemente tendríamos que recurrir a constantes escenas de celos, envidias, intrigas y secretos respecto a los cuales sólo podríamos especular. Parménides, el primer filósofo racionalista, escribió su “poema” o tratado filosófico usando el hexámetro dactílico, el mismo metro que utilizó Homero, el metro de la épica griega, el metro de los mitos y de la literatura. Platón, escribió diálogos para construir la escena primordial de la filosofía. Su fascinación por la elaboración de escenas e imágenes sensoriales revela una preocupación por la presentación de ideas que excede el simple interés por el concepto o el contenido. Sus diálogos invitan a hacer una experiencia con el texto.

      Cuando la filosofía comienza con los filósofos presocráticos no existía una tradición establecida de escritura en prosa, y por tanto no estaba claro que la forma de conocimiento que comenzaba a perfilarse en ese tiempo como filosofía tuviese que ser escrita en prosa. Algunos de los primeros filósofos escribieron poemas, Xenófanes, por ejemplo, era poeta y también fue considerado un filósofo en la medida en que sus poemas abordaron temas filosóficos. Parménides es otro caso. Entre los estoicos, Crisipo de Solos citó poemas como prueba de sus argumentos, tal como Heidegger en sus trabajos tardíos.

      La manipulación de las formas y del estilo de presentación en filosofía han sido puestas al servicio de la creación de sentido. Kierkegaard escribió utilizando seudónimos, y la claridad de muchos de sus textos es indisociable de sus excesos retóricos. Nietzsche, también utilizó seudónimos, escribió libros completos desde la voz de un personaje, utilizó monólogos dramáticos, y experimentó con poesía. Comprometidos en hacer visible lo invisible, estos filósofos utilizaron todas las herramientas del lenguaje a su disposición. Su preocupación por el estilo y la calidad de su escritura es en parte responsable de la popularidad, sobrevivencia y vigencia de sus ideas.

      La identidad de la filosofía y su desarrollo histórico es indisociable de la literatura, de herramientas de escritura que fueron desarrolladas primordialmente por la literatura, y, sobre todo de la ficción que define a la literatura. Estoy convencida de que el futuro de la filosofía está asociado y depende en gran medida de un elemento “extra filosófico” que podría ser llamado literario, y que facilita su repetición en el tiempo y la efectividad en la comprensión de sus ideas. A menudo la filosofía recibe la justa acusación de no ofrecer ejemplos concretos para facilitar la comprensión de sus conceptos. En el seminario de Rodolphe Gasché esta limitación que enfrenta la filosofía a la hora de las explicaciones era objeto de bromas. Cuando algún estudiante pedía un ejemplo de algún concepto en discusión, Gasché nos contaba la anécdota de Husserl (tal como se la contó Jacques Taminiaux a Gasché) quien respondía con excelente disposición a este tipo de petición, y añadía “por ejemplo, tomemos el caso de un objeto abstracto”.

      Existe una razón respaldando este comportamiento en filosofía: La función de universalización de los conceptos no puede ser cabalmente contenida por ningún ejemplo concreto sin contrariar la universalidad del concepto. La universalidad del concepto que determina su poder explicativo y su capacidad persuasiva, siempre se verá parcialmente refutada por un ejemplo, cualquiera sea éste. La filosofía evita los ejemplos, es cierto, y con razón. No obstante, también existe un nivel de complacencia entre los(as) que trabajamos en esta disciplina en mantenerla como un nicho para iniciados, la que trasluce en la reproducción del jargon, y en la resistencia a establecer discusiones con otras disciplinas. Este tipo de comportamiento y actitud hoy contribuye a la amenaza de la extinción de la filosofía.

      Esta pregunta le da la bienvenida a un problema —o una serie de problemas— que exceden la disciplina literaria. No sería demasiado aventurado defender que toda disciplina se relaciona a sus límites de manera problemática. Mi experiencia particular se reduce a dos disciplinas, la filosofía y la literatura, y mi familiaridad con este problema como algo común a ambas se remonta al año 2015, cuando me mudé del Estado de Nueva York para estudiar Creación Literaria en la Universidad de Texas en El Paso, donde actualmente enseño. Sin ser ingenua, mentiría si negara que entrar a un programa de Creación Literaria no tuvo efectos en la manera en que imaginé mi relación a la escritura. Cuando caí en la cuenta que podía oficialmente incorporar la categoría “creativa” para describir el grupo al que pertenecía mi trabajo, sentí que mi pasaporte de escritora simbólico había sido estampado con un timbre con regalías diplomáticas, entre las cuales podía contar una cierta inmunización de las restricciones tediosas impuesta por las citas, el formarto MLA, y la cuenta creativa que te pasa a veces el tener escribir para poder ser publicada al interior de una disciplina académica.

      Sin duda los escritores y escritoras académicas también deben utilizar la creatividad; algunas buscan un estilo de manera activa, elaboran imágenes, metáforas, y utilizan técnicas “literarias” (no exclusivas a la literatura), y en la medida en que estas escritoras quieren ser leídas también les interesa buscar la elegancia, la claridad y lo atractivo en su escritura; al menos parece razonable imaginar que tal es el caso.

      En mi experiencia, ambos grupos de escritores, creativos y académicos, se relacionan a los márgenes de sus disciplinas de modo problemático, dado el conflicto entre dos tendencias aparentemente conflictivas: por una parte, la voluntad creativa (llamémosla de esta manera) a renovar el campo y a incorporar nuevos textos, nuevas técnicas, nuevas ideas a las disciplinas para las cuales escribimos, y donde pretendemos inscribir nuestro trabajo. Y, por otra parte, la tendencia y voluntad de observar las restricciones, limitaciones y prohibiciones dictadas por estas mismas disciplinas, demarcaciones que tienen en vistas preservar la identidad disciplinar,