Elizabeth Subercaseaux

La patria en sombras


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Don Patricio —así le decía todo el mundo— creó una comisión a través de la cual pudimos verle el rostro a la malignidad, a la infinita crueldad de los militares y enterarnos de la forma como trataron a los presos políticos, cómo los torturaban, los habían tirado al mar amarrados con alambres o sujetos a rieles de tren, a otros los habían dinamitado o enterrado en fosas con cal. ¿Y cuántos eran? Supimos de más de tres mil. ¿Y dónde estaban? No han querido decirlo hasta el día de hoy.

      Hace dos años se me acercó una escritora que andaba investigando todo el periodo para una novela, desde el golpe hasta ahora mismo. Buscaba testimonios. Yo me avine a ayudarla en lo que podía, que era mi propia historia, tu historia de desaparecida, mi búsqueda de tus huesos y la travesía heroica del juez Guzmán, quien recorrió el país de norte a sur preguntando, excavando, abriendo tumbas y armando los esqueletos de los muertos con los huesos que encontraba. El juez que después de casi treinta años encontró tus restos.

      Han pasado tantas cosas. Tú no reconocerías el Chile de hoy, Vali. Vamos en el tercer gobierno democrático después de la dictadura y hasta ahora han sido gobiernos estables y, desde algún punto de vista, exitosos. Donde han fallado, particularmente los dos últimos, ha sido en la justicia. Con el paso de los años, los anhelos creados en torno a que se hiciera justicia se van esfumando. Con la excepción del juez Guzmán y un par de jueces más, todo el Poder Judicial ha defendido a Pinochet; la Concertación ha defendido a Pinochet e incluso amigos nuestros, que estuvieron exiliados, que han visto morir a sus compañeros en manos de la Dina, han defendido a Pinochet. Y a partir de ahí ha comenzado a campear una fuerte corrupción. Cosas que nunca antes vimos en Chile ahora son el pan de cada día. Militares robando, empresarios coludidos para subir los precios, curas católicos abusando de niños, empresas explotando el sur de Chile que han convertido en un cementerio de pinos. Este ya no es el país del cual desapareciste, Vali. Ya no está la dictadura, pero la sombra que nos ha dejado es tan negra y fría como la dictadura misma.

      Hace unas semanas la escritora me envió su novela publicada. La leímos en voz alta con Irene y hemos decidido enterrarla a tus pies.

      El mar fue tu primera tumba y tuvo la generosidad de devolver tus restos. Te hemos traído a un valle tranquilo donde no se escucha más que el viento y el canto de los chercanes, tórtolas y cernícalos. Pusimos una lápida de piedra con tu nombre, Valeria. Irene ha plantado rosas rojas y amarillas a la sombra del peumo que está creciendo en tu sepulcro.

      Ahora tengo dónde venir a verte y, ya que sé dónde está tu cuerpo, puedo vivir en paz, pero nunca me olvidaré de ti, Vali. Nunca.

      Javier

      1

      1973

      La ciudad amaneció envuelta en una neblina espesa. Había en el aire un olor a tormenta. Las pocas personas que andaban por la calle caminaban de prisa. No querían que lo predecible las pillara lejos de sus casas. Todos sabían lo que iba a pasar pero nadie dimensionaba lo que vendría después.

      Desde el comando de telecomunicaciones de Peñalolén, el general se comunicaba con el almirante y el almirante pasaba la información a los otros golpistas.

      —Habla Augusto a Patricio, habla Augusto a Patricio. ¿Me escuchas, Patricio? Cambio. Oye, ¿cómo va el ataque a La Moneda?, porque me tiene muy preocupado.

      —Me han llamado desde La Moneda, Augusto. Flores, el exministro Flores y Puccio han manifestado su intención de salir por la puerta de Morandé 80 para rendirse. Se les ha indicado que deben salir enarbolando un trapo blanco para cesar el fuego. Esto se les ha comunicado al general Brady y al general Arellano. La idea es nada de parlamentar, sino que tomarlos presos inmediatamente.

      —Conforme. Y otra cosa, Patricio, hay que tenerles listo el avión que dice Leigh. Esa gente llega y ahí ¡ni una cosa! Se toman, se suben arriba del avión y parten, viejo. Con gran cantidad de escolta.

      —Augusto, la idea sería tomarlos presos no más por el momento, después se verá si se les da el avión u otra cosa, pero por el momento es tomarlos presos.

      —Pero si los juzgamos, les damos tiempo, pues. Y es motivo para que tengan una herramienta para alegar. Por último, se pueden levantar hasta las pobladas para salvarlos. Creo que lo mejor, consúltalo con Leigh… la opinión mía es que estos caballeros se toman y se mandan a dejar a cualquier parte. Por último en el camino los van tirando abajo, se cae el avión y listo, viejo.

      —Augusto, el Cloro pide una condición decorosa para la entrega de su gente…

      —¡Ninguna condición decorosa! ¡Qué se han imaginado, oye! ¡Lo único que hacemos es respetarles la vida y eso ya es mucho! ¡Que tengan bien clara la cosa, por favor!

      Hacia el mediodía comenzó el bombardeo.

      Los aviones eran Hawker Hunter de la Fuerza Aérea. Plateados y brillantes. Los cohetes eran Sura P3, de ocho centímetros de diámetro. Producían un ruido agudo que parecía un silbido. Un breve lapso de silencio, un par de segundos y venía una explosión. Luego un movimiento como un temblor. Se quebraban los cristales de las ventanas y la ola expansiva abría las puertas.

      El primer cohete destruyó el portón del norte y los techos del piso de abajo, llenando de humo hasta los rincones. El segundo dañó el patio de Los Naranjos y el patio de Los Cañones y quedó un desparramo de piedras. Un tercero estalló en el segundo piso, partiendo una gárgola en dos y tirando al suelo los marcos de puertas y ventanas. El cuarto fue a caer en la fachada del palacio, formando una bola de fuego. Las llamas se alzaron al cielo como pidiendo auxilio. Para rematar el ataque, los aviones dispararon con sus cañones automáticos y, mientras los soldados del general se tomaban el palacio por asalto, en uno de los salones se escuchó el balazo de un fusil y la cabeza del presidente acorralado cayó hacia atrás.

      2

      Juan pensaba. Tal vez debimos habernos quedado en Francia, haber previsto la situación, ser más prudentes, no había ningún apuro para venirse, sobre todo con Inés embarazada, pero ya estaban aquí y tocaba capear el temporal, qué otra cosa. Eso pensaba.

      Había vuelto a Chile el 30 de agosto de 1970, recién casado con una francesa, Inés Watin. Su anhelo era reencontrarse con esta patria que apenas conocía e iniciar aquí una vida sencilla. Aquí era el país isla bañado por las olas de un mar que él, como Pablo Neruda, necesitaba. Aquí vería crecer a sus hijos, en este rincón del fin del mundo donde se comían sopaipillas con pebre y la gente se juntaba a conversar alrededor de un vaso de vino tinto. Aquí podría escribir. Cultivar la amistad.

      Tenía una idea romántica del Chile que había conocido en su niñez. Cuando lo recordaba, estando en París, veía una casa de adobes en la cumbre de una loma, un eucalipto al lado y una bandada de queltehues volando a ras de un potrero poblado de yuyos amarillos. A ese Chile creyó él que regresaba.

      Nada más lejos de la realidad.

      Habían pasado tres años pesadillescos, que empezaron el mismo día en que Salvador Allende asumió el poder. Su familia quedó sumida en la inquietud. ¿Qué va a pasar ahora? ¿Habrá venganzas? ¿Tendremos que salir del país? Se habían comprado entera la campaña del terror. Terror a una dictadura comunista. Terror a un Chile como Cuba. Terror a que el marxismo les quitara todo, partiendo por las propiedades, terminando con la vida.

      Inés no tenía miedo de la Unidad Popular, se declaraba de izquierda, pero la asustaba el antagonismo, ese ambiente polarizado en el que se estaban entronizando los insultos, las descalificaciones y el odio.

      Juan la escuchaba sin hacer comentarios. Su mujer era una idealista cuyo izquierdismo estaba empapado de una vocación de servicio a los pobres. Él, en todo caso, no le veía vuelta a la situación. Las expropiaciones, el discurso violento y usurpador de algunos políticos de izquierda, la manera inaceptable como estaban tirando la cuerda para hacer el “cambio revolucionario”, “la revolución a la chilena”. Todo lo que pasaba en el gobierno de la Unidad Popular le parecía espantoso.

      Juan era un hombre contemplativo que andaba lento mirando al cielo. Sus emociones no estaban puestas