del poeta diplomático Juan Guzmán Cruchaga, había vivido gran parte de su vida en el extranjero, rodeado de intelectuales. Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Benjamín Subercaseaux, Juan Ramón Jiménez, Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, los amigos de su padre, poetas y escritores que hablaban del amor y la muerte, de la esperanza, del tiempo perdido y de ese país aprisionado entre la cordillera de los Andes y el mar del sur.
Juan admiraba todo de su padre: su poesía, su dignidad, su eficiencia, y de él había heredado su amor al reposo, a la amistad profunda, al diálogo.
Las anclas de su vida eran Inés, su hija recién nacida, su familia, los libros, la poesía. Y también su carrera. Se veía a sí mismo como un representante de la sociedad que le encargaba juzgar a sus semejantes, dictar resoluciones justas, actuar con transparencia.
Atrás habían quedado sus tiempos de bohemia en París, esa jauja perpetua viviendo en una pieza, visitando museos, largas noches en los cafés literarios, los libreros de viejos y paseos por las riberas del Sena al despuntar el alba. Su vida de vuelta en Chile había cambiado por completo. Ahora tenía una hija a la cual quería criar en un país sosegado, pero el Chile que estaba viendo, de sosegado, no tenía nada.
Inés había dado a luz en medio de dificultades para conseguir leche, pañales, harina, aceite, azúcar. Había que hacer largas colas para comprar las cosas más indispensables. Hasta el papel confort escaseaba. Bombas en las noches. Atentados. Un día era una torre, al día siguiente una tienda, un banco, un retén de carabineros. Insultos por los diarios. Los programas políticos de la televisión terminaban a garabato limpio. Las calles eran campos de batalla. Ir al centro se había convertido en un peligro. Había que hacer algo; alguien debía ponerle un punto final a la violencia que fomentaban tanto desde la izquierda como desde la derecha. Juan responsabilizaba al gobierno por su incapacidad para contener los extremos y parar los discursos incendiarios. Desde sus tiempos de bohemia en el París de los sesenta, cuando era un estudiante eterno, aprendiz de escritor, había asistido a foros de Jean Paul Sartre, pero él era incapaz de pasiones políticas; escuchaba las arengas del francés con la misma curiosidad con que entraba al museo de Louvre. Y aquí estaba ahora, entre los fuegos de la izquierda y la derecha.
Esa mañana no se despegaron de la radio y cuando vino la primera proclama de la Junta Militar él y su mujer sintieron una oleada de alivio. Juan descorchó una botella de champán. Las tensiones no daban para más. Algo bueno tenía que salir de toda esta pelotera. Mas solo un par de horas después, el alivio se convirtió en estremecimiento. La violenta muerte del presidente en La Moneda. La clausura de las radios. Los bandos militares. Anunciaban listas de personas que debían entregarse. Nadie debía moverse de la casa. Toque de queda. Vehículos militares rondaban por las calles haciendo temblar los vidrios de las ventanas.
—No me gusta el giro que está tomando esta situación, Inés. Este general Pinochet, ¿no es el que reemplazó al general Prats? Me parece terrible que hayan matado al presidente, y dicen que el Palacio de La Moneda está incendiándose, parece que le tiraron bombas. ¿Será verdad que bombardearon La Moneda?
Que hubieran lanzado bombas al palacio de gobierno, que la vieja democracia se viera interrumpida por bandos militares, tanquetas y órdenes perentorias alteraba su espíritu. Juan había crecido entre escritores, su anhelo más profundo había sido ser escritor él mismo y su constelación secreta estaba formada de palabras.
Vino el cuarto comunicado de la junta militar.
—Inés, esto puede tomar un viso terrible.
Permanecieron otro rato escuchando las noticias y, cuando ya no aguantaron más, decidieron apagar la radio.
Juan se sentía en medio de una tormenta de consecuencias impredecibles, y aunque ni él ni su mujer lo mencionaran, también se sentía mal por haber brindado con champán en los momentos en que la vida se escapaba del cuerpo del presidente Allende.
La noche del golpe durmió a saltos. Extrañas sombras poblaron el poco sueño que logró conciliar. Tenía un mal presentimiento.
En aquel momento nunca hubiera imaginado que veinticinco años más tarde él mismo recorrería el país con una grabadora, un cuaderno de apuntes y una pala, en busca de los restos de hombres y mujeres desaparecidos.
3
(1974-1977)
Desayuno, septiembre 1974.
Los primeros rayos del sol arrojaron una luz oblicua en el amplio dormitorio de techos altos y ventanales donde el general dormía con su mujer.
El general había puesto el despertador a las seis de la mañana. Quería hacer sus ejercicios temprano para empezar la jornada de trabajo una hora antes de lo acostumbrado. Septiembre lo ponía de buen genio, lo llenaba de energías positivas, y este septiembre en particular el dieciocho se celebraría en grande. Era su primer año de gobierno, el primer año del nuevo Chile, el primer año de la gesta militar y su pronunciamiento.
—Que no me traigan el desayuno. De ahora en adelante lo voy a tomar en el Diego Portales —le dijo a su mujer— he acordado con el coronel que vamos a reunirnos todas las mañanas a esta misma hora.
Había sido idea del coronel y a él le pareció una buena idea. Se reuniría a diario con su flamante jefe de Inteligencia, a la hora del desayuno, primera cosa en la mañana. Le gustaba eso de saber lo que estaba pasando y lo que iba a pasar antes de que despertara el país. Lo hacía sentirse a caballo de la situación, del resto del gobierno, de su gente, que es como debía sentirse el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas.
—¡Lástima que ya en el primer desayuno tenga que vérmelas con la traición! —le gritó a su mujer desde la ducha. Pero él sabía cómo manejar a su antecesor, conocía a Carlos Prats y hasta fueron amigos.
Se afeitó con cuidado. Se echó colonia de limón en la cara y en el cuello. Se puso el uniforme y partió al encuentro con el coronel.
*
Así galopan los caballos, pensó tamborileando en la mesa con los dedos de su mano derecha. Tacatás tacatás tacatás. Se sentía impaciente. Y la situación le preocupaba. No era para menos. El general Prats no estaba cumpliendo con lo acordado. Antes de ayudarlo a escapar a Argentina —porque se había arrancado, que no le vinieran con cuentos—, él lo ayudó. Claro que lo ayudó. Habían sido amigos, y mal que mal Carlos fue su superior. “Y tú vas a confiar en Prats”, le había dicho su mujer con esa cara de desconfianza, porque ella no confiaba en nadie. Pero él sí, él había confiado en Carlos. Juntos acordaron que se radicaría en Buenos Aires, después seguiría a Europa, pero no le haría olitas. Esa fue la condición que él le puso. Nada de olitas. Y era justamente lo que Carlos estaba haciendo. Le habían llegado rumores de que estaba escribiendo unas memorias en las que contaba una serie de cosas que no debían salir a la luz y una sarta de mentiras que lo involucraban directamente a él. Él le había ordenado al coronel que se hiciera de esas memorias antes de que vieran la luz pública, no iba a permitir que apareciera un libro que introdujera dudas acerca de la legitimidad del pronunciamiento o que esparciera mentiras sobre la forma como se habían organizado antes de tomarse el poder.
—¡Qué hay del coronel! —gritó hacia la puerta entreabierta de su despacho.
El sargento que hacía guardia se asomó.
—Viene saliendo del ascensor, mi general.
—¡Que se apure!
El coronel entró raudo al despacho y se cuadró frente al superior. Su rostro era moreno y cuadrado. De baja estatura, más bien rollizo, la anchura del cuello hacía que pareciera una prolongación de la cabeza. La guerrera apretada le sacaba rollos de carne debajo de la barbilla.
—¿Y? —dijo el general sin levantarse del asiento—. ¿Qué pasa con las memorias?
—Nada todavía, mi general. Estamos viendo la manera de acercarnos a esos escritos, buscando —dijo el coronel.
—¿Buscando? ¡No me venga con vaguedades! Mire, coronel,