Denisse Quezada

Mi 27F


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27F.

      Las “grandes historias”, las “historias fundamentales de la humanidad”, no son las que de manera ostentosa nos hablan de próceres, caudillos, batallas o efemérides de almanaque, son las que nos llevan a las profundidades más esenciales, vitales y trascendentes de aquello que verdaderamente nos hace ser Seres Humanos.

      Tomás Mosciatti

      Una extraña tensión reinaba en las calles de Santiago la madrugada del sábado 27 de febrero de 2010. Eran casi las tres de la mañana y mi pareja y yo habíamos tenido una noche bastante tranquila en el Liguria de Manuel Montt cuando llegamos al departamento que compartíamos en la comuna de Providencia Chile. Al llegar, me contó que tenía que entregar un trabajo muy temprano y se fue, según él, a su consulta. Cansada, me puse el pijama, me lavé los dientes y me acosté. En cosa de segundos escuché un gran rugido desde el fondo de la tierra y una gran sacudida dio inicio al movimiento. Tratando de entender qué sucedía, seguí acostada por algunos segundos, pero el departamento se movía cada vez más rápido. Trataba de sostenerme en pie, pero me sentía como en un tagadá, y no podía conseguir equilibrarme ni por un minuto. Rápidamente me puse las pantuflas para salir a la calle, pero a duras penas logré salir de mi dormitorio.

      Con cero noción del tiempo, después de un rato, que me pareció eterno, logré salir y avanzar al living y luego al comedor para llegar a la puerta. Me costó mucho abrirla, tanto por la incesante oscilación como por mi nerviosismo, pero lo logré y me encontré frente a frente con mi vecina Verónica Bustos, quien trató de tranquilizarme –por favor mantén la calma, Denisse, esto pasará, sólo es un fuerte temblor. Ahora bajemos para estar más seguras−.

      Descendimos por las escaleras como pudimos. Los minutos parecían horas, el movimiento no paraba y se sentía cada vez más fuerte e intenso. De trasfondo, se oían las voces y llantos de los vecinos y uno que otro grito de algunos que habían quedado atrapados dentro de los departamentos. El conserje, nervioso, trataba de encender los generadores, y asistir y contener a los que podía. Casi todos bajaron a la recepción del edificio, con los celulares en la mano tratando infructuosamente de comunicarse con algún familiar. En esos momentos muy pocos tuvieron la suerte de poder hacerlo. Nos mirábamos de reojo, tratando de reconocernos en medio de la penumbra. La mayoría no nos conocíamos, aunque vivíamos hacía años en el mismo lugar.

      Todos estábamos muy asustados y nerviosos. Las réplicas del gran movimiento seguían incesantemente y, aunque sin duda lo que había sucedido era un terremoto de proporciones, no teníamos comunicación ni información de lo sucedido.

      Pasaban las horas y yo seguía en pijama y con las mismas pantuflas con las que había logrado arrancar de mi departamento. En mi ansiedad, sólo quería tomarme un café, pero no había agua, luz ni gas, por lo que, con un par de vecinos, decidimos ir a comprar un café a la bencinera Copec de Pedro de Valdivia con Eliodoro Yáñez, a un par de cuadras de donde vivía. Cuando llegamos estaba cerrada. Ni café, ni bencina, ni cajeros automáticos; no había nada de nada, así que nos devolvimos a nuestro edificio por el mismo camino.

      Ya eran las cinco de la mañana, y el silencio de la calle era estremecedor. De pronto, divisamos a una pareja que se acercaba hacia nosotros caminando por el medio de Eliodoro Yáñez. Cada uno llevaba un bebé en los brazos y estaban muy descontrolados, sobre todo ella. Nos miraron y nos hablaron con desesperación:

      —Se nos vino abajo nuestro departamento, no quedó nada bueno, no sé qué vamos hacer. Alcanzamos a salir y a salvar a nuestros bebés que es lo único que nos importa en estos momentos. Ahora vamos a ver mis padres que viven cerca para saber cómo están porque no logramos comunicarnos con ellos por teléfono. Nos quedaremos ahí hasta que todo esto pase —nos dijo entre sollozos la joven madre, mientras su marido la miraba desconsolado. No sabíamos qué decirles, estábamos tan conmovidos como ellos, tenía mis ojos llenos de lágrimas y apenas me salió la voz de la garganta.

      —Tienes a tus bebés contigo sanos y salvos, dale gracias a Dios que pudieron escapar, lo material se recupera. ¡Fuerza!, cuídense —fue lo único que se me ocurrió decirle mientras la abrazaba y a la vez pensaba en qué vendría después de todo esto.

      “Esto fue un gran terremoto” —pensé, sin imaginar aún la magnitud de la tragedia— Seguimos caminando ignorantes y totalmente desinformados de lo que pasaba en Santiago y descartando que hubiera afectado en algo a otras regiones.

      Al llegar al edificio, nos reunimos todos nuevamente y de pronto mi vecina Verito exclamó: —¡La Flora! —nos quedamos mirando, y sin decir nada pensamos lo mismo “¡Qué mujer más loca, cómo al arrancar no se dio cuenta que dejó a su hija botada!”. Cuando nos vio la cara de horror nos dijo —la Flora es mi tortuga, la iré a buscar y vuelvo-- todos nos pusimos a reír, y logramos alivianar la tensión y relajarnos por un momento.

      Al rato, me llegó un mensaje de texto de mi prima de Chillán, Karina Quezada, que decía —aquí estamos todos bien flaquita ¿Cómo estás tú? ¿Lograste comunicarte con tus papás? ¿Sabes algo de Mathias?— en ese momento me di cuenta que esto no había ocurrido sólo en Santiago y en fracción de segundos el pánico, la angustia, el llanto y el temor se apoderaron de mí.

       Eran aproximadamente las 07:30 de la madrugada y una de mis vecinas, la más viejita del edificio, bajó sin decir una palabra y encendió una pequeña radio a baterías. Todos nos callamos para escuchar atentamente lo que radio Cooperativa y radio Bío Bío, relataban acerca de lo que sucedía en el país en esos momentos. Nuestras caras de impacto y asombro se acrecentaban a medida que nos enterábamos de los escasos detalles que se manejaban a esas alturas. Jamás imaginamos que el terremoto había alcanzado una magnitud de 8.8 grados en la escala de Richter. En esos instantes su alcance y nivel de destrucción eran absolutamente insospechados para nosotros.

      Era mediodía y todos seguíamos sin desconectarnos de las transmisiones de ambas estaciones de radios. Era la única manera de enterarse de la situación. Los teléfonos no funcionaban, así que todos los intentos de llamados y mensajes eran inútiles.

      Pasada la una de la tarde supe que el epicentro había sido en Cobquecura, una localidad muy cercana de donde se encontraba vacacionando mi hijo, padres y hermana. No lo podía creer y me largué a llorar desconsoladamente. Algunos de mis vecinos, al ver mi angustia, me pidieron el número de teléfono de mis padres, e intentaron comunicarse, pero tampoco les funcionó. Sospeché de inmediato que por la magnitud de la que hablaban lo más probable era que se provocara un tsunami, pero las autoridades lo descartaron, por lo que deseché la idea y me tranquilicé un poco.