Marcos Pereda

Periquismo


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único capaz de detener el tiempo en ese preciso instante. Este. Ya. Fue y no es. Será, claro, para siempre.

      En la imagen podemos ver a un joven, apenas un chavalín. Lleva la boca abierta y los ojos fijos en la carretera, en un punto impreciso que está más allá de nuestro alcance. Quizá, sólo quizá, el horizonte. O el futuro, vaya, que es lo mismo cuando tienes esa edad.

      El chico monta en una bicicleta, una Pinarello de tubos redondos y horquilla levemente curva. La cadena va engarzada en el plato grande, posada sobre el piñón más pequeño. Los pedales, paralelos ambos a la carretera. Las ruedas, silencioso milagro de los dioses, permiten ver el reflejo de los radios. Como si un demiurgo juguetón se hubiera propuesto detenerlos cuando más rápido giran. Como si la verdadera estampa pudiera ser contenida en un golpe de luz. Como si estuviera quieto.

      Pero no.

      El mirar, travieso, se fija en el fondo, en el trampantojo que enmarca lo inmarcesible. Y entonces comprende. Porque, en lugar de figuras, cuerpos, volúmenes, hay un todo imposible de aprehender, una mancha de verdes y grises y amarillos que apenas parece paisaje. Por efecto de la velocidad el mundo se vuelve borroso. Por efecto de la leyenda, su rostro sigue definido.

      El cuerpo… el cuerpo va volcado, literalmente, sobre el manillar. El pecho apoyado en la potencia, la cadera elevada unos centímetros del sillín. Te fijas en sus dedos, en esos nudillos que blanquean las morenas manos como si fueran calizas escapándose de la tierra. Coge la cinta con fuerza, sí, pero también con delicadeza, como si bailaran, como si pudiera llevarle aquí y allá y de esa danza dependiera todo su futuro. Como si se jugara la vida en ello.

      El Loco, lo llamarán.

      Le Fou.

      En 1983, el ciclismo español era un moribundo a nivel internacional. De alguna forma se había roto la secreta línea de continuidad que llevaba de Trueba a Fuente y Ocaña, pasando por Berrendero, Ruiz, Loroño, Bahamontes o Jiménez. Una de las tradiciones más ricas de este deporte se quebró con la retirada del conquense y el asturiano, con la decadencia del legendario Kas, con la desaparición, paulatina, de ciclistas hispanos de las carreteras del Tour.

      Evidentemente, hubo excepciones. Un Galdós crepuscular aún contó en las pruebas más importantes de fines de los setenta. O la aparición, a principios de la década siguiente, de ciclistas como Marino Lejarreta, como Alberto Fernández, como aquel Julián Gorospe que a punto estuvo de ganarle la Vuelta a Hinault en la primavera de ese 1983. Pero, en general, todo era un páramo. Un larguísimo túnel del cual Pedro Delgado salió como una centella, con esa heterodoxa postura que hemos descrito antes.

      En los costados de su cuerpo, en el torso, en las piernas, se puede ver el nombre Reynolds. Y una pequeña corona, símbolo de marca, que preside la letra e.

      Reynolds era una empresa navarra que se dedicaba a la fabricación de papel de aluminio, y que llevaba desde 1980 patrocinando un equipo profesional. Pequeño, al principio, creciendo poco a poco. El director era antiguo gregario de Anquetil, tan mal ciclista como inteligente estratega, uno de esos que hacen del silencio una forma de vida hasta que se sacan de la manga una frase tan enigmática que uno no sabe si aclara algo del mutismo o, por el contrario, acaba por enmarañarlo del todo. José Miguel Echavarri había sido pésimo corredor, buen relaciones públicas y albergaba en su interior la ambición de llevar a uno de sus equipos hasta lo más alto. Poco a poco fue creando a su alrededor una plantilla de jóvenes valores, casi todos ellos debutantes en el profesionalismo con el legendario maillot azul y blanco de Reynolds, que habrían de conformar un grupo salvaje en toda regla. Laguía, Delgado, que pasó a profesionales en 1982; Gorospe, Aja, Chozas o Iñaki Gastón. Mucho escalador pequeñito, mucho hombre rápido en metros finales. Quién acabaría siendo grimpeur de leyenda. Quién terminaría por suponer una enorme decepción tras deslumbrar en sus comienzos. Había de todo. Era, en ocasiones, una auténtica jaula de grillos que buscaba pescar en río revuelto y lograr victorias parciales, distinciones menores, premios con los que ir engañando a la necesidad. Hasta aquel 1983.

      ¿Qué se te ha perdido a ti en el Tour?, le preguntaban a José Miguel Echavarri en las vísperas de julio ese año. Si allí no tienes nada que ganar, si no vais a terminar ninguno. Eso es otro mundo, no puedes entenderlo, es una dimensión superior, no llegamos, no nos da, no podemos competir con ellos. Quédate en casa, si vas a Francia lo único que conseguirás es quemar a tus jóvenes, crearles complejo de inferioridad, que acaben aborreciendo la bici.

      Y Echavarri callaba. Sonreía. Silencio.

      ¿Por qué? Si en abril, en la Vuelta, se había podido competir contra todo un Hinault, ¿por qué no acudir al Tour? Vale que el bretón estaba disminuido, pero al final una leyenda es una leyenda. O el propio Alberto Fernández, que había hecho buen papel el año anterior… Entonces, ¿por qué ese temor a la Grande Boucle? No, ellos, el Reynolds, irían al Tour. A terminar, decía Echavarri, a ver si se podía cazar alguna etapa. A algo más, pensaba, viejo zorro.

      Entre aquellos pioneros estaba él. Un chavalín de Segovia, apenas veintitrés años recién cumplidos. Una promesa, con buenas prestaciones en el campo amateur, con prometedoras presencias en la Vuelta a España. Un ciclista sin hacer. Una persona con carácter. Nadie esperaba que se destapase en aquel Tour, en su primer Tour. Pero así son los genios. Inconstantes, sorprendentes. Irreverentes.

      Así sería, de ahí para siempre, Pedro Delgado, a quien todos llamaban Perico.

      Los primeros compases de la carrera no auguran nada bueno. Allí, en Fontenay-sous-Bois, en plena Île-de-France, estaban todos. Los fornidos belgas, los poderosos holandeses, los implacables franceses. Están, también, esos colombianos que iban a debutar en la prueba y sobre cuyas cualidades para la escalada hablan maravillas. La siguiente gran nación de la bicicleta. Sólo ellos estaban más acongojados que los del Reynolds el primer día, camino de Créteil, tras el prólogo que venció Vanderaerden. Cómo serían aquellas velocidades, cómo conseguir un hueco en el pelotón entre tantos codos, entre tanta bestia. Cómo sobrevivir.

      La cosa no puede empezar peor. Algunos corredores del Reynolds, entre ellos Delgado y Arroyo, se despistan en la salida de esa etapa inicial. Tantos periodistas, público, multitudes. De pronto, bocinas, ruido de frenos, cadenas engarzándose. Vamos, vamos, que nos quedamos solos. Y cuando los españoles toman la ruta del Tour, el pelotón corre raudo dos minutos por delante. Si ya os lo decíamos nosotros, qué vais a hacer aquí. Si ni siquiera sabéis moveros en la neutralizada. Id a casa, id. Volved. Al final capturan al grupo. El ridículo, al menos ese, estaba salvado.

      Los primeros días son el caos. Se recorre el norte de Francia, y los debutantes deben pensar que están en mitad de la Gran Guerra, pasando por trincheras, por carreteras sinuosas donde silban los obuses. Hay pavés, polvo, pinchazos. Hay emboscadas, tipos como armarios en cabeza, regueros de minutos goteando poco a poco. Hay todo eso y mucho más. Es el infierno. Qué lejos quedan las montañas cuando estás en Normandía, en el Pas-de-Calais, en la Bretaña. Qué lejos.

      Pero siempre llegan.

      Fue un Tour extraño, marcado por la ausencia del gran dominador de la época, Bernard Hinault. El bretón se había destrozado por completo la rodilla en la Vuelta a España unos meses antes, y su no comparecencia abría un enorme abanico de favoritos entre veteranos como Van Impe o Zoetemelk y jóvenes promesas aún sin madurar como Simon o Fignon. Todo ello depara una carrera rota, absolutamente loca, sin patrón definido, que llega a su primera etapa de montaña con las relaciones de fuerzas por definir.

      Y, allí, el milagro. La imagen. Esa foto fija que comentamos.

      Hablamos de la etapa clásica de los Pirineos, la de los cuatro grandes cols, la que une Pau y Bagnères-de-Luchon por Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. La misma que, en sentido contrario y con algunos kilómetros adicionales, hizo Octave Lapize en un lejano 1910. Aquel día, quien acabará cayendo en combate durante la Primera Guerra Mundial llamó asesinos a los organizadores. En 1983, muchos se acordarían de esas palabras.

      Porque los Pirineos se transforman en un horno, y todo el ciclismo mundial salta por los aires. Los viejos campeones se quedan en sólo «viejos» y la nueva generación no quiere esperar más.