Marcos Pereda

Periquismo


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pero, por qué no… ¿Perico? Imposible. La de 1985 no iba a ser su primera victoria en la Vuelta Ciclista a España. Tendría que esperar.

      Pero algo ocurrió. Como siempre pasa con Delgado. Cuando tiene todo de cara, la situación se vuelve en su contra. Cuando ha perdido cualquier atisbo de esperanza, aparece una luz al final del túnel. Es su magia, eso que le hace distinto y que le convertirá en fenómeno de masas. Es, fue, en este 1985, una de las etapas más memorables, recordadas y polémicas de toda la historia del ciclismo.

      Los hechos, fríos, desapasionados. La jornada amanece umbría, húmeda, con aguanieve en la cima de los altos y niebla, mucha niebla, en los descensos. Bajas temperaturas y lluvia, vaho que se escapa de las bocas de los ciclistas. Condiciones ideales para llamar, en voz bajita, a la épica.

      Lejos, muy lejos de meta, empiezan a pasar cosas. Subiendo la Morcuera Peio Ruiz Cabestany tiene problemas y se descuelga de sus dos grandes rivales. Su rostro se congestiona, su pedalada, hasta ese momento dulce, amenaza con romperse. Será Perico Delgado quien de manera voluntaria se deje caer y ayude a reincorporarse a su compañero. El rol del segoviano ese día parece claro… auxiliar a Peio en lo que necesite y, si puede, aprovechar la falta de vigilancia que le regalan sus seis minutos de desventaja para triunfar en su tierra.

      Porque la etapa termina en las destilerías de la marca DYC, allí donde todo huele a whisky, donde el aire está untoso de alcohol. Qué mejor lugar para que un escocés, Millar, se convierta en el primer corredor británico que gana una Gran Vuelta.

      El siguiente puerto es el de Cotos, que se sube por la vertiente norte antes de descender en dirección a la Comunidad de Madrid. Y allí empiezan a pasar cosas, algunas más extrañas que otras. Por de pronto, la carrera se rompe, los corredores empiezan a repartirse en mil y un grupitos, quedando delante solamente los más fuertes. Además, a unos kilómetros de la cima, Millar pincha. El líder se detiene, cambia de bicicleta, parte a la captura de quienes le preceden. Es una posición complicada, dado que si no logra conectar antes de la cima podría verse en problemas. Así que Millar se exprime, quizá demasiado, y logra cazar unos metros antes de entrar en el llano que separa Cotos de Navacerrada. Él no lo sabe, pero en ese momento el hombre que le va a arrebatar la victoria ya rueda por delante.

      Estará, además, el escocés solo, el único Peugeot en el pequeño pelotón de los ases. La mala suerte se ha cebado con el equipo francés, y Simon, su mejor équipier, también pincha subiendo Cotos. Pero él tiene menos fuerza que su jefe de filas, y no volverá a ver al grupo principal. El mundo parece desmoronarse para los pupilos de un desbordado Roland Berland. Todo se tuerce, aunque de forma sutil, con susurros, como una avalancha que se anuncia con pequeños puñados de polvo apareciendo aquí y allá…

      Porque los acontecimientos se precipitan. Recio, un potente rodador que corre para el Kelme, ataca justo cuando pincha Millar, aprovechando el desconcierto de todos. Y casi arriba de Cotos hace lo propio Pedro Delgado. De forma sorpresiva, evadiéndose, seguramente, de las necesarias labores de apoyo a su líder Cabestany. Quizá tuvo libertad, pero, con todo, es un movimiento anómalo. Que acabará en leyenda, claro.

      Y Perico pronto abre hueco, amparándose en su conocimiento del terreno, que no es otro que las carreteras donde entrena habitualmente. Logra descender Navacerrada fugaz en mitad de un camino ciego, empenachado con nieblas grises que de tan densas parecen poder tocarse. Captura a Recio y a partir de entonces ambos empiezan a entenderse.

      Años después Pedro dirá que no fue así, que Recio se hizo el remolón temiendo que Delgado, mejor escalador, lo dejase en el ascenso definitivo a El León. Que sólo después de mucho hablar llegarían al pacto de jugarse la etapa en los últimos metros. Que, que, que…

      Lo cierto es que cuando Pedro Delgado contacta con Recio, aún en terreno relativamente llano, este empieza a tirar de él con todas sus fuerzas. Con el coche del equipo Kelme, además, dando ánimos a los dos, claro. Como si fueran del mismo equipo. Porque quizá lo eran, vamos. Y la tragedia de Millar empieza a fraguarse.

      Cuando esto termine, y lo haga con éxito, Perico declarará que ha sido una victoria «de todos los españoles». El periodista Javier de Dalmases dejará escrito que quien ha corrido ese día es una selección española que podría rivalizar con cualquiera en el Tour de Francia. No hubo colores, o maillots diferentes, o marcas comerciales. Y eso fue la perdición del escocés… Una de ellas.

      El ciclismo estaba recuperándose en España después de una década en la cual había superado una crisis tremenda, con apenas ningún ciclista de importancia y una falta de interés por las bicicletas que incluso había afectado al sector de su fabricación. La ampliación brutal del parque móvil motorizado a finales de los setenta y principios de los ochenta, unida al éxodo poblacional del campo a la ciudad, hizo descender mucho el número de bicicletas vendidas en el país. Si a eso sumamos el desinterés por el ciclismo profesional, podemos entender que este deporte, este campo, era un auténtico erial desde un punto de vista comercial, periodístico y mediático a principios de los ochenta.

      Todo había cambiado, como vimos, especialmente a raíz de la participación del Reynolds, y del propio Delgado, en el Tour de 1983. Cada vez más y más personas se interesaban por las dos ruedas, en lo que era una recuperación anhelada (y compartida) por todos, desde periódicos hasta televisiones o fábricas de bicis.

      Pero algo fallaba: los resultados. La gran ronda española, la de casa, la que tenían que ganar siempre los ciclistas patrios, estaba huérfana de sus éxitos desde hacía años. Sí, en el 82 se había impuesto Lejarreta, pero con un escándalo de doping y descalificaciones de por medio que poco ayudaban, más bien al contrario, a aumentar la popularidad del producto. Al año siguiente, nadie pudo con Hinault. Y en el 84 fue aún peor, con victoria de un desconocido Eric Caritoux por delante de Alberto Fernández. Apenas un puñado de segundos, pero todo un mundo de prestigio para la prueba.

      Por eso «convenía» que en el 85 venciese un español. Todos (bueno, menos los extranjeros, claro) iban a salir beneficiados. Y si ese vencedor era Pedro Delgado, mejor que mejor. Porque Perico era joven, era guapo, tenía carisma y un magnífico futuro por delante. Era el yerno que todas las suegras deseaban, el novio que todas las hijas querían para sí. Tenía sonrisa, simpatía y desparpajo. Y era, además, el mejor pagado. Nada baladí, vemos, en el contexto que estamos planteando.

      Y entonces, como por arte de magia, todo se alineó para que Pedro Delgado pudiera vencer en esa Vuelta. Casualmente. O no.

      Uno de los aspectos fundamentales que afrontó Fernando VI en su reinado, que se extiende desde 1746 hasta 1759, fue la modernización de la red viaria en la Monarquía española. Fundamentada, además, en un eje que debía comunicar la península de norte a sur, desde el puerto de Santander hasta Sevilla y Cádiz (única entrada de las mercancías americanas antes de la liberalización de tal comercio pocas décadas después) pasando por la capital, Madrid. A tal efecto, y con espíritu ilustrado, el rey encargó la construcción de un Camino Real que pudiera mirar de frente a los más modernos existentes en ese momento en Europa, uno que remontase la meseta vía Reinosa y Campoo, continuase hasta Valladolid y desde allí llegara a la Corte. Y para atravesar el sistema Central hubo de crearse una infraestructura propia, espectacular, la segunda más complicada (la palma se la llevan las espectaculares Hoces de Bárcena, en Cantabria) de toda esa enorme espina dorsal que iba a partir sus dominios. El puerto que miraba directamente a Madrid se llamó Alto de Guadarrama, aunque pronto fue conocido como puerto de El León debido a la escultura que, simbolizando el imperio español, se erigió en su cima. Siglos más tarde, la propaganda franquista lo rebautizó como Alto de Los Leones o de Los Leones de Castilla, en recuerdo a los combates librados allí durante la Guerra Civil. Sitio histórico y trágico, pues.

      Aquel Alto de El León fue el primer puerto ascendido en la Vuelta a España, durante la etapa inaugural de la primera edición, medio siglo antes de la cabalgada de Delgado y Recio. Y esa fría tarde de 1985 volvía a reclamar su puesto como punto señero del ciclismo español.

      Los dos escapados se entienden perfectamente, con relevos sostenidos, siempre animados desde el coche del Kelme por Rafa Carrasco, director de ese equipo. Delgado no lleva a nadie con él, porque Perurena está unos