Marcos Pereda

Periquismo


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      La leyenda nos habla de una estrategia perfectamente ejecutada por parte del equipo MG-Orbea. De una de esas planificaciones que se van creando en el autobús y nunca salen como se espera… hasta que salen. De una genialidad de Perurena, de una confianza infinita en las posibilidades de Pedro Delgado que acabó bien. Y no. O quizá no tanto. Veamos.

      La carrera llegaba bastante decidida a aquella etapa que finalizaba, por primera vez en la historia del Tour, en la estación de Luz-Ardiden. Plenos Pirineos franceses, curvas de herradura por doquier, pendiente media muy sostenida. Antes, Aspin y Tourmalet, nada menos. Etapa reina de esa cadena montañosa, sin duda. Propicia, claro, para el drama.

      Hinault había querido dejar bien claro desde el principio de aquella edición que iba a igualar los cinco de Merckx y Anquetil. Así, en la primera etapa de montaña, camino de Avoriaz, pega un hachazo seco, contundente, a un mundo de meta, y sólo el colombiano Lucho Herrera puede marcharse con él. Jugada perfecta, para ti la etapa y para mí la general. Minutada en meta, Hinault de amarillo y el ciclista más fuerte en los puertos de aquel año domesticado. Los colombianos a partir de aquel momento serían del equipo de Hinault a cambio de victorias parciales y el reinado de la montaña.

      No lo necesitaba, en realidad, porque su conjunto, La Vie Claire, era un conglomerado de los mejores ciclistas del mundo bajo su mando pagados por el inefable Bernard Tapie, aquel fantoche que llegó altísimo en la cultura del pelotazo francés y al cual le cortaron las alas cuando parecía que se iba a convertir en un Berlusconi galo. Su equipo, apenas un capricho de nuevo rico, era sofisticado y rompedor, con un maillot inspirado en los diseños de Mondrian y los más modernos adelantos técnicos. Una máquina invencible.

      Quizá demasiado. Su compañero Greg LeMond, estadounidense pionero en esto del ciclismo, está tan fuerte o más que el bretón. Dice que el movimiento de Avoriaz lo ha tomado por sorpresa, que se quedó detrás para proteger los intereses del equipo, que el que más fácil va en todo el pelotón aquel mes de julio es él. Y empieza a revolotear en su cabeza la idea. ¿Y si…? Hinault es hueso duro, correoso, un competidor de altísima categoría que no se va a dejar amedrentar. Ambicioso hasta el extremo. Y eso está a punto de ser su perdición.

      A Saint-Étienne se llega unos días después, tras una larga jornada de media montaña que se acaba haciendo durísima por el fuerte ritmo y el calor. Allí vuelve a vencer Lucho Herrera, con el rostro ensangrentado después de haber besado el suelo en la bajada del col de l’Oeillon. Era un presagio de lo que estaba a punto de ocurrir.

      Por detrás, los favoritos se juegan una intrascendente segunda plaza. Pero Hinault quiere demostrar que está de vuelta, que su liderato no es consentido, que puede derrotar a LeMond, a su compañero LeMond, en cualquier terreno. Lanza la llegada y su bicicleta se engancha con la de Bauer. El rostro del bretón besa el asfalto. Cuando entre en meta lo hará con la cara tiznada de polvo, cubierta de sangre oscura y reseca. Al día siguiente, se presenta en la salida de Saint-Étienne con un vendaje y los ojos completamente negros. Su nariz está rota, su Tour se ve comprometido.

      A partir de entonces, la carrera cobra otra dimensión, con un Hinault disminuido y un LeMond que se sabe el más fuerte del grupo y amaga varias veces con romper las órdenes del equipo y atacar a su líder, al gran héroe del ciclismo francés. Una situación paradójica, una absoluta guerra de nervios que irá presentando la tensión infinita que iba a ser el Tour del año siguiente. Pero aún había mucho que pedalear hasta París aquel 1985.

      Entre otras cosas, el paso por los Pirineos, y esta etapa de Luz-Ardiden. La de la estrategia perfecta. La de la traición que se confiesa años después.

      En el Aspin se escapa Peio Ruiz Cabestany, quien tan importante había sido en la Vuelta a España que Perico ganó tan sólo unos meses atrás. Quien, también, había tenido sus primeros roces con el segoviano en aquella carrera. Pronto hace camino, hombre perdido en la general cuya cabalgada no importaba a unos favoritos más pendientes del sufrimiento de Hinault. A LeMond se le aparece el diablo en plena subida para tentarlo. Todo esto será tuyo, tan sólo tienes que atacar. La situación es caótica en La Vie Claire. LeMond, por ahora, se aguanta. Más tarde, en Luz-Ardiden, olvidará todas sus promesas y se lanzará en pos de su primer Tour de Francia. Agua. No sólo no consigue el premio, no sólo no logra arrebatar a Hinault lo que Hinault considera suyo, sino que el bretón se guarda esa afrenta. En su tierra no se olvida, se sigue matando por unos palmos de terreno generaciones después. Él mira, con sus ojos hundidos, aún tumefactas las mejillas. Rumia su venganza.

      Delgado se escapa subiendo el Tourmalet, leyenda añeja bajo la niebla en aquella tarde de julio. Será Peio quien corone en cabeza el coloso, quien espere a Pedro en la bajada, quien tire de él con todas sus fuerzas hasta quedar derrengado al poco de iniciar la definitiva ascensión a Luz-Ardiden. Al menos eso dice la historia oficial.

      La otra la cuenta el propio Ruiz Cabestany años después. Que él no saltó como parte de un plan preconcebido para que el segoviano triunfara en la etapa, sino buscando su propia gesta. Que el equipo lo mandó parar en la cima del Tourmalet para esperar a su compañero. Que hizo las primeras curvas de esa bajada, en mitad del silencio espeso que sólo la niebla puede regalar, llorando a moco tendido. Sabiendo que perdía una oportunidad de oro, una que a un ciclista como él no se le presenta todos los días. Pero obedeció, cuenta, y tiró de Delgado como si le fuera la vida en ello. Y cuando no pudo seguir la rueda de Pedro volvió a llorar, desconsolado. Eso cuenta Peio, esa es la otra historia de la etapa.

      Delgado avanza inconmensurable, ajeno a lo que por detrás está pasando. LeMond ha traicionado a Hinault, que queda derrengado en la carretera. Lucho Herrera, por su parte, ha partido en pos de Perico, quien lleva tras de sí nada menos que al mejor escalador del mundo. Uno que ha olido, además, sangre.

      La subida es surrealista. Gris. La niebla ha caído sobre los Pirineos de tal forma que la carrera deviene en una enorme nube de la que, a veces, salen algunas luces brillantes. Coches y motos. Y entre medias ciclistas agachados, encogidos sobre su manillar, avanzando a poca velocidad. Apenas hay sonidos, murmullos todo lo más. Las bocinas que habitualmente preceden a una llegada del Tour se las está tragando el vacío. La sensación es extraña, como si el mundo hubiera dejado de girar. Y allí, al fondo, Pedro Delgado devora metros, mirando atrás, buscando a un Herrera que se esconde por entre la bruma y al que es imposible adivinar. Pero está, cada vez más cerca. Por delante, la angustia.

      Al final, Pedro Delgado se impone en Luz-Ardiden, con casi medio minuto sobre Herrera. Es su primera victoria en el Tour. La fotografía resulta gris, algodonosa. Como un cachito de sueño que hubiera sido captado en una instantánea.

      Quinta imagen. Lágrimas

      La estampa vuelve a mutar. El maillot es otro, ahora blanco y negro, con toques de color verde y rojo. En el pecho y los costados, tres letras, un anagrama: P-D-M. Y el esbozo icónico, una vez más, de la desgracia. Lágrimas. Tragedia.

      Pedro Delgado cambiaba por segunda vez de equipo desde su paso a profesionales. El año en la estructura de Orbea había sido fructífero, con grandes victorias como la Vuelta de 1985, pero al final el ambiente se fue enrareciendo por los diversos episodios que ocurrieron tanto en la carrera española como en el Tour de Francia. Y, además, en el ánimo de Delgado pesaban otros dos factores.

      El primero era netamente económico. PDM constituía una potentísima empresa holandesa (tenía detrás nada menos que a la Phillips, una de las corporaciones señeras en los Países Bajos, con implicaciones que iban en muchos casos más allá de la propia cultura económica y entroncaban con lo social), que había visto en el ciclismo una inmejorable forma de encauzar su publicidad. Así, de cara a esa temporada 1986 se producía un desembarco en el pelotón profesional que iba a ser a lo grande, fichando a muchos buenos ciclistas a golpe de talonario y llevándose en la figura de Delgado, además, a uno de los grandes corredores de la época. Jan Gisbers, el director, tenía plena confianza en Perico (al menos sobre el papel, como veremos cuando hablemos del controvertido Tour de 1987) y no dudó en hacer al segoviano una oferta irrechazable en lo económico. En los círculos ciclistas pronto surge el chascarrillo… PDM es el acrónimo de «Pedro Delgado Millonario»…

      Pero,