David Montesinos

Las razones del altermundismo


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populares que, en los tiempos de la mundialización, son capaces de articular proyectos de resistencia activos y eficaces.

      ¿Y después de los años sesenta? Volvamos a Klein y su experiencia en la universidad dos décadas después, cuando el recurso de la izquierda, ante el evidente triunfo del capitalismo frente a sus hostiles, fueron las políticas de identidad. Bajo la aparente radicalidad con la que se revelaban contra el uso de fórmulas racistas o patriarcales, a veces con una exhaustividad y una insistencia sospechosas, se escondía una lamentable incapacidad para contrarrestar ideológicamente el apogeo del capitalismo. Naomi Klein, que confiesa ser parte de aquel marasmo iluso que solo era capaz de simular posiciones agresivas, reconoce haber tardado en notar que esa batalla por la corrección política era parte de una derrota de la que aún no nos hemos repuesto del todo.

      En este nuevo contexto globalizado, las victorias de la política de la identidad se han reducido a redistribuir el mobiliario mientras la casa arde. Sí, hay muchos programas televisivos multiétnicos y hasta más ejecutivos negros, pero cualquiera que sea el grado de mejora cultural posterior, no se han evitado las rebeliones de los marginados ni que el problema de los sin techo alcance proporciones de crisis en muchos centros urbanos estadounidenses. (Klein, 2005a, p. 160)

      ¿Perdieron aquellos universitarios la batalla contra la discriminación racial o sexual? Podemos afirmar que, una vez más, su lenguaje fue hábilmente asimilado por el marketing para la globalización comercial. ¿Creen las grandes corporaciones en la emancipación de la mujer, la distribución de la riqueza o la diversidad étnica y cultural? No, sus prácticas laborales alimentan todos esos males. Sin embargo, cuando, por ejemplo, Benetton convierte en símbolo distintivo la diferencia racial, sus productos se venden mejor. Cuando Starbucks emplea su monstruoso poder de inversión para arrasar las tiendas locales, no consigue proteger las opciones singulares, sino más bien uniformizarnos a todos en el consumo. Naomi Klein advierte, frente a la iridiscencia hortera y pueril de las franquicias que —como McDonald’s— proliferaron desde los años cincuenta, un toque new age en las nuevas marcas. Ikea, GAP, The Body Shop y Starbucks consiguen establecer una «conexión con el alma». No se trata de comprar muebles o pijamas ni de tomar café, sino de ayudar a encontrarnos con la espiritualidad.

      Nunca el sistema es tan poderoso como cuando se apropia de los códigos que articulan el discurso antagonista. «Esto siempre lo hicieron los publicistas», dirán los pesimistas como Thomas Frank. Es cierto, pero nunca como ahora, ni siquiera en los años sesenta, se sofisticó tanto el mecanismo de incorporación de mensajes críticos hacia dispositivos tan característicos del sistema como la uniformización de las masas o la búsqueda del estatus a través de la adquisición de productos.

      No podemos engañarnos en este punto: a fin de cuentas, se trata de capitalismo. Si los malls imitan a pueblos y ciudades, es porque, en estos, han desaparecido los espacios públicos; si las firmas incitan a la mujer o a los homosexuales a liberarse de sus opresores, es porque han descubierto su enorme poder de gasto. Con respecto a esto, Klein dice lo siguiente:

      La unión de ventas y espectáculo que se observa en las supertiendas y los centros comerciales temáticos ha creado una amplia zona gris de espacios privados seudopúblicos. Los políticos, la policía, los trabajadores sociales y hasta los dirigentes religiosos saben que los centros comerciales se han convertido en la plaza principal de las ciudades. Pero a diferencia de las plazas antiguas, que eran y siguen siendo espacios de discusión comunitaria, de protestas y de reuniones políticas, el único tipo de discurso que se permite en estos espacios es la charla sobre el marketing y el consumo. Los manifestantes pacíficos son rutinariamente expulsados de ellos por los guardias de seguridad porque perturban las compras, y hasta las protestas políticas son ilegales allí dentro. (Klein, 2005a, p. 225)

      ¿El ágora ha sido trasladada al centro comercial? Eso es imposible; el ágora es impracticable en el mall, donde solo puede ser un simulacro.

      ¿Y la ética empresarial? Podríamos contestar que el capitalismo no es ético, que solo cree en la rentabilidad. Sin embargo, el discurso moralista es más potente a nivel publicitario que nunca. Sabemos que empresas extendidas por todo el mundo, y acusadas a menudo de prácticas nefastas respecto a los derechos laborales o al medio ambiente, han patrocinado programas solidarios de la ONU. También han creado organizaciones humanitarias y han presentado bellos discursos a favor de la cooperación y los derechos humanos. ¿No es esto un triunfo? No parece que, a consecuencia de esos aparentemente bondadosos proyectos, hayan surgido reglamentos con verdadero poder sancionador respecto a la ética corporativa. Se trata, en el mejor de los casos, de un voluntarismo escasamente transitivo; en el peor de los casos, de pura hipocresía calculada estratégicamente para vender más.

      Obviamente, los controles no los van a establecer motu proprio Nike, Shell o Walmart. ¿Lo establecerán, entonces, los representantes de los ciudadanos? Parece difícil en un contexto en el cual las operaciones comerciales desbordan por completo el poder regulador de las instituciones del Estado-nación.

      ¿Consumidor o ciudadano?

      Naomi Klein se muestra siempre extraordinariamente interesada por los movimientos de recuperación de los espacios públicos. Ese interés supone la constatación de un hecho acaso invisible pero sumamente inquietante: la ciudadanía ha perdido las calles, que están colonizadas ahora por ejércitos de publicistas, es decir, por los criados de las grandes corporaciones globales. Naomi Klein se refiere a formas activas de ciudadanía como los graffitis, el intercambio de productos alimentarios entre personas, la ocupación de casas deshabitadas por grupos de vida alternativa o los huertos urbanos, sin olvidar formas de pura supervivencia, como la mendicidad, que son perseguidas por la policía cada vez con más intensidad. Entonces, hoy las calles de las grandes ciudades se han convertido en parques temáticos, y el pulso de la vida social y política en ellas es muy criminalizado, aún más cuando es más espontáneo.

      Klein elogia el esfuerzo de introducir perspectivas irónicas y lúdicas en las manifestaciones públicas realizadas por los movimientos con implantación transnacional como Recuperar las Calles, Hecho por Nosotros Mismos o los ciclistas de la Masa Crítica. Frente a un modelo anquilosado y previsible de reivindicación —pensemos en la organización sindical típica de la conmemoración del Primero de Mayo—, este estilo de fiesta urbana o happening alimenta el sentimiento de que las gentes pueden divertirse y debatir por sí solas, sin necesidad de pedirles a empresas o poderes públicos que administren su aburrimiento e indiferencia. Para el poder de estas iniciativas, lo desasosegante es que, lejos de la lógica indignada de quien afirma que «hay que hacer algo», han optado por hacerlo realmente. Nada que ocurra a sus espaldas deja tranquilos a los amos del mundo.

      ¿Qué ocurre con Internet? Su trascendencia en la apresurada transformación de nuestras comunidades es tan incuestionable como controvertidas son sus implicaciones políticas. Como en toda revolución tecnológica, el poder de desencadenar consecuencias opresivas o emancipadoras es tan colosal que los utopistas de la arcadia digital se cargan de razones tanto como los escépticos que, alimentando la hipótesis terrorífica del Gran Hermano y la deshumanización por el maquinismo, apuestan por la distopía. Es incuestionable que el procesamiento de datos a la velocidad de la luz es parte esencial de nuestras vidas. Naomi Klein apuesta rotundamente por aprovechar las opciones que presenta la Red para desarrollar vínculos entre movimientos solidarios, sin que ello suponga ignorar el papel determinante que la bestial aceleración de las comunicaciones, operada en los últimos veinte años, ha desempeñado en la globalización capitalista.

      Es como Internet en general: puede haber sido creada por el Pentágono, pero pronto se ha convertido en juguete de los militantes y los piratas informáticos.

      De modo que, aunque la homogeneización cultural —la idea de que todos coman en Burger King, calcen zapatillas Nike y vean vídeos de los Backstreet Boys— puede inspirar una claustrofobia global, también ha echado las bases para que exista una buena comunicación mundial. (Klein, 2005a, p. 412)

      En este punto, debemos preguntarle a la autora de No logo, ahora que ya conocemos los peligros del poder de las marcas, si realmente es posible luchar contra su poder, que parece omnímodo. Para ello, es precisa una intensa labor de concienciación, de tal manera que, para cualquier tipo de consumidor, los principios