Víctor San Juan

Morirás por Cartagena


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      Un rumor de satisfacción se extendió en la sala; algunos de los congregados debían pensar en cómo se frotarían las manos si tuvieran a su alcance un tesoro semejante.

      –Tampoco se logró una base en Barcelona –prosiguió Vernon– pero sí la mucho más valiosa y fácil de mantener de Gibraltar. En resumidas cuentas, aunque la lucha en la Península prosiguió unos años y acabó tomando un sesgo desfavorable para nuestra causa, las expectativas estratégicas se vieron plenamente recompensadas. Hoy, controlamos el acceso al Mediterráneo y, con ello, al rey de España en aguas europeas. La idea es aprovechar sus provocaciones y el momento de debilidad para apoderarnos de enclaves que permitan controlar también su imperio al otro lado del Atlántico.

      Los reunidos se miraron entre sí, satisfechos de que Vernon, al fin, hubiera entrado al fondo de la cuestión.

      –Cuáles son esos enclaves, se preguntarán: sus puertos y ciudades en América y el istmo centroamericano, naturalmente. De norte a sur, San Agustín en Florida, Veracruz, puerta de entrada al virreinato de Nueva España (México), La Habana en Cuba, puerto clave puesto que en él se congregan las flotas de galeones, cargadas de tesoros, antes de emprender viaje de regreso a España. También Santo Domingo, en la isla Española, primer puerto español del Caribe, San Juan de Puerto Rico, plaza fuerte clave en su sistema defensivo, y, por último, Portobelo, en el istmo de Panamá y Cartagena de Indias, puertos terminales de arribada en los que se reúnen todos los valiosos cargamentos procedentes de las minas y riquezas del Perú.

      A todos se les hacía ya la boca agua. Vernon proseguía:

      –Durante muchos años, caballeros, nos hemos limitado a atacar estas ciudades, asaltándolas para vaciarlas de tesoros. Ahora el objetivo es mucho más ambicioso: se trata de apoderarnos definitivamente de una de ellas para, utilizándola como base, controlar el imperio y las rutas de transporte del oro. No saquearemos más, señores, a nuestros enemigos. Vamos a desalojarles de su hacienda para hacernos con las riendas y extraer nuestros propios dividendos.

      –¿Cuál es el objetivo elegido, señor Vernon? –preguntó Pitt.

      –Creo que debemos concentrarnos en La Habana, Portobelo y Cartagena de Indias, con especial preferencia las dos últimas, pues nos darán acceso al altiplano, es decir, a las rutas que llevan al llamado virreinato de Nueva Granada y su capital, Bogotá. Será el siguiente objeto de nuestros generales. Nada conseguiremos, no obstante, si les permitimos contraatacar desde la costa del Pacífico, como ha sucedido otras veces. Allí existen otras plazas fuertes españolas, peor guarnecidas que las del Caribe: Panamá, Guayaquil, El Callao… La idea es emular la “doble tenaza” del rey Guillermo: mientras nuestra fuerza principal –prácticamente un tercio de la Royal Navy– ataca en el Caribe, enviaremos otra agrupación naval a través del cabo de Hornos, que, remontando la costa chilena y peruana, se apodere de Panamá desde el océano Pacífico –su dedo circunvaló ahora la silueta de América del Sur–. Esto último ya lo hizo Henry Morgan con poco más de mil hombres, por lo que cabe esperar que se logre de nuevo sin demasiadas dificultades; el señor Anson, aquí presente, comandará esta fuerza. En el istmo centroamericano, entre Portobelo y Panamá, enlazarán nuestras fuerzas; entonces, la Nueva Granada y el virreinato del Perú tendrán que abrir sus brazos para recibirnos.

      La imagen pareció seducir a los presentes. Sin embargo, William Pitt se mostraba aún reticente. Con la mano derecha prendida en la levita oscura, avanzó hacia Vernon y lo encaró con una mordaz sonrisa en el rostro:

      –Precisamente hablando de historia, no podéis ignorar, señor, que esta aventura ya se ha intentado antes. ¿Tengo que recordaros el fracaso estrepitoso del Western Design del desaparecido Lord Protector? El almirante Penn y el general Venables, con casi 50 barcos y 13.000 hombres, fueron vencidos en Santo Domingo, y sólo lograron traer, como pequeño trofeo, la conquista de Jamaica. Ahí terminó el intento de Cromwell por hacerse con un trozo del imperio español en el Caribe.

      –Pero milord –replicó Anson impetuosamente–, hace casi noventa años de aquello y los puritanos…

      –Permitidme, querido George –dijo Vernon, interrumpiendo al oficial de marina.

      No quería que se ofendiera la susceptibilidad cuáquera del enviado de las Trece Colonias americanas, siendo muy consciente de que Pitt jugaba, como siempre, a caballo ganador. Si el premier Walpole era forzado por el rey y el Parlamento a aceptar el plan –como todo presagiaba iba a suceder– Pitt, en la oposición, sería el primer beneficiado del tropiezo de su más encarnizado rival político, Robert Walpole. Vernon midió muy bien sus palabras, reconociendo:

      –Tiene razón. Hemos de aprender de pasadas lecciones y, de hecho, ésta es mi más humilde intención. Para garantizarlo, contamos entre nosotros con el Primer Lord del Almirantazgo –una aparatosa peluca brindó su aquiescencia en la oscuridad– que garantiza poder disponer de efectivos más que suficientes. Para el Caribe, contaremos con una decena de grandes navíos de tres puentes, armados con cañones de 32 libras, treinta de dos puentes y más de un centenar de barcos de transporte. En total, unos 23.000 hombres. Más que suficiente, espero, si lo comparamos con la flota de los señores Penn y Venables o considerando que el barón de Pointis tomó Cartagena de Indias en 1697 con 4.800 hombres. El señor Anson, por su parte, dispondrá de ocho barcos y poco más de un millar de hombres. No cometeremos el error de atacar plazas fuertes de escaso valor estratégico como Santo Domingo; y, sobre todo, explotaremos el factor sorpresa.

      –¿Cómo? –preguntó Pitt, como si lanzara un escupitajo.

      Vernon pareció resignado. Tenía argumentos para replicar:

      –Zarparé en vanguardia con seis navíos para atacar en cuanto se declaren las hostilidades. Después, el vicealmirante Chaloner-Ogle se reunirá conmigo con la fuerza principal.

      –Esto es inaudito, almirante Vernon; me está diciendo que verificaremos nuestro despliegue hostil sin estar aún en guerra contra España.

      –Apelo a vuestra lealtad patriótica para que esta parte del plan no se conozca antes de lo debido; conocéis la eficacia del espionaje español. Esto sólo perjudicaría a nuestros designios. La guerra contra España es un hecho prácticamente consumado.

      Pitt aún no parecía convencido. Pero, como Vernon sabía, se acabaría poniendo del lado del ganador. Por de pronto, concedió:

      –¡Hmmm! Espero que vuestro plan funcione, almirante. Podéis contar con nuestra colaboración. Por cierto, vuestro vicealmirante, Chaloner-Ogle ¿no es el mismo que capturó al pirata Bart Roberts en la costa de África?

      –Así es. Se trata de un magnífico oficial de marina. Milord, si me permitís, este plan no puede fallar.

      –Eso mismo creo yo –apostilló Anson, tal vez un segundo antes de lo debido.

      –Lo mismo pensamos nosotros. La superioridad británica será aplastante –apoyó el representante de las Trece Colonias–. Y nuestras tropas apoyarán el ataque.

      –Por nuestra parte –una ronca voz había surgido de la peluca del Lord del Almirantazgo de forma que ésta parecía hablar sola– los detalles técnicos del plan ya están aprobados.

      –Entonces señores –concluyó Vernon–, esperemos que Jenkins sea convincente en su declaración en sede parlamentaria.

      Finalizada así la reunión, los participantes comenzaron a marcharse mientras un mayordomo penetraba en la estancia para ir apagando los candiles. En la semioscuridad resultante, la peluca del Lord del Almirantazgo se aproximó a Vernon, quien pudo notar su leve hedor, y hasta apreciar las sombras de las arrugas en el rostro de su portador, que dijo:

      –Así pues, ya tenéis lo que queríais, Edward: una bonita guerra para apoderaros del botín de los españoles, además de una magnífica Armada. Procurad cuidarla bien.

      –Tendré especial cuidado, milord. No es necesario repetir cuánto agradezco vuestra cooperación y apoyo.

      La peluca se aproximó a su oído:

      –Acordaos de eso, Edward;