no agradarle demasiado. No llegarían a ser capaces, ni don Antonio ni don Jorge, de sonsacarle cosa alguna del desgraciado combate de cabo Passero; largas eran, sin embargo, las disertaciones en que podía extenderse acerca de la jornada de Orán con el conde de Montemar, frías como partes de guerra, exactas como cuentas de administrador. Sólo después de mucho conocimiento y largas horas de conversación se dignaría don Celso a abrir una pequeña celda de su alma, llenándoles de asombro como se verá inmediatamente. Tendría don Celso unos cuarenta años no muy largos, la tez, demacrada, los ojos, torvos y pardos, era raro que te miraran directamente a la cara, tal vez por timidez o candor; el cabello, crespo y corto, como si nadie se lo cuidase, las manos, recias y rápidas, siempre ocupadas. Era rasgo en él botar siempre la pierna, arriba y abajo, como si quisiera salir corriendo estando sentado, o algo, espina invisible, le azuzara el alma. Su criado Cuchi estaba siempre de él pendiente, ya fuera para enrollarle tabaco, ponerle una casaca limpia, prepararle la mesa o traer una limonada fresca para los tres congregados, mientras el fiel Cañamón sesteaba beatíficamente bajo la silla de su amo. En esos momentos, un observador fino y sagaz como don Jorge Juan apreciaba el especial talento y cordura de don Celso, y qué gran distancia mediaba entre él y la mayoría de sus conciudadanos. En una ocasión, hablando acerca de las defensas de Cartagena con sensato criterio profesional, apreció el teniente cómo la pierna del capitán retirado comenzaba su pulsión más veloz y agresivamente de lo acostumbrado, preguntándose qué mosca podría haberle picado. Don Celso, antes de soltar prenda, quiso cerciorarse de que Jacinta no andaba por las inmediaciones; la vieja y fosca ama de llaves, aun cuando sintiera como sentía evidente cariño y aprecio por el señorito –pues en su seno, junto con el de su madre, muy probablemente se habría criado– se mostraba en exceso autoritaria, agobiante y preocupada por él, censurándole de soslayo todas sus iniciativas. Don Celso, seguramente, la soportaba por respeto a su difunta madre, sin cuyo apremio es posible que ya de ella se hubiera librado.
– Tracio: ¿se ha ido? –inquirió al criado.
–Sí, mi amo –replicó éste–. No volverá en un buen rato.
–Bien, señores: esto es lo que yo quería exponerles, que es idea que llevo rumiando largo tiempo, desde que llegué a Cartagena. Es mi modesto parecer –aun cuando discutible– que las líneas de defensa de Cartagena son vulnerables por excesivamente largas. Ya lo hemos hablado otras veces y es cosa en la que tenemos acuerdo.
Se interrumpió de pronto, llevado de su nerviosismo. Sobre la pequeña mesa de mármol desplegó un pequeño pliego antes de continuar:
–Pero, antes, vean cosa curiosa y singular: éste es el plano de Cartagena y la bahía, representado, como debe ser, de norte a sur ¿lo ven?
Ulloa y Jorge Juan se miraron sorprendidos antes de responder afirmativamente.
–Quiero decir… vean que la costa se extiende de noroeste a sureste; el Caribe queda arriba, el continente abajo.
Jorge Juan afinó la mirada; su instinto le decía que algo importante podía estar a punto de ser revelado. Del Villar prosiguió:
–Incluso… incluso hay planos españoles en los que la costa se representa verticalmente, con la bahía a la izquierda.
–Perdón, caballero –interrumpió Ulloa, agobiado por la ansiedad de su anfitrión–. No entiendo qué nos trata de explicar.
–Don Antonio, dejad que don Celso prosiga –afeó Jorge Juan, alentando a Del Villar:
–¿Decía usted, capitán?
Alma en pena pareció al fin reunir valor:
–Miren cómo cambia; todo cambia si lo ponemos con el sur arriba y el norte abajo, como hacen los ingleses. La perspectiva. ¿Entienden? Es como se vería si se llega en barco a Cartagena.
Jorge Juan tomó el plano en sus manos; era cierto. La bahía, vista de aquel modo, aparecía completamente diferente, un gran foso perimetral en cuyo centro se hallaba la Tierra Bomba. Cartagena y Getsemaní parecían extrañamente desplazadas, hacia la izquierda. Del tirón, don Celso logró al fin explicar:
–Esto, y algunas notas tomadas de las notas de mi padre que he ido estudiando, me han convencido de algo: si la edificación y fortificación, es decir, el reducto defensivo de esta villa, estuviera en la Tierra Bomba, la ciudad, La Popa y la Bocachica quedarían convertidas en posiciones perimetrales. Sería un baluarte inconquistable, una isla con suministro de agua y un foso defensivo alrededor de entre cuatro y cinco millas en torno a él, es decir, muy difícil de batir con artillería, dejando sitio para que una escuadra evolucione en la bahía para defenderlo. Por otra parte, el perímetro estaría bien defendido por los diferentes fuertes, habiendo espacio suficiente para ubicar almacenes y depósitos con los que soportar un largo asedio. Además, acudir desde la Tierra Bomba hasta cualquier punto requiere la mitad de tiempo que actualmente, con lo que las líneas de auxilio y suministro mejoran considerablemente. Del lado de la mar, está el arrecife y, por el interior, podría convertirse en una base naval llena de muelles donde acoderar navíos para sumarse a la defensa de los fuertes…
Don Jorge Juan alzó sus espesas cejas:
–En otras palabras, lo que usted propone es el traslado de Cartagena de la isla de Calamarí a la de la Tierra Bomba, pues no se podría dejar al margen de semejante proyecto la población.
Por un momento, don Celso pareció abrumado por la trascendencia de sus propias ideas, enmudeciendo completamente. Cuando volvió a argumentar, lo hizo casi disculpándose:
–Llevo mucho tiempo dando vueltas a la cuestión de las fortificaciones y los muelles. La obra a realizar se contempla inmejorablemente desde el dique de Santa Cruz o San Pedro Mártir.
Para sus adentros, Jorge Juan disfrutó complacido, habiendo hallado explicación para aquellos solitarios monólogos de perturbado mental en el dique de abrigo del fondeadero de Las Animas: don Celso sólo “proyectaba” su gran idea en voz alta sobre el terreno, como si se la explicara al fiel Cañamón, único interesado. Maravillado por la imaginación del incomprendido Alma en pena, no previó que el escepticismo de Antonio de Ulloa fuera ahora a pasar fríamente al ataque:
–Sin duda se trata de proyecto interesante, capitán Del Villar, pero estimo que su coste sería exorbitado. Tenemos lo que tenemos: si el fuerte de San Felipe puede dominarse desde La Popa, todo lo que hay que hacer es mejorar la fortificación de ésta última. Y si la entrada de Bocachica es la clave de la bahía, San Luis es el punto donde aplicar el máximo esfuerzo defensivo. Al fin y al cabo, es lo que se aprendió con el ataque del barón de Pointis en el 97. ¿No es cierto?
–Sí… supongo que sí –reconoció don Celso, desalentado; por un instante, Jorge Juan sintió el impulso de correr en su auxilio. Pero todo había terminado: Jacinta hacía acto de aparición atravesando solemne el portón de entrada. Anochecía…
–En fin, caballero –concluyó–. Nos vamos. Por cierto: me veo en la obligación de anunciarle que don Antonio y yo partiremos para Portobelo antes de fin de año. Desde allí, el camino a Quito es más sencillo.
Don Celso pareció francamente afectado:
–¡Oh! Cuánto lo siento. Echaré mucho de menos estos agradables encuentros. No dejen ustedes de venir a despedirse; Jacinta preparará algo especial para ese día. ¿No es cierto?
Tal como fue anunciado, la Comisión para la Medición del Meridiano partió para el Istmo en noviembre de 1736. Antes de embarcar, Jorge Juan y Ulloa tuvieron noticias de que, últimamente, se había visto a Alma en pena merodeando por el cerro de San Lázaro, en La Popa, de mañana muy temprano, dando extraños paseos y yendo de acá para allá inquieto, mientras Cañamón trotaba a su lado. Y el teniente de navío don Jorge Juan y Santacilia no pudo menos que sentir profundo afecto por su amigo Del Villar, a la vez que una extraña inquietud por el destino de Cartagena de Indias.
3.- UN GENERAL DE UNA PIEZA
No pasó mucho tiempo desde la partida de la Comisión de Jorge Juan y Ulloa hasta la noticia que alborotaría definitivamente