dentro de veinte minutos tengo una cita importante con el ministro de Asuntos Exteriores turco».
Ella lo sabía, pero algo la impulsó a insistir.
—Ahora está en casa de su madre y ni siquiera se pone al teléfono. Tiene que estar hecho una furia… Me da miedo verlo.
—Rose no conoce a Renata. —James hizo un apunte que no era irrelevante: significaba que quería que Shirley dejara de hablar de la noche anterior. Entonces ella recordó el miedo que tenía James a quedarse a solas con alguien. Le ofrecería de buena gana tiempo, dinero, un consejo rápido, una presentación o cualquier cosa que zanjase el asunto y que le permitiera no tener que seguir escuchando ni una palabra más.
—Puede que no conozca a Renata, pero, al parecer, conoció a Crystal Lily… —respondió Shirley.
—… quien es libre de quedar con quien le plazca. Si la quieres, puedes llevártela. —No, gracias. Ya te he dicho lo que pienso: aparenta diecisiete años. Algún día vas a meterte en un buen lío.
«Cree que estoy celosa —se dijo Shirley—. Cree que soy una cabeza hueca. No, está aburrido. Hace cinco minutos tenía a tres mujeres. Una se ha ido a su casa, otra está enfurruñada en el baño y la tercera le ha dicho: “Préstame dinero. ¿Dónde está mi marido? No puedes estar con esa chiquilla”. Así que se pone a tararear, se sienta clavando los codos en la mesa del desayuno y da golpecitos con las uñas a la cafetera; primero con una mano, luego con la otra.»
Ahora con más decoro, al volver, Rose le devolvió teatralmente una llave a James, para que nadie pensara que podía entrar y salir a su antojo de aquel piso.
La joven Crystal, que se volvió a asomar cuando oyó su voz, se acariciaba el brazo como si alguien le hubiera hecho daño.
—Ha estado echando pestes de Rose —le dijo a Shirley.
—No seas tonta —respondió Shirley—. No hemos hablado de Rose en ningún momento.
—Sí que se queja de ti, Rose —insistió la chica con una malevolencia despreocupada que sus amigos parecían aceptar. Ese era el cebo, el comienzo del juego—. Anoche me dijo que no sabías cocinar, entre otras muchas cosas.
Con una voz que recordaba a la de la señora Castle, Shirley dijo:
—Mejor será que me marche. Voy a… ¿Qué voy a hacer? Ah, sí, voy a un restaurante a darme un buen festín con el dinero de James. Y luego me voy a acostar. Aunque más vale que ordene un poco la cocina antes de que vuelva Philippe. Está hecha una pocilga, y para qué discutir por la cocina cuando hay tantas…
Crystal Lily, cuyos ojos fríos y color aguamarina habría heredado de alguien, preguntó:
—¿El matrimonio es algo feliz? ¿Te roba demasiado tiempo? ¿Cocinarías solo para ti? —Por un momento, parecía haber perdido interés en sus captores y contempló brevemente un futuro sin ninguno de los dos.
Rose, cuyo padre a veces llevaba peluca, y del que había heredado la comprensión de las carcajadas melancólicas, respondió:
—Claro que es feliz.
—Dice que todo lo que cocinas sabe a papel secante —gritó la chica—. Guisantes desaboridos. Pollo insípido.
—Cuidadito, Crystal.
Ninguno se percató de que Shirley se marchaba, pensando: «Dentro de unos minutos, meterán la cabeza de Crystal en una tetera y ella cantará, con voz somnolienta: “Brilla, brilla…”. —Shirley solo pudo olvidarse de aquel episodio convirtiéndolo en una escena propia de la literatura infantil, para así concluir—: Y si alguna vez Crystal quiere que la rescaten, ya sabe cómo me llamo y dónde vivo».
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