Mavis Gallant

Una vida aceptable


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Philippe fuese cualquiera. El primer mensaje que le dejó, hacía casi dos años, rezaba: «Sus vinilos ahogan mi radio. ¿No cree que unos vecinos tan escandalosos tendrían que conocerse?». Le gustaba escribir en inglés, y de haber leído en voz alta su propia frase habría pronunciado ese «¿No cree?» con tono altanero, porque así se hablaba en ese idioma. Shirley recordó las muchas veces que había subido a la carrera los dos pisos que los separaban, siempre buscando algo. Cuando llamó al timbre (un carrillón de barra) recordó que era domingo, que París estaba vacía y que todas las fiestas del sábado habían terminado.

      James fue a abrir, seguro de sí mismo a la par que bribón, sonriendo con la cabeza gacha, y Shirley pensó, como la primera vez que lo vio: «Zorro negro». Le tendió su carta.

      —Bueno, aquí estoy —dijo—. Pero tienes que dejar de dirigirme las cartas solo a mí. Philippe no entiende esas confianzas. He subido a decírtelo, entre otras cosas.

      El hombre cogió la carta y se la metió en el bolsillo de la chaqueta, como si tuviera intención de reutilizarla. Su puerta principal daba directamente a una sala de estar en la que había dos chicas de pelo rubio en el sofá, descalzas, con un cenicero ámbar hasta arriba de colillas entre ellas. En una mesa plegable había una bandeja con bebidas y los restos de un generoso desayuno sin recoger.

      —Anoche te esperamos, madame Perrigny —dijo Rose O’Hara, levantándose para saludarla—. James decía que le dejó la invitación a tu marido. Yo le expliqué que no era elegante que la escribiese a tu nombre.

      —Philippe nunca viene —intervino James—, ¿para qué iba a tomarme la molestia?

      —Odias las fiestas —respondió Shirley.

      —Ya lo sé —dijo Rose—. Y nosotros lo aburrimos. Lo siento.

      Shirley y la mujer, que se sentían muy cómodas la una con la otra, sonrieron y dejaron a los otros dos de lado. Rose era alta y desgarbada. Tenía la boca grande, la falda muy larga y el pelo suave y rebelde recogido en un peinado caótico, sujeto con peinetas, broches e incluso trozos de hilo bramante. Una vez, sentada en el borde de la bañera de James, Shirley vio a Rose intentando dominar sus mechones sueltos en vano y la escuchó decir que no había hombres para todas, que los hombres inteligentes elegían a las mujeres idiotas porque no les daban quebraderos de cabeza, y que los que quedaban eran de segunda clase. Rose se refería a James y a ella misma; estaba hablando de ellos. Pero Shirley lo había interpretado como una alusión a Philippe, y creyó que ella era la chica anodina que hurtaba a ese hombre inteligente a otras mujeres más apropiadas para él. Dijo que lo sentía, y Rose respondió: «No, no lo sientas por mí».

      La segunda chica rubia, que había tenido los ojos cerrados hasta ese momento, como si esperase una sorpresa, los abrió de pronto.

      —Ah, una mujer —dijo con ligero acento alemán—. ¿Por qué no viene por fin un hombre?

      —¿Es que no me has oído hablar? —preguntó Shirley.

      —Es domingo, cariño, y madame Perrigny ha pasado a tomar el aperitivo —apuntó James, intentando restaurar el decoro. Se quedó mirando a la chica, como diciendo: no hagas nada que escandalice o espante a madame Perrigny.

      —James, ¿es que Rose y tú habéis vuelto a adoptar? —preguntó Shirley—. Un día de estos os vais a meter en un buen berenjenal.

      —Lo que acabas de decir no es interesante —respondió James. Tenía la nariz alargada y la piel un poco irritada, como si se hubiese rascado por la varicela. Su pelo resplandecía como una pizarra que acabasen de limpiar, y daba a sus manos un trato propio de la clase media europea: quería que lo viesen como alguien que no había tenido que cambiar una rueda en su vida. Se movía en ese ambiente femenino como pez en el agua—. ¿De dónde dirías que soy, si no lo supieras? —le preguntó a Shirley.

      Probablemente estuvieran hablando de eso cuando ella llamó al timbre. James quería que lo tomasen por algo que no era, pero ¿qué era? «El griego de arriba», lo llamaba Philippe. Para Shirley, «griego» abarcaba todo lo que hubiese en el otro extremo del Mediterráneo. Los griegos, los turcos, los egipcios y los libaneses acudían a los grandes cócteles acompañados de sus inteligentes mujeres de piel morena, con vestidos de lamé y perlas de Chanel. Cuando se formaba un grupo que después se iba a cenar a algún sitio, el griego o el turco de turno siempre acababa pagando la cuenta. Nunca consideraba aquello como un desprecio: lo único que él quería era que lo viesen, acompañado de su mujer, pagando la cena de un puñado de desconocidos en un local caro. Pero ¿que lo viese quién? Cuando pensaba en James, al que conocía bien —puede que, en cierto sentido, incluso mejor que a Philippe—, y en Atenas, ciudad que nunca había visitado, se le ocurrió que podía tener aire de «Byron», pero poco más. James había aprendido francés con un maestro de provincias autoexiliado. Su acento sonaba como el de esos egipcios apátridas que, cuando les preguntaban de dónde eran, siempre respondían: «Mi cultura es francesa: he leído a Racine». La ropa de James era inglesa, pero tan perfecta que solo podía proceder de una boutique Merrie England continental. «Al menos James tiene nombre —pensó Shirley—: el banquero libanés o el abogado alejandrino que pide champán para doce desconocidos nunca dice su nombre, o nadie se lo pregunta.»

      —Diría que tienes un aire entre francés e inglés —respondió Shirley.

      Él levantó una mano, como dándole su bendición. La luz del sol inundaba la sala de estar.

      —¿Más francés o más inglés?

      —Más inglés —respondió, pensando en Philippe.

      —¿Veis? —les dijo James a las otras dos—. Ella sí que sabe.

      —Dijiste que los odias por lo de Chipre, y porque nunca hicieron nada por la comunidad cristiana —se quejó la chica alemana.

      —Es verdad —respondió James—. Construyeron campos de fútbol y animaron a los chiquillos a llevar pantalones cortos holgados y grises, a no cambiarse de ropa interior y a correr de aquí para allá sin ningún sentido; por lo demás, no hicieron nada por la comunidad cristiana. Estoy de acuerdo. Todo el mundo los odia. Y a todo el mundo le gusta que lo confundan con un inglés.

      —Bueno, James, no sé qué decirte —intervino Shirley—. Ya no. Quizá en los países cálidos. Pero incluso allí…

      —No en un país frío que yo me sé —dijo la apacible Rose en tono feroz. Se levantó y se sacudió la ceniza de la falda—. Ofrécele un cigarrillo a madame Perrigny, James, en vez de quedarte ahí pavoneándote y abochornándola con tus preguntas.

      James salió con Rose al descansillo; Shirley podía oír una discusión susurrada.

      —Se ha perdido la misa de esta mañana —le explicó la chica alemana—. Ahora se va a casa a rezar y a darse un baño. Se niega a usar la bañera de James.

      —¿Sigue guardando libros en el cesto de la ropa sucia?

      —Ya solo Los ángeles del látigo. Nos lo sabemos de memoria. Lo escribió una señora muy moralista que de joven había visto cosas raras. En un inglés impecable.

      —¿Se llamaba señorita Thule?

      —No lo sé.

      —¿James te lee en voz alta o leéis por turnos?

      —¡Anda! ¿Es que crees que no es como los demás? Pues no es el caso, te lo aseguro. Er nimmt schon Frauen, aber es muss doch immer einer dabei sein. —Hablaba con gesto desdeñoso, echando la cabeza hacia atrás, imitando a James. Cuando pasó al alemán, evocaba las medias blancas gruesas y los zapatos de hebilla, los corsés de encaje y las enaguas de un vestido de postal. Era casi un dialecto; al decir Frauen había pronunciado algo parecido a vrown, y al principio Shirley no la entendió—. Nos hemos quedado a dormir porque se hizo tardísimo después de la fiesta —siguió la chica—, y estamos muertos de cansancio.

      —No tienes que contarme nada de Rose —dijo Shirley.

      —Te estoy hablando de mí —respondió la chica,