taza de porcelana. Si Shirley se daba prisa quizá llegase a tiempo de que la perdonaran. Se imaginó allí mismo, en Pons, pidiendo un teléfono portátil. El aparato no existía, pero ella se lo imaginó sobrevolando la mesa y posándose, liviano, impoluto, como una nueva especie de extranjero, entre las dos guías de la señora Cat Castle y su bolso tapizado. Se imaginó marcando el número de su suegra, escuchando cinco o seis tonos estridentes y desistiendo. Le daban miedo los Perrigny, esa era la pura verdad. Cuando los Perrigny clavaban sus ojos marrones y escépticos en Shirley, le recordaban a aquellas personas que, hacía muchos años, en Italia, se habían quedado mirándola por llevar pantalones cortos. Shirley se fijó en el sol que bañaba París ese día. Un sol que no llegaba al comedor de madame Perrigny, siempre oscuro como el mar, pero que sí iluminaba las casas al otro lado de la plaza con una capa de amarillo grisáceo. Las ventanas de los Perrigny estaban cerradas para evitar las corrientes de aire y el ruido del tráfico; y los visillos blancos, completamente corridos, no fuese a pasar un helicóptero en vuelo rasante para fisgonear y ver qué estaban almorzando. El teléfono fantasma en la mesa de Pons se desvaneció. «He intentado llamarlos, pero no han respondido», se dijo Shirley. Era su forma de quitarse ese peso de encima: ¡alejarse de la culpa y del desastre! De pronto, una luz agradable bañó el comedor de su suegra, que se volvió tan acogedor como Pons. Shirley se imaginó el ramo de rosas que mandaría para disculparse: fresias, margaritas, primaveras y violetas blancas que un chiquillo llevaría en bicicleta hasta su destino; sería la propia madame Perrigny la que las sacaría de su envoltorio de papel crujiente y, al intentar salvar los tres imperdibles que sujetaban el papel para usarlos luego, se clavaría uno en el pulgar. La llevarían a toda prisa a comisaría; y, de ahí, al hospital, donde le pondrían la vacuna del tétanos. La excusa de Shirley estaba resuelta: podía hacer caso a la carta de su madre y quedarse con la señora Castle, «que la conocía desde siempre; desde antes de que naciera».
La pobre y peculiar señora Castle, a su edad, había emprendido un viaje por Europa con todas las incomodidades y la soledad que implicaba, para así demostrar a sus hijos, que se habían quedado en Canadá, que no los necesitaba. Se había comprado una capa y un sombrero tirolés en Salzburgo. Debajo del sombrero resplandecían unas gafas con forma de mariposa. Dejó la carta, que había escudriñado como si estuviera cifrada, se ajustó el sombrero para darle un toque informal y, después de remangarse, con su acento arrastrado de las praderas, dijo de un tirón:
—Pues me sorprende que una jovencita tan elegante y tan puesta como tú, Shirl, no conociese el salón de té Pons, la mejor pastelería de París.
—Sí lo conocía. De hecho, ya había estado, pero no sabía que era tan famoso.
—Esperemos que esté a tu altura.
Ese sarcasmo de la anciana le resultaba familiar; su voz podría haber salido perfectamente de la carta que Shirley había leído aquella mañana.
—Somos de Canadá —sentenció la señora Castle, dispuesta a dejar petrificada con la mirada a la camarera si se atrevía a negarlo—. Dile lo que quieres —le ordenó a Shirley. Entonces abrió un cuaderno y, apoyándolo en la mesa, escribió: «Pons». Acto seguido subrayó la palabra y dijo—: Una cosa hecha.
«¡Café!», gritó de repente, y siguió escribiendo: «He estado en la pastelería con Shirl el séptimo domingo después de Pascua (Pentecostés)». Levantando la mirada, preguntó a la camarera:
—No tendréis por casualidad tortitas escocesas, ¿verdad? Resulta que he estado en Escocia. —Y le dijo bruscamente a Shirley—: Tradúceselo, anda. Y no seas tímida. Nunca muestres timidez por lo que eres ni por lo que quieres.
Luego escribió: «Paredes verdes. Mimbre. Sillas rojas de felpa. Moqueta roja, estampada con plumas del Príncipe de Gales (¿o helechos?). El sol de la mañana no viene del parque, sino de la dirección contraria. Fielding no llevaba razón. Lámparas con pantallas de raso en las paredes, igual que en mi habitación. Geranios un pelín pachuchos. Mesas artísticas. Los espejos parecen de plata antigua».
—No intentes leer del revés —dijo, agitando sus excéntricas gafas—. Si te interesa lo que estoy escribiendo, me lo dices. Es para una larga historia que le voy a contar a una grabadora cuando vuelva a casa, ya ves. Voy a grabarlo todo en una cinta, reuniré a mi familia y se la pondré, así se pasarán un domingo entero escuchándola y una cosa menos. A nadie le gusta ya ver fotos y, aunque las hubiera, tendría que hablar. Lo tengo todo pensado. ¿Qué ha dicho de las tortitas escocesas? Da igual. Tomaré cualquier cosa: es mi tercer desayuno del día.
En la memoria de la viajera, los éclairs sustituyeron inmediatamente a las tortitas escocesas. Se acordó de que le habían dicho que probase los éclairs de Pons. Escogió los dos que tenían el glaseado más denso y brillante y empezó a comérselos en cuanto llegaron, mientras le explicaba a Shirley que ella siempre se había tenido que sacrificar por los demás: siempre había puesto sus deseos al final de la lista. Ahora sus hijos se habían dado cuenta y el arrepentimiento los corroía por dentro: ellos se habían casado con unas esnobs egoístas; y a Phyllis tampoco le había ido mucho mejor.
Shirley, que se bebía el café solo como si fuera veneno negro, entrevió el pánico de la vejez en su acompañante y esa necesidad de comérselo todo cuanto antes.
—Madre solo hay una en esta vida —dijo la señora Castle. Su triunfo sonaba algo apesadumbrado: ¿los hijos de la señora Castle la querrían más por ser única?—. Tu madre ha estado muy apagada todo el invierno, Shirl —continuó—. Ella dice que solo es un virus estomacal. Pero nueve de cada diez veces cualquier cosa en el estómago resulta ser cáncer. ¿A ti qué te cuenta?
—Acaba de mandarme una carta larguísima.
—Habla más alto, hija, que no te oigo cuando mastico.
—Acaba de mandarme una carta larguísima. Llegó ayer, pero no he tenido ocasión de leerla hasta hoy. Va de campanillas, toda la historia de las campanillas. No sé por qué. Dice que no entiende mi letra.
—Tu madre sabe un montón de botánica —apuntó la señora Castle.
—Le decía que creo que estoy echando a perder mi matrimonio; haciendo todo lo que no hay que hacer. Aunque yo sí entiendo su letra, no siempre sé adónde quiere llegar. Una vez me pidió que le señalara en un mapa las Grandes Rousses y que se lo enviara por correo aéreo. ¿Cómo iba a saber que eran montañas? Podrían haber sido bailarinas desnudas. Philippe lo sabía, pero se había marchado una temporada por trabajo; y, cuando volvió y me explicó que se trataba de montañas, mi madre me dijo que era demasiado tarde. ¿Demasiado tarde para qué? En otra ocasión, quería una foto del castillo y de las mazmorras de Nogent-le-Rotrou. Philippe también lo conocía, y si no, lo buscó, e incluso me consiguió la foto. Pero tardé un par de semanas en responder y mi madre al final ni siquiera nos dio las gracias. A lo mejor estaba buscando Jericó otra vez. La Jericó original, la que destruyeron; porque ella asegura que, en realidad, estaba en Europa. Pero como nunca me lo dijo, nunca supe qué quería en realidad…
—No tendrías que haberle contado esa parte del matrimonio —dijo la señora Castle—. Seguro que a Margaret no le gustó. Ella es una persona espiritual. Seguro que no le hizo ni pizca de gracia. Tu padre era un hombre muy cariñoso. Al principio intentaba cogerla de la mano y esas cosas, pero ella lo intimidaba con la mirada y le decía: «Teddy, no seas cochino». Es más partidaria de la faceta espiritual de las cosas. Teddy acabó acostumbrándose a ella. De hecho, creo que hasta acabó gustándole esa característica suya.
—No tenía ni idea de que fuese así —dijo Shirley—. Mi madre siempre ha sido muy razonable con todo, excepto con Inglaterra, y hablaba de buen grado de cualquier asunto, siempre y cuando no se tratase de algo personal.
—¿Por qué no has venido con él? —preguntó la señora Castle—. Creo recordar que os invité a los dos.
Shirley, jugando con su taza, dijo:
—Se me olvidó decírselo. —Y, antes de que le pidiese que lo repitiera, gritó—: ¡SE ME OLVIDÓ! De todas formas, no habría podido venir porque tenía que recoger a su hermana. Y yo tampoco