Mavis Gallant

Una vida aceptable


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HA DADO TIEMPO A ORDENAR LA COCINA, LUEGO LO HAGO POR FAVOR DIME DÓNDE ESTÁS VUELVO EN CUANTO PUEDA MUCHOS BESOS S (PERDÓN POR LO DE AYER)». Sin embargo, no había escrito la nota en una página de la carta de la señora Norrington, sino en un folio de la novela de Geneviève, lo que significaba que las sabias palabras de la señora Norrington habían pasado a formar parte de Una vida dentro de una vida. Shirley se sentó al borde de la cama, envuelta en la toalla mojada, y leyó, esta vez sin saltarse ninguna frase, la descripción de Bertrand, el antropólogo incompetente, comiéndose su estofado de carnero poscoital. En las calles se oía el trasiego de los coches, que se daban prisa por salir de la ciudad.

      3

      «SODALEH», leía Shirey al otro lado del ventanal de Pons. Detrás del «SODALEH» había plátanos de sombra y un cielo digno de Sisley.

      —Acabo de acordarme de algo —dijo Shirley—. Dios santo. Lo siento, señora Castle, pero acabo de caer. Hoy tenía que almorzar en casa de la madre de Philippe.

      —Llama y diles que llegas tarde —respondió la señora Castle. E, ignorando todo lo que sus viajes ya tendrían que haberle enseñado, añadió—: Pídele a ese camarero que te traiga un teléfono.

      —Ya me acuerdo. Ya sé dónde está Philippe. Ha ido a recoger a su hermana al aeropuerto a primera hora de la mañana. Venía de Nueva York. Imagino que han ido directos a casa de su madre desde el aeropuerto. Habíamos quedado en que los vería allí. Dirán que se me ha olvidado a propósito. Philippe está en casa de su madre…

      —Mal sitio para un hombre —apuntó la señora Castle dando golpecitos en la mesa con su anillo para llamar a un camarero—. ¿Qué vas a tomar, Shirl?

      Seguro que Philippe no quería asustarla. Si hubiera buscado detenidamente en vez de montarse una película sobre Geneviève, habría encontrado una nota. Se imaginó su letra en el bloc al lado del teléfono: «Colette ha vuelto, y con una luchadora de Hamburgo a la que conoció en el Museo de Arte Moderno. Mamá confía en que la luchadora tenga un hermano y en que esta extravagante aventura desemboque en una boda. Te esperamos para comer».

      Sí, estaban esperándola para empezar con el asado de ternera del domingo y para oír las historias desdeñosas de Colette sobre las comidas, la moda y el estilo de vida que se llevaba en otra ciudad. Esperarían un rato a Shirley y luego, después de inventarse las excusas de rigor para que Philippe no se sintiera mal, empezarían con el aperitivo predilecto de Colette: huevos en gelatina. «Esto es lo último que necesita mi hígado», apuntaría Colette, untando un trocito de pan en la yema. Comerían ternera con moderación, porque en el angustiado mundo de madame Perrigny la carne causaba cáncer. Buena parte de la conversación, una vez despachada Nueva York, se centraría en los peligros de la comida, de comer en restaurantes, de comer en cualquier sitio que no fuese aquella casa; y acabarían llegando a la factura que les pasaría incluso ese almuerzo: languidez, migrañas, calambres, insomnio y remordimientos digestivos. La madre de Philippe cocinaba bien, pero solo porque era incapaz de cocinar mal: no sabía cómo se hacía. Con todo, el mero hecho de comer la inquietaba. La peristalsis era un enemigo al que nunca había conseguido someter. Sus intestinos tenían una relevancia casi histórica: aunque tomaba bismuto para calmarlos y carbón para cuidarlos, eran una nimiedad en comparación con su estómago, donde las comidas de cuatro platos se pasaban los días, indigestas, dando vueltas y vueltas como si se tratase de ropa olvidada en una secadora.

      Colette se compadecía de las aflicciones de su madre; a menudo las compartía, y sumaba otra propia: un hígado inquieto. Cuando un huevo, una jícara de chocolate, una copa de vino o una galletita de más lo despertaba de golpe, el hígado de Colette se estiraba, doblaba su tamaño e intentaba abrirse paso a través de su piel. Si se llevaba las manos al costado derecho, justo debajo de las costillas, Colette conseguía devolverlo a su sitio. Sin embargo, encoger el hígado era algo muy distinto: implicaba pasarse días tumbada y no beber más que el agua en la que se habían hervido zanahorias y perejil durante dos horas, sin sal, hasta que el hígado enfurecido por fin se aplacaba. Uno de cada dos fines de semana, de hecho, Colette pasaba cuarenta y ocho horas guardando cama y bebiendo dicho caldo, y se levantaba con un hígado al que había conseguido debilitar considerablemente, pero nunca derrotar del todo.

      Al poco tiempo de conocer a Philippe, Shirley invitó a su hermana y a su madre a cenar. No era consciente del nivel de compromiso que implicaba dicha invitación ni de que solo las personas sin educación recibían invitados los sábados por la noche. Pero la curiosidad llevó a las Perrigny a cruzar París aquella tarde anodina. Llegaron con veinticinco minutos de adelanto. Colette llevaba un protocolario ramo de claveles sujetos con alambre y adornados con esparraguera que fue soltando finas agujas verdes por toda la escalera. «Personajes de Goya», pensó Shirley al ver a los tres en su rellano: la mujer frágil y artrítica con ojos oscuros de gitana; Colette, tallada, adornada y bañada en oro, como un sillón antiguo; y, a su espalda, un Philippe distinto y vigilante. Quince minutos antes de su llegada —si hubieran sido puntuales—, Shirley habría hecho la cama, habría vaciado los ceniceros y habría despejado la sala de estar, privándola de su habitual y caótico desorden de bufandas, periódicos, perchas, botas de agua y flores moribundas. Iba descalza, vestida con un albornoz que sujetaba con la mano izquierda. Supo que ese encuentro era irremediable. Recordó cómo la habían mirado los padres de su primer marido y cómo se había visto reflejada en sus ojos.

      —Philippe, ponles una copa, ¿vale? —dijo en inglés—. El puñetero albornoz no tiene cinturón y si quito la mano se abre.

      —No beben, no te preocupes. Pero ponte algo, te lo pido por favor.

      Los oyó murmurar mientras se vestía. Por el tono parecía mera cháchara. «Haz algo. Échame una mano», le pidió a ese nadie en concreto al que ella llamaba san José.

      Shirley los invitó a sentarse a la mesa de la sala de estar y encendió con solemnidad varias velas, lo que les hizo pensar —ella lo supo al cabo de un tiempo— que su idea de elegancia estaba sacada de los restaurantes del Barrio Latino. Luego miraron el plato enorme que había en el centro de la mesa y dijeron lo siguiente:

      La Madre: «¿Qué lleva ese plato que pueda sentarnos mal?».

      La Hija: «Todo».

      Escogieron selectivamente entre los cuatro tipos de arenques y la ensalada de patata aliñada con eneldo. Los vasos de aquavit se quedaron intactos delante de sus platos. Philippe se mostró amable, pero estaba perplejo: ¿qué mosca le había picado a Shirley? ¿En qué momento se le había ocurrido que su madre y su hermana disfrutarían de una extravagante cena escandinava? Ya le había hablado de ellas, y Shirley le había prestado atención, pero ¿lo había entendido? Ella notó esas preguntas desde el otro lado de la mesa, o creyó notarlas, y respondió con un «Lo siento» que parecía llevar diciendo desde siempre y que seguiría diciendo para siempre. Entretanto, las Perrigny intentaron comer un poco de cerdo con ciruelas. Dirigían la mirada hacia las pastas y al momento la apartaban. Daban mordisquitos al pan negro y fingían dar sorbos a su cerveza danesa. No estaban sorprendidas u ofendidas; estaban sencillamente angustiadas y horrorizadas por el miedo al envenenamiento.

      Aquel desastroso primer encuentro no evitó el matrimonio, solo hizo prudentes a las Perrigny. Ahora, cuando iban de visita, no aceptaban nada que no fuese té chino. Inclinaban la cabeza y se cruzaban miradas que Philippe nunca veía y murmuraban opiniones que tampoco interceptaba. Para Philippe, la única consecuencia de aquella cena escandinava fue el miedo a que, después de casarse con Shirley, no pudieran invitar a comer a la gente normal: sus invitados se marcharían nerviosos y hambrientos o, aún peor, aquejados de colitis o botulismo. Entonces empezó a educarla. La enseñó a no hacer espaguetis para los invitados porque era un follón comérselos y porque parecía que no podían permitirse ir a la carnicería. La disuadió de preparar cualquier estofado con salsa de manteca, vino o algo similar porque no confiaba en que supiese cocinarlo y porque la gente podría pensar que los Perrigny disimulaban con la salsa unos cortes de carne de segunda. Cuando ocupaba su silla, presidiendo la mesa, y veía a los comensales pasarse la bandeja de ternera anémica con inocuos guisantes, decía: «Mi mujer es norteamericana, pero le he enseñado lo que es la buena cocina».