Inmaculada de la Fuente

Inspiración y talento


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      Prólogo

      La conquista de la modernidad

      En estas páginas laten las vidas de dieciséis grandes mujeres del siglo XX. Ese fue su tiempo y lo hicieron suyo. Son vidas llenas de fuego y vértigo, irrepetibles, pero también hay niebla e incertidumbre en la trayectoria de algunas. La mayoría son españolas y sin ellas el siglo XX no sería igual. Carmen de Burgos y Sofía Casanova, nacidas en la segunda mitad del siglo XIX, fueron las primeras españolas corresponsales de guerra, vivieron entre dos siglos, alcanzaron su plenitud profesional en el primer tercio del XX y abrieron el camino a las siguientes pioneras, las grandes mujeres de la Segunda República. Precursoras de los grandes cambios que iban a vivir las españolas, con ellas arranca esta obra. Clara Campoamor, Victoria Kent y Margarita Nelken nacieron a finales del XIX, pero sus vidas profesionales se forjaron en el nuevo siglo. Encarnaron un nuevo modelo de mujer abocado a elegir su destino y a conquistar la universidad. Si Carmen de Burgos fue la excepción, Campoamor, Kent y Nelken constituyeron la minoría que protagonizó la política en los años treinta del siglo xx, junto con otras mujeres carismáticas ampliamente conocidas y estudiadas, como Dolores Ibarruri o Federica Montseny. Campoamor combatió por los derechos políticos de las españolas con su fuerza visionaria y Victoria Kent, con sus aciertos y errores, encarnó la mejor política de la Segunda República. Fueron políticas homologables a los grandes hombres de su tiempo, fueran Indalecio Prieto o Manuel Azaña, aunque no tuvieran el mismo poder.

      María Teresa León, en su doble vertiente literaria y política como femme de lettres y militante, y Elena Fortún, la creadora de Celia, fueron transgresoras, pertenecieron a la brillante generación del Lyceum Club Femenino y dieron un gran impulso a la cultura desde su identidad femenina —y feminista—. Al igual que Margarita Manso, Maruja Mallo y Concha Méndez, fundadoras del Sinsombrerismo, María Teresa León y Elena Fortún caminaban por la calle con la cabeza descubierta, dueñas de su libertad. Solo la Guerra Civil pudo frenar aquella primera oleada de modernidad.

      La Guerra Civil hizo añicos los sueños y las aventuras personales, los derechos civiles y los cambios emancipadores, además de desgarrar las vidas de los ciudadanos. Pero atrajo, durante aquella delirante tragedia en la que el idealismo y la barbarie convivieron —para que a la postre prevaleciera esta última— a extranjeros —y extranjeras— que amaron este país y se comprometieron con el dolor de sus gentes. Las biografías de las fotógrafas Dora Maar, Gerda Taro y Tina Modotti conforman uno de los capítulos más fascinantes del libro. Dora Maar, la fotógrafa surrealista que ya en 1933 visitó Barcelona para plasmar la lucha por la vida en los barrios populares, está íntimamente unida al Guernica, desde su génesis a su terminación. Podemos tratar de desligarla de Picasso, con el que cohabitó ocho años, para entender mejor su propia obra, pero sus fotografías del proceso creador del Guernica la unen para siempre a la historia del arte español. Gerda Taro, la joven y osada judía polaco-alemana que huyó del nazismo y se refugió en París en los años treinta, perdió la vida en la batalla de Brunete mientras fotografiaba sin aliento la retirada republicana. Tina Modotti, la tercera fotógrafa del libro, pasó del glamur y la bohemia a la obediencia comunista y borró su faceta de artista en aras de su activismo. Pablo Neruda, que compartía con ella parecidos ideales, llegó a preguntarse si la había llegado a conocer. Al evocar sus muchas vidas e identidades —en España fue la compañera María—, el poeta solo entrevió «un puñado de niebla». De esas brumas, emerge un personaje que interiorizó y encadenó varios yo en el tiempo que le tocó vivir. Aunque persista la duda de si eligió esas vidas o si solo se adaptó y se puso en manos del azar sin rebelarse.

      Los silencios de Carmen Laforet proyectan su sombra sobre la posguerra, una larga etapa que empezó a difuminarse en los cincuenta, aunque continuara de forma velada hasta el tardofranquismo y el inicio de la Transición. El capítulo sobre los años de la posguerra a la Transición lo inicia Carmen Laforet, y lo continúan dos mujeres nacidas a principios de los años cuarenta: Pilar Miró y Carmen Díez de Rivera. Solo fueron mayores de edad al cumplir 25 años, las educaron en un sentimentalismo edulcorado o mortecino y la búsqueda enmarañada de la libertad guio sus principales decisiones. El último tramo del libro está dedicado a Montserrat Roig, Carmen Alborch y Soledad Puértolas y su particular camino hacia la modernidad.

      Estas páginas recogen sus potentes biografías y ofrecen, de forma indirecta, un recorrido amplio, aunque no exhaustivo, por la historia de España del siglo XX. El lector tiene delante una obra transversal que puede abordar biografía a biografía o, tratando de vislumbrar el latido histórico que encierran sus vidas. En este universo de mujeres llenas de talento, agudeza y lucidez, hay una mayoría de escritoras y políticas —algunas ambas cosas—, junto con tres fotógrafas y una cineasta, marcadas todas ellas por las encrucijadas políticas y sociales de su tiempo. Hay más afinidades y continuidades entre ellas de las que afloran a primera vista. Carmen de Burgos compartió un mismo tiempo histórico con Sofía Casanova, aunque tuvieran ideas divergentes y fueron testigos de primera mano de los estragos de la Gran Guerra en Europa. De Burgos, además, proyectó su influencia feminista y reformadora en Clara Campoamor y Margarita Nelken e, incluso, avanzando varias décadas hacia adelante, en Carmen Alborch.

      Hubo más semejanzas que diferencias entre Victoria Kent y la defensora del voto femenino, Clara Campoamor. Al igual que se vislumbran ciertas connotaciones sutiles entre Campoamor y Carmen Díez de Rivera (aunque otras las separen). María Teresa León y Montserrat Roig, más allá de las diferencias cronológicas, comparten un mismo legado: la autora de La hora violeta buceaba en su pasado reciente, un tiempo oscuro iluminado por Memoria de la melancolía. María Teresa León apreciaba a Gerda Taro y compartió militancia comunista con Tina Modotti. Taro, por su parte admiraba a Modotti como fotógrafa. No consta que Dora Maar, Gerda Taro y Tina Modotti hubieran establecido contacto entre sí en París, a pesar de coincidir en la capital francesa en los años previos a la Guerra Civil. Pero ninguna fue ajena al drama bélico español. María Teresa León sí tuvo ocasión de tratar a Dora Maar durante las visitas que Alberti y la escritora hicieron a Picasso en torno a 1937. Margarita Nelken, María Teresa León, Gerda Taro y Tina Modotti coincidieron en el II Congreso de Escritores por la Defensa de la Cultura inaugurado en Valencia en mayo de 1937. Menos evidente puede parecer la relación entre Carmen Laforet y María Teresa León, pero ambas se conocieron en Roma y al final de sus días se refugiaron en la desmemoria. Dora Maar no perdió la memoria, pero se apartó del mundo, al igual que Laforet se encerró en sí misma, aunque viajara como una nómada, sin importarle demasiado cuál era su destino. Laforet y Díez de Rivera tienen en común un aspecto de índole personal: la búsqueda de la espiritualidad y la capacidad de desprenderse de lo material. Carmen Laforet y Elena Fortún fraguaron una amistad epistolar en los años en que la primera intentaba seguir en la brecha después de su deslumbrante primer éxito, y la segunda, escritora de vocación tardía, buscaba atrapar su infancia y su juventud a través de su alter ego, Celia Gálvez.

      Hay vínculos literarios implícitos entre Laforet, Soledad Puértolas y Roig. Su escritura se nutre de la observación de la vida propia o ajena, aunque la elaboración de ese material en sus ficciones no pueda ser más distinta. A Laforet le costaba admitir la huella autobiográfica en sus novelas y relatos, paralizada por la tensión de elegir lo que contaba o desaprovechaba de lo acontecido. En Puértolas, sus recuerdos y vivencias aparecen y desaparecen, como si solo fueran eslabones o señuelos para fabular o amueblar personajes. En la autora de La hora violeta, la carga personal se transparenta para acabar siendo un aldabonazo generacional.

      Los lugares y los pequeños azares unen a algunas de ellas: París fue la patria idealizada o el lugar de residencia de Dora Maar, Carmen Díez de Rivera, Gerda Taro o Victoria Kent, que vivió en la clandestinidad durante la ocupación. León, Laforet y Carmen Alborch vivieron en Roma. Buenos Aires albergó a las exiliadas Campoamor y León, aunque no se frecuentaran. La figura de Willy Brandt, activista en su juventud y destacado político socialdemócrata después, formó parte del círculo de amigos antifascistas de Gerda Taro en los años treinta, y décadas después alentó la democracia española y concitó la admiración de Díez de Rivera en los setenta. De algún modo el mítico Brandt y Díez de Rivera, que habían vivido la aridez de la posguerra