Su verdadera vida. «Para vencer ese terrible descorazonamiento, me he lanzado a escribir un libro que titulo Con las raíces cortadas, por lo que supondrás su contenido: un buceo doloroso en todo mi pasado». Una carta llena de confesiones en la que concluye:
Cuando me entrego a escribir sobre el pasado y veo cómo ha sido segado a raíz el fruto de tantísimos esfuerzos, una rabia ciega se apodera de mí y no sé qué sería capaz de hacer. Tú, que te has reído siempre de toda ambición, acaso no me comprendas, pero somos hijos y víctimas de nuestro temperamento y nada podemos contra él.
María Telo se encontró cara a cara con Clara Campoamor en Bruselas en 1958. Telo asistía por primera vez a un Congreso de la Federación Internacional de Mujeres de Carreras Jurídicas con la abogada Julia Cominges. Allí estaba Campoamor igual de combativa y generosa. Añoraba España, además. La correspondencia de la veterana abogada con ambas juristas creó un puente personal y profesional entre ellas. «Ustedes me hace añorar esa juventud batalladora, entre la cual me movería yo muy a gusto… siempre que se pudiera batallar», le dice a Telo. Bien sabía ella, como había escrito en La revolución española vista por una republicana que una dictadura es fácil de imponer pero muy difícil salir de ella. En esta correspondencia brillan la ironía y ciertas ráfagas de juventud, mientras que en sus largas cartas con Berges se transparentan sus heridas íntimas.
A Consuelo Berges también le comentaba en noviembre de 1957 lo diferente que había sido su estancia en Argentina, donde se encontraba en casa propia por compartir la lengua materna, en contraposición a su difícil adaptación a la vida suiza, a pesar de hablar y entender francés. Le cuenta que se ha hecho socia de tres bibliotecas, a falta de una vida social más activa, y que parte de sus lecturas están relacionadas con las colaboraciones que mantenía aún en Argentina. «En mi vida he leído tanto», sintetiza para explicarle que sentía limitada su necesidad de acción y eso, para alguien de su vitalidad, era un tormento. «Cambiaría todo el Lago Leman, todas las montañas suizas y las selvas por la cacharrería del Ateneo o por una buena conversación gritona entre nosotras en las cuatro paredes de una casa o en la mesa camilla de un café».
En otra carta a Consuelo Berges con fecha de 30 de diciembre de 1957, aquella mujer alegre, sincera y directa que fue Campoamor le escribía sin tapujos: «Hace mucho tiempo que vengo pensando que la vida es una porquería y que nos hacen un mal servicio al traernos a este mundo». Era un desahogo, claro. Quizás por el peso de la edad, que había empezado a sentir unos cinco años antes. No le preocupaba morir, «pero la idea de desgraciarme me aterra». Al igual que sor Juana Inés de la Cruz, de quien Campoamor había escrito que vivía «en perpetua vehemencia y tortura», seguía rebelándose contra las circunstancia y no escondía su pasión por la vida.
En 1964 se suprimió el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y, en 1966, se publicó el decreto de extinción de responsabilidades políticas. Era el momento adecuado para volver legalmente. Pero tenía 76 años y había abandonado la idea del regreso, aunque le pesara la ausencia. Era una mujer de acción varada en Lausana: en sus últimos años tuvo que reducir su actividad por la pérdida de visión y otros achaques. Enferma de cáncer, murió en Lausana el 30 de abril de 1972, cuidada por Antoniette Quinche. Tres días antes dijo que quería irse a morir a España. No pudo ser así, pero sus cenizas volvieron a San Sebastián el 17 de mayo y están en el cementerio de Polloe. Allí y en la Asociación Clara Campoamor, que puso en marcha su ahijada en 1985, reposa la memoria de la pionera del feminismo español. La clarividente diputada que no solo supo conectar con los anhelos de sus contemporáneas, sino con las españolas de cualquier ideología que vinieron después.
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