(el nombre inicial del partido de Manuel Azaña), y creó en 1931 la Unión Republicana Femenina para atraer a otras mujeres al partido. Una vez proclamada la Segunda República, se ofreció a encabezar las listas de diputados en alguna provincia. Aunque las españolas no podían votar aún, sí podían ser elegidas. La concesión del sufragio, sin embargo, tendría que ser aprobada en las futuras Cortes.
Al no conseguir ir en cabeza en las listas electorales por Acción Republicana, Campoamor dejó esta formación e ingresó en el Partido Radical, en cuyas filas tenía más posibilidades de salir candidata. Dentro de ese partido que Campoamor definía como laico, liberal, democrático y centrista, aunque quizás solo estuviera proyectando en él su propio ideario, obtuvo el acta de diputada en las Cortes Constituyentes. Junto con una abrumadora mayoría de diputados varones, Campoamor coincidió en el hemiciclo con otras dos mujeres: Victoria Kent, diputada por el Partido Radical Socialista y Margarita Nelken, la tercera en obtener el acta de diputada, tras las elecciones parciales del 4 de octubre, por el PSOE.
No era la primera vez que se discutía en las Cortes la cuestión del voto femenino. Algunos diputados propusieron añadir enmiendas para incluir el derecho al voto para la mujer ya en 1877, durante un debate sobre la conveniencia de reponer la ley electoral de 1865, y en 1907, al abordar en el Senado la reforma de la ley electoral. Pero no prosperaron. Solo en 1931 se dieron las circunstancias históricas idóneas para plantear una reivindicación que reconocidas españolas defendían. Entre ellas las del Lyceum Club que pensaban que la liberación de la mujer estaba íntimamente unida a su educación y a su emancipación.
«Dejad que la mujer se manifieste como es»
La diputada Campoamor logró formar parte de la Comisión Constitucional (y de la de Trabajo y Previsión), el escenario donde se iban a dirimir los artículos de la Carta Magna relacionados con el sufragio femenino. Aunque el derecho al voto para ambos sexos figuraba ya en el borrador, en los primeros debates salieron a la luz las reticencias de algunos diputados. Clara Campoamor intervino por primera vez el 2 de septiembre de 1931 para desactivar los prejuicios de sus compañeros: «Dejad que la mujer se manifieste como es, para conocerla y para juzgarla; respetad su derecho como ser humano […]. Dejad, además, a la mujer que actúe en Derecho, que será la única forma que se eduque en él, fueran cuales fueren los tropiezos, y vacilaciones que en principio tuviere», pidió a la Cámara. Rechazaba que se retocara el artículo que iba a consagrar la igualdad entre hombres y mujeres, añadiéndole un sorprendente matiz: «Se reconoce, en principio, la igualdad de derechos de los dos sexos». ¿Por qué «en principio»? Esa cautela, inspirada en la Constitución de Weimar, no figuraba en la primera redacción y sobraba. El argumento más extendido entre los diputados reacios aludía a la escasa formación política de las mujeres y a su dependencia del confesor. Campoamor recordó que ya en Reino Unido se esgrimió esa excusa en sentido contrario, al vaticinar que ellas votarían a los laboristas. «Poneos de acuerdo, señores, antes de definir de una vez a favor de quién va a votar la mujer; pero no condicionéis su voto con la esperanza de que lo emita a favor vuestro. Ese no es el principio». Y recordó, citando a Stuart Mill, que la desgracia de la mujer «es que no ha sido juzgada por normas propias, tiene que ser siempre juzgada por normas varoniles».
Aunque tanto el PSOE como el Partido Radical de Clara Campoamor apoyaban el derecho al voto femenino, en sus filas afloraron resistencias. Indalecio Prieto fue uno de los socialistas relevantes que mostró su rechazo. El día de la votación abandonó el hemiciclo para no secundar a su partido y afirmó que conceder el sufragio femenino era «una puñalada trapera» a la República. De aquellos escarceos dialécticos nacería la aversión que Campoamor manifestaría hacia Prieto en La revolución española vista por una republicana. Pero también había disidentes en su propio grupo. Los partidos republicanos, incluido el de Azaña, eran los más reticentes, a excepción de los pequeños grupos republicanos progresistas y la Agrupación de Defensa de la República, además de la Esquerra Republicana de Cataluña, que votaron a favor. Las derechas apoyaron también el sufragio, y no por defender un inexistente feminismo en sus filas, sino por estimar que el voto femenino les sería favorable.
Una parlamentaria incisiva
Su oratoria firme y su retórica nítida arrancaron aplausos y algunos apoyos. Pero los temores de otros hacían presagiar un resultado ajustado en la votación. Así que Campoamor volvió a dirigirse a la Cámara el 30 de septiembre; un debate que continuó el 1 de octubre. El Partido Radical Socialista, partidario de aplazar temporalmente el sufragio, designó a Victoria Kent, su única diputada, para darle la réplica. De modo que fue Kent, en contradicción con su ejecutoria feminista, quien solicitó posponer el ejercicio del voto. No era «la capacidad de la mujer» la que estaba en juego, advirtió, sino «la oportunidad» de ejercer ese derecho. Campoamor se lanzó a rebatirla: «Lejos yo de censurar ni de atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent, comprendo, por el contrario, la tortura de su espíritu al haberse visto hoy en el trance de negar la capacidad inicial de la mujer». Y agregó con pasión:
¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su larga capacidad? ¿Y por qué no los hombres? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a los de la mujer?
Fue una defensa imparable.
El voto femenino quedó aprobado el 1 de octubre de 1931 por una diferencia de 40 votos. Hubo 161 votos a favor y 121 en contra. El artículo de la discordia, que pasaba a ser el 36 de la Constitución, quedaba así: «Los ciudadanos de uno y otro sexo, mayores de 23 años, tendrán los mismos derechos electorales». Pero los perdedores iniciaron nuevas maniobras para restringir el derecho a las elecciones municipales o para retrasarlo unos años, lo que derivó en una nueva votación el 1 de diciembre. Volvió a ser aprobado, aunque por una diferencia de votos menor. La diputada Campoamor, las feministas y los ciudadanos que apoyaban el sufragio universal, estaban exultantes. Las mujeres de la ANME y muchas otras anunciaron que harían un homenaje a la diputada.
En una entrevista concedida a José María Salaverría en 1931 que fue publicada en Buenos Aires en Caras y Caretas el 30 de enero de 1932, Campoamor declaró de forma solemne y visionaria que «si la República tuviera que morir por un azar del destino, no sería por las manos de la mujer». Una respuesta que unos años después cobraría fuerza. En la misma entrevista, la diputada denunció que los hombres acostumbran a hablar de la mujer guiados por sus prejuicios. «Creen conocer el alma femenina y no saben nada de nada. Así resultan los eternos engañados». El sufragio femenino no fue su único mérito como parlamentaria, aunque sí el mayor. La diputada Campoamor defendió la ley del divorcio, el reconocimiento de los hijos ilegítimos, la investigación de la paternidad —una lejana reivindicación que ya había solicitado Carmen de Burgos— y la abolición de la pena de muerte.
La abogada María Telo tenía 16 años en 1931 y se preparaba para entrar en Derecho al curso siguiente en la Universidad de Salamanca. Vivió con emoción el debate y lo siguió a través de las crónicas parlamentarias de Josefina Carabias. Aunque no sabía que años después iba a dedicarse al derecho de familia y que conocería a Campoamor en un congreso internacional, consideró que aquello fue un primer logro para la mujer, y el más básico. Seguía siendo una menor de edad que dependía legalmente del padre y el marido, pero al menos podía elegir a sus representantes. Siempre que hubiera democracia: la victoria franquista supuso la anulación de los logros legales conseguidos por las mujeres durante la República, pero no se derogó el voto femenino, puesto que el sistema democrático quedaba suspendido y los derechos de todos, restringidos. María Telo, desde un enfoque más técnico y menos carismático, tomó el testigo de la letrada Campoamor en los años finales del franquismo y su activa presencia en la Comisión General de Codificación —donde abordó con otras tres juristas los cambios en el derecho de familia—, contribuyó a que la legislación española reconociera la plena capacidad jurídica de la mujer, ya en la Transición. Una reforma que la ley del divorcio de 1981 completó.
La actitud previsora de Campoamor la empujó a optar en 1932, a raíz del decreto de sustitución de las órdenes