Inmaculada de la Fuente

Inspiración y talento


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conoce la trayectoria de Clara Campoamor y de otro de sus hermanos. Uno de los primeros enigmas que se cierne sobre la futura diputada, ya desde la cuna, es que fue bautizada con el nombre de Carmen Eulalia (el segundo nombre por ser el santo del día) en la parroquia de San Ildefonso el 6 de marzo, mientras que en el Registro Civil, inscrita por su padre a los dos días de nacer, figura como Clara. Esa dualidad podría significar un cambio de criterio familiar o una distinción entre el nombre que deseaban que apareciera en el mundo civil y en el parroquial, pero lo extraño es que, cuando nació la diputada, sus padres tenían ya una hija de unos dos años inscrita como Clara en el Registro Civil —Clara María de las Candelas Carolina en la partida del bautismo—. En aquellos años era frecuente que, al morir un hermano, se pusiera su nombre al siguiente, bien fuera en recuerdo de este o por el interés de los padres en que el nombre permaneciera en su descendencia. Pero repetir el nombre en dos hijos vivos, como hizo Manuel Campoamor, resulta sorprendente. La mayor de las niñas falleció por meningitis un año después de que naciera Clara Campoamor, por lo que, a no ser que estuviera muy enferma, el padre difícilmente podía aventurar su temprana muerte. Se ignora en todo caso por qué el padre apreciaba tanto el nombre de Clara y su continuidad en su estirpe, más allá de llamarse así su suegra, la abuela materna de sus hijos. Es probable que, como indica Luis Español, a la futura defensora de las mujeres, sus padres la llamaran Carmen inicialmente y, poco después, tras morir su hermana, pasara a ser Clara o utilizaran ambos nombres. Como Clara aparece en casi todos los documentos oficiales menos en el de socia del Ateneo madrileño de 1922, en el que figura como Carmen Clara.

      Su hermano Ignacio tenía también dos nombres que usaba indistintamente. Ignacio en el Registro Civil e Ignacio Eduardo en el archivo parroquial; atendía por su segundo nombre en el entorno familiar. En su vida adulta, los nombres de Ignacio y Eduardo se intercalan, aún tratándose de la misma persona, en la documentación que existe de sus actividades periodísticas o políticas. Por eso, es complicado saber el número preciso de hijos que tuvieron Manuel Campoamor y Pilar Rodríguez. En la partida de defunción del padre figuraban como hijos Carmen, Eduardo, Juan Manuel y Felisa. Se cree que Juan Manuel falleció a los veinte años en un accidente, tras volver de una corrida. De Felisa apenas ha quedado rastro.

      Al ser el padre liberal y republicano, los hijos crecieron en un entorno afecto a la República. Sus ideas influyeron poderosamente, al menos, en Clara y en su hermano Ignacio. Desde los primeros años el padre vio que Clara era avispada, y pensó que debía estudiar y sacar provecho de su mente despierta. A la niña le gustaba ir con él al periódico en que trabajaba y que le enseñara la redacción y los talleres. Lo pasaba mejor aún en Santoña (Santander), adonde iban los veranos por ser de allí su padre; la madre era madrileña. Aunque su abuelo Juan Antonio Campoamor era de San Bartolomé de Otur (Oviedo), su abuela paterna, Nicolasa Martínez de Rozas, también era cántabra, de Argoños. Allí habían vivido los bisabuelos paternos, María de Rozas Vega y Miguel Martínez Sainz, este originario de Marrón. Los abuelos maternos eran de Esquivias (Toledo) y Arganda del Rey (Madrid), respectivamente.

      Una profesora reparó en las ganas de saber de la alumna Clara Campoamor y le regaló La mujer del porvenir, de Concepción Arenal. La maestra le dijo que a ella le había ayudado y que esperaba que a Clara también le sirviera en un futuro. Una premonición a la luz de los hechos posteriores. Fue el primer libro de los muchos que leería de trayectoria feminista.

      Cuando murió su padre, de fiebres tifoideas, el mundo familiar se resquebrajó y volvió a reconstruirse en torno a la madre y a su trabajo de modista. Clara, con algo más de diez años, tendría que contribuir pronto al sustento familiar, pero la madre evitó cortar sus estudios y la llevó interna a un colegio de monjas de Madrid, en los alrededores de Atocha. Tal vez pensó que mientras la niña seguía aprendiendo, ella se podía centrar en sus hijos pequeños y en la costura. En el colegio estuvo dos años, y es posible que allí estudiara algo de francés, idioma que acabaría hablando de forma fluida. No debía de ser un colegio caro y eso se notaba en la escasa alimentación que recibían. Para paliarlo, las más decididas acordaron no desaprovechar cualquier alimento extra que pasara por delante de sus ojos durante el día en el comedor o en la cocina, y repartirse luego el botín por la noche. En una entrevista que le hicieron en Estampa en octubre de 1931, la entonces ya diputada confesó que ella era la cabecilla del grupo de colegialas hambrientas. La entrevista, firmada por Josefina Carabias, formaba parte de una serie dedicada a que personalidades relevantes evocaran su niñez.

      De adolescente era una lectora febril, contó a Josefina Carabias. Al margen de los libros que pudiera haber en su casa, le encandilaban los folletines y las novelas por entregas de los periódicos que caían en sus manos, sobre todo, los que publicaba El Imparcial. Recordaba que su madre, en un momento de enfado en que entró en su cuarto y descubrió en qué ocupaba el tiempo, le rompió el periódico que leía. Quizás su fobia al novelón no era tanto un desprecio al saber como una forma de reclamar su ayuda o echarle en cara sus ensueños. Pero la dejó sin saber el final del relato y el destino de Míster Smoking, «ese pobre hombre» a punto de ser quemado vivo en el preciso instante en que su madre le arrebató el periódico, confesó a Carabias. Su cómplice en esos años era su hermano Ignacio Eduardo, un lector tan apasionado como ella. Los domingos se iban a recorrer Madrid buscando los rincones que habían vivido los protagonistas de sus cuentos. Así, a través de El cocinero de Su Majestad, «conocimos todo el Madrid pintoresco», ese barrio evocado a través de la ficción que vislumbraban pasado el Viaducto y que se apresuraron a recorrer y a inspeccionar.

      Al dejar el internado abandonó o aplazó sus estudios para ayudar a su madre a hilvanar la ropa que ella cosía de día y de noche, y llevar los encargos a las clientas. Más tarde trabajó de dependienta en un comercio. Cualquier otra joven atrapada en estas circunstancias habría encadenado trabajos similares. Pero Campoamor era ambiciosa intelectual y profesionalmente, y estaba decidida a desterrar el dedal de su vida. En 1909 se presentó a unas oposiciones al cuerpo auxiliar femenino de Correos y Telégrafos, una de las pocas a la que podían acceder las mujeres. Un año después, en 1910, un real decreto eliminó las trabas que impedían a las mujeres acceder a la enseñanza superior, y el ministro Julio Burell lo amplió meses más tarde para que pudieran alcanzar cualquier puesto o profesión dependientes del Ministerio de Instrucción Pública. Tras ganar las oposiciones en junio de 1909 y ser destinada a Zaragoza, fue trasladada después a San Sebastián, ciudad en la que vivió algo más de tres años. Esta ciudad la conquistó e hizo allí amistades duraderas, e incluso tuvo algún amor que no progresó. Allí se instalaría también por largo tiempo su hermano Eduardo. Volvió a Madrid tras pasar por una nueva oposición y obtener plaza de profesora especial de mecanografía y taquigrafía en la Escuela de Adultas, tarea que compatibilizó con un segundo trabajo de secretaria en el periódico de Salvador Cánovas, La Tribuna, y en alguna otra publicación. La economía familiar había mejorado, y alquiló para ella y su madre un piso en la calle Fuencarral. Por alguna razón, quizás por estar cerca de su madre, pero también por la efervescencia cultural y política que se vivía en Madrid, le interesaba instalarse en la capital. Casi todo ocurría en Madrid; era la gran universidad de la calle a la que Campoamor no dejaba de escuchar desde niña. La huelga de 1917 y la de prensa, en 1919, le permitieron conocer el clima de agitación social y sindical. La política estaba cada vez más cerca de sus intereses. Pero no dejaba de visitar San Sebastián cuando podía. Años después, siendo ya abogada y militante de Acción Republicana, por iniciativa propia o por sugerencia del partido, defendió a unos dirigentes donostiarras procesados por su implicación en la rebelión de Jaca y volvió a frecuentar esta ciudad e incluso colegiarse allí, además de estarlo en el Colegio de Abogados de Madrid y durante un tiempo en el de Sevilla.

      En La Tribuna, periódico liberal de tendencia maurista, conoció a Magda Donato seudónimo de Eva Nelken (y hermana de Margarita), que colaboraba en las páginas culturales. Ella misma empezó a publicar en Hoy, El Sol y El Tiempo sus primeros artículos feministas. Y en La Libertad tuvo una sección fija, «Mujeres de Hoy», sobre personalidades de la época. La huelga de prensa de 1919 hizo que surgieran nuevas cabeceras o se remodelaran las ya existentes. Así nació Hoy (fundado por un grupo de periodistas que provenía de Heraldo de Madrid y con una duración efímera, hasta 1921), en el que Campoamor publicó diversos artículos de forma regular en torno a 1920. La mayoría dedicados a la cuestión