Inmaculada de la Fuente

Inspiración y talento


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No le pagaban mucho, pero ese trabajo, sumado a su estancia en la residencia, la conectaba por partida doble con la Institución Libre de Enseñanza y su órbita académica e intelectual.

      La primera en todo

      Fue la primera mujer que se matriculó en Derecho, como recordaban sus profesores. El más querido, Luis Jiménez de Asúa. Aunque pronto surgiría una primera hornada de mujeres juristas coetáneas: Clara Campoamor, Matilde Huici y, posteriormente, Mercedes Formica. Victoria Kent se afilió a la Asociación Nacional de Mujeres Españolas y a la Juventud Universitaria Femenina. Fue la representante de esta organización en el Congreso de Praga de 1921 promovido por la Federación Internacional de Mujeres Universitarias. Después vinieron otras organizaciones y alianzas políticas o culturales. Un mundo marcado por la cooperación en el que una joven individualista, y al mismo tiempo ávida de sumar como Victoria Kent, tenía por fuerza que llamar la atención.

      Carmen de la Guardia, autora de Victoria Kent y Louise Crane en Nueva York, un exilio compartido, incluye a la abogada en el elenco de mujeres independientes y modernas que buscaban un nuevo papel social y un destino elegido. Al encaminarse a Derecho y entrar en el círculo de María de Maeztu, directora de la Residencia de Señoritas, Victoria Kent pergeñó lo que iba a ser su trayectoria: el contacto temprano con las élites culturales e intelectuales le facilitaría su acceso a la política. Aunque, como observa con agudeza Zenobia Camprubí, tanto Victoria Kent como las pocas chicas que estudiaban Derecho no sabían si ejercerían algún día esa profesión, eminentemente masculina hasta entonces. En una conferencia sobre las españolas que Camprubí pronunció el 29 de octubre de 1936 en el Club de Mujeres de Puerto Rico, recordó que en los años en que fue secretaria de la Junta para Becas a Mujeres en Estados Unidos (institución presidida por María Goyri y creada por María de Maeztu durante la guerra del 14 a instancias de personalidades americanas) le costaba encontrar candidatas para estudiar en los prestigiosos colleges Wellesley o Vassar. Muy pocas españolas estudiaban entonces inglés, como no fuera para lucirse en sociedad, entre otras razones porque en el bachillerato se impartía francés. Y evocó a una joven Victoria Kent que, a punto de acabar la carrera de leyes, la visitó para solicitar una beca. Pero «esta muchacha, a pesar de su apellido, no sabía inglés», sentenció Camprubí, y no reunía los requisitos. Aun así, la animó a que fuera a estudiar el proceso de los tribunales juveniles del juez Lindsey, célebre jurista norteamericano. Pero «fracasé ante la dificultad del idioma», se lee en Diario de juventud: escritos y traducciones (Fundación José Manuel Lara, 2015, p. 320), obra que recoge el texto de la conferencia.

      Zenobia Camprubí continuó refiriéndose a la joven Victoria Kent en la conferencia para destacar que, a pesar de sus pocos ánimos para aprender inglés, «se había estudiado toda la carrera de leyes sin tener seguridad ninguna de que al terminarla pudiera ejercer», dado que sería la primera jurista. Algo que no le preocupaba demasiado a Victoria Kent, reconoció Camprubí. «Yo tengo fe completa en mis compañeros. Ellos me ayudarán a conseguirlo», le dijo la futura abogada. A Camprubí le pareció una actitud demasiado confiada, ya que lo fiaba todo a su tesón y a la buena voluntad masculina. Pero la conferenciante añadió: «No fue necesaria la ayuda de sus compañeros. En España ninguna mujer ha encontrado oposición de los hombres para participar en actividad intelectual alguna». Con la salvedad de «los prohombres de la Real Academia Española», que, rememoró, «se opusieron sistemáticamente al ingreso de algunas escritoras, como por ejemplo D.ª Emilia Pardo Bazán, que escribía mucho mejor que la mayoría de ellos». Un inciso que introdujo en la conferencia por iniciativa de Juan Ramón, advirtió.

      Lo cierto es que, al acabar Derecho, Victoria Kent estaba en el lugar apropiado para que sucedieran las cosas. Era la joven aplicada que contaba con el beneplácito de hombres y mujeres en los círculos académicos o políticos que frecuentaba. Se licenció en 1924 e ingresó en el Colegio de Abogados de Madrid a principios del 25. Al ser la primera mujer que lo solicitaba, la Junta Directiva abonó su cuota de colegiada y salió a recibirla cuando acudió a la sede del Colegio con su título. Ella lo vivió como «un hermoso gesto de los hombres», los dueños en ese tiempo de todos los resortes profesionales.

      Era una triunfadora a la que solo se le resistía el inglés, a pesar de estudiarlo varios años en el International Institute for Girls de la calle Miguel Ángel, muy próximo a la Residencia de Señoritas. Quizás la negativa de Zenobia Camprubí a darle aquella primera beca le ayudó a esforzarse y perseverar. En el Instituto Internacional había un flujo de estudiantes extranjeras que, durante sus estancias en Madrid, daban conferencias en la residencia —y a menudo se alojaban en ella—, por lo que Victoria Kent tuvo ocasión de conocer a mujeres de diversas mentalidades y establecer relaciones intensas con algunas de ellas.

      Una adelantada en un mundo de hombres

      Empezó a trabajar de pasante en el despacho de Álvaro de Albornoz para luego montar su propio bufete —de nuevo fue la primera mujer en dirigir uno— en la calle Marqués de Riscal 5, dedicado a derecho laboral. En la fachada del edificio, el Ayuntamiento de Madrid colocó en octubre de 2017 una placa conmemorativa en memoria de la letrada. En esa calle y otras colindantes había otros despachos de abogados. Entre ellos el de José Antonio Primo de Rivera, del que fue contrincante en dos casos. En calidad de abogada laboralista asesoró al Sindicato Ferroviario y a la Confederación Nacional de Pósitos Marítimos y presidió en 1927 el primer Congreso de Cooperativas de España. Más de un compañero de carrera hubiera deseado una entrada en la abogacía tan brillante como la suya.

      Fue una vida singular la de Victoria Kent, tanto como mujer adelantada en un mundo de hombres como en sus relaciones con otras pioneras. Fue esa experiencia personal, tan diferente a la mayoría de las mujeres de su generación, la que le llevó a no considerarse feminista en su madurez; no quiso entrar en ese debate. Los hombres le habían tratado como a una igual; no le habían puesto trabas. Defendía la igualdad de derechos, pero no el feminismo moderno y sus reivindicaciones concretas en la vida privada. Pensaba que si una mujer no quería tener hijos —tal vez pensaba en sí misma al decirlo—, estaba en su derecho, pero si decidía tenerlos, la familia era lo primero, y ahí salía a relucir el modelo materno que ella conocía. No creía en la guerra de los sexos porque no la había vivido. «No he tenido que empujar ninguna puerta… El progreso se lo debemos a los hombres: lo que tenemos que hacer nosotras es sumarnos», aseguró en una entrevista realizada por Joaquín Soler para RTVE. Y añadió que a ella le gustaba ir de la mano de un hombre en sus proyectos. Esa había sido la tónica en su trayectoria.

      La abogada fue una de las fundadoras del Lyceum Club femenino, creado en Madrid en 1926 al estilo de otros ya existentes en las principales capitales de Europa y Estados Unidades. «La primera persona que vino a hablarme de fundar un Club de Mujeres fue Victoria Kent, a quien no había visto desde sus días de estudiante. Me pareció excelente la idea», reconoció Zenobia Camprubí al aludir al Lyceum en su conferencia de Puerto Rico. Aunque la idea inicial partió de María Martos de Baeza: una norteamericana a la que daba clases de español se lo sugirió. María Martos trasladó la idea a María de Maeztu y esta se planteó que fuera mixto, pero el club siguió finalmente el modelo anglosajón: un lugar de encuentro para mujeres ajeno a toda idea política y religiosa en el que impartirían conferencias los más importantes intelectuales de la época. María de Maeztu fue la presidenta, Victoria Kent e Isabel Oyarzábal fueron nombradas vicepresidentas, y Zenobia Camprubí, secretaria. Aunque desde 1928 quien dirigía el club de facto era Oyarzábal, debido a los múltiples compromisos de María de Maeztu. El club disponía de una surtida biblioteca que, en los primeros años, dirigió María Lejárraga y pasó a ser un referente cultural. En el reglamento introdujeron un artículo, copiado del que regía en el Casino de Madrid, que indicaba que se dejaban fuera las discusiones políticas y religiosas. A pesar de que las asociadas compaginaban su rol clásico de atención a los hijos junto con su emancipación intelectual —y de que muchas de las casadas contaban con servicio—, levantaron suspicacias en los sectores más rancios, y en particular en algunos clérigos que las acusaban de lyceómanas y de desatender a su familia. Victoria Kent y la también abogada y afiliada Matilde Huici se encargaron de la defensa jurídica del club frente a los ataques de sus detractores. Matilde Huici también