Inmaculada de la Fuente

Inspiración y talento


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su labor hacia los Tribunales de Menores y a trabajar con jóvenes delincuentes abandonadas o explotadas a través de la Casa-Escuela Los Arcos, situada a las afueras de Madrid.

      «Esta es una mujer que no se contenta con poco», afirmó Zenobia de Matilde Huici, en oposición a la decepción que le produjo la joven Victoria Kent. Su admiración por Matilde Huici no solo se debía a haber seguido sus consejos de formarse en Estados Unidos, sino a que se ocupaba de los menores desprotegidos, un asunto en el que Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí se involucraron. Poco antes del golpe militar del 36 y de la Guerra Civil, el matrimonio Jiménez llegó a albergar y atender a un grupo de chicos en dos pisos de los que la emprendedora Zenobia Camprubí solía alquilar a extranjeros. Precisamente, una de las preocupaciones del matrimonio Jiménez, al abandonar España camino del exilio, fue asegurarse de que sus chicos quedaran amparados.

      Por el contrario, los comentarios de Camprubí sobre Victoria Kent dejan entrever que no siempre hubo entendimiento y complicidades entre las grandes mujeres que pusieron en marcha el Lyceum Club y otras iniciativas. Pudo tratarse, inicialmente, de un choque de temperamentos: Zenobia Camprubí era resuelta, irónica a veces y muy franca en sus juicios; Victoria Kent era resolutiva, pero de carácter concentrado y reflexivo. No era extraño que surgieran desencuentros y que estos se prolongaran hasta el exilio.

      La llamada de la política

      Kent dejó la Residencia de Señoritas a comienzos de 1930, un año importante en acontecimientos políticos y personales. Se instaló en el piso donde tenía el despacho, separando la zona privada y profesional. Con ella se trasladó durante unos años su amiga Julia Iruretagoyena y su hijo, León Meabe. Julia Iruretagoyena era la subdirectora de la Residencia de Señoritas y había enviudado de Tomás Meabe, cofundador en Bilbao, junto con Indalecio Prieto, de las Juventudes Socialistas. El dolor de Julia Iruretagoyena por la pérdida de su marido coincidió con el duelo de Victoria Kent por la muerte de su madre. El hijo de Julia Meabe, Leonchu, fue para la abogada un soplo de vida y un consuelo desde que llegó a la residencia con cinco años, acompañando a su madre. Él fue la base, según Victoria Kent, de «la amistad fraternal y entrañable» que unió a los tres y que les llevó a convivir y a pasar juntos algunas vacaciones en la sierra madrileña o en Hendaya, cerca de la familia de Iruretagoyena.

      Más allá del Lyceum Club, Victoria Kent creó, con Matilde Huici y Clara Campoamor, el Instituto Internacional de Uniones Intelectuales. Tentada por la política, se afilió al Partido Republicano Radical Socialista y, como responsable del comité del distrito centro, organizó su rama femenina: el Ateneo Femenino Radical Socialista. Escribía artículos, además, en La Voz y en El Sol, y su reputación como jurista crecía. Pero fue su defensa de Álvaro de Albornoz lo que acrecentó su popularidad y facilitó su salto a la política. En 1931 era miembro de la Academia de Jurisprudencia y, en 1933, de la Asociación Internacional de Leyes Penales de Ginebra.

      Manuel Azaña relató que Victoria Kent participó en la reunión que dio origen al Pacto de San Sebastián en agosto de 1930, un encuentro que fijó la estrategia de los partidarios de la República para dar por amortizada la monarquía de Alfonso XIII. Habría sido la única mujer presente en la reunión, pero ni firmó el pacto ni consta que acudiera en las notas de prensa. Es posible que su propia discreción le hiciera aparecer como mera acompañante u observadora de la delegación de su partido. En cualquier caso, estaba en plena sintonía con los autores del manifiesto y su apoyo al Pacto de San Sebastián era inequívoco.

      Al ser acusado Álvaro de Albornoz, miembro del comité revolucionario republicano, de conspirar contra el Estado (tras la fallida rebelión de Jaca en diciembre de 1930), confió su defensa a la joven Victoria Kent. El resto de los acusados —desde Largo Caballero a Miguel Maura— contaron con abogados de prestigio y, desde luego, varones. El juicio tuvo una enorme repercusión, acrecentada por la novedad que suponía que una joven letrada actuara ante un Consejo de Guerra constituido por jueces militares de alto rango debido a la categoría de Largo Caballero, que pertenecía al Consejo de Estado. The New York Times destacó la profesionalidad de Victoria Kent rompiendo «todas las tradiciones y haciendo una serena y original defensa». Kent aseguró que su defendido no pudo firmar el manifiesto al encontrarse entonces en la cárcel, entre otros argumentos. Fue absuelto, al igual que los otros conjurados civiles.

      Se había acostumbrado a ser durante años la primera mujer que protagonizaba situaciones inéditas, pero aún le quedaban nuevos escalones por recorrer. Al proclamarse la República, tras unas elecciones municipales que resultaron ser plebiscitarias, Kent se unió a la multitud que llenaba las calles madrileñas festejando la noticia hasta llegar al palacio de Comunicaciones. Entró en el edificio, donde ya ondeaba la bandera republicana y apareció en el balcón junto con los ministros del Gobierno provisional, amigos suyos la mayoría. Desde arriba pudo ver a toda aquella gente que reía, se abrazaba o aplaudía y que gritaba: «¡Viva la República!». Los de abajo divisaron a una mujer que se iba a convertir en un icono popular.

      A los pocos días, el 18 de abril de 1931, Fernando de los Ríos, a propuesta de Andrés Saborit, la nombró directora general de Prisiones. Apenas hubo reticencias en un Ejecutivo que buscaba proyectar una imagen de modernidad. Niceto Alcalá-Zamora ya la había sondeado antes: «¿Quiere usted colaborar con nosotros?». «Sí claro». «La asignaremos la Dirección General de Prisiones». «Nada me podía complacer más», contestó ella. «Lo acepté con toda mi alma», declaró a Joaquín Soler, «porque me interesaban los problemas sociales. Y los problemas sociales requerían una base jurídica».

      La mujer que revolucionó las cárceles

      Su imagen dio la vuelta al mundo. Era un cargo inusual en una mujer, pero ella estaba dispuesta a reformar las cárceles desde una posición humanista y modernizadora. Llamó la atención de la prensa internacional su propósito de introducir «los más modernos conceptos» penitenciarios en un sistema atrasado en el que todavía se encadenaba a determinados reos. Renovó los viejos camastros de las celdas por nuevos jergones y desterró grilletes y cadenas. Una vez retirados, cadenas y grilletes se apilaron y los mandó fundir con otros metales para hacer un busto a Concepción Arenal, la Visitadora de Cárceles, en la que se inspiró para llevar a cabo los cambios. Visitó el Penal del Dueso, uno de los más peligrosos, donde los funcionarios decían que los presos acumulaban objetos punzantes y otras armas, y se dirigió a ellos para pedirles que los depositaran en el patio. Les habló en nombre del Gobierno de la República en un tono persuasivo y didáctico y les advirtió que las autoridades tenían medios para arrebatárselos, pero que era conveniente que los dejaran por propia voluntad. Fuera por la novedad del discurso o por su elocuencia, uno a uno los presos fueron dejando una montaña de navajas y de otros objetos cortantes en el patio.

      Su filosofía sobre la reinserción del preso era clara: o se cree que «nuestra función sirve para modificar al delincuente o no lo creemos». En ese caso, de poco servirán las mazmorras y el repertorio entero de castigos. Estableció un sistema de permisos entonces novedoso y mandó construir, en Ventas (Madrid), una moderna cárcel para mujeres, recluidas hasta entonces en un convento en condiciones calamitosas. Creó de nuevo cuño el cuerpo femenino de prisiones en sustitución de las religiosas, que no estaban capacitadas para la tarea, y puso en marcha el Instituto de Estudios Penales, que dejó en manos de su querido profesor Jiménez de Asúa. Fue un tiempo en el que Victoria Kent supo lo que era el poder y la celebridad. Su nombre apareció en el popular chotis El Pichi, que se representaba en la revista Las Leandras, protagonizada por Celia Gámez: «Anda y que te ondulen / con la permanén / y pa suavizarte que te den / cold-crem. / Se lo pues pedir a Victoria Kent, / que lo que es a mí / no ha nacido quién».

      Pero también conoció la crítica desde las filas gubernamentales. Sus métodos se consideraban demasiado suaves y se encontró sin apoyos cuando trató de reformar el cuerpo de prisiones masculino, lo que precipitó su dimisión en mayo de 1932. La versión cruel y machista de Azaña, en su diario sobre su cese, asume que el Gobierno lo provocó:

      El Consejo de Ministros ha logrado ejecutar, por fin a Victoria Kent. Victoria es generalmente sencilla y agradable y la única de las tres señoras parlamentarias simpática; creo