Cesar Gavela

El general se confiesa


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Pero en España es así, yo no lo he inventado”.

      Elva abrazó a Pablo.

      -Todo se va a arreglar y muy pronto; ya lo verás.

      -Papá está preso.

      -No lo está, no digas esas cosas. Se lo han llevado para hacerle unas preguntas, eso es todo.

      -¿Qué preguntas, mamá?

      -No lo sé. Pero seguro que lo han confundido con otro.

      Luego le dijo que tenía que ser fuerte. Y que siguiera durmiendo porque ella tenía que irse un rato.

      -No quiero quedarme solo.

      -Antes de que despiertes estaré aquí.

      -¿De verdad?

      -Mucho antes.

      -¿Volverás con papá?

      Ella le dio un beso y lo llevó de la mano hasta su cuarto. Luego se peinó, se vistió, pidió un taxi por teléfono y se presentó a las tres y cuarto de la mañana en la sede de la Dirección General de Seguridad, en la Puerta del Sol. Pero allí lo único que lograría saber, después de una larga espera y de las palabras humillantes de los policías, fue la fría confirmación de que su marido estaba en una de las celdas. Ningún otro dato.

      -Y ahora se tiene que marchar de aquí.

      Volvió a casa antes de las siete de aquel día 13 de julio de 1964. Pablo estaba despierto, en la cama. Madre e hijo se abrazaron, permanecieron así un largo rato. Se necesitaban más que nunca, ella dijo que en aquel abrazo también estaba Luis Boeza. Que les quería, que pensaba en ellos. Luego se quedó sin palabras, su rostro parecía tallado por el dolor y la desesperanza. Se fue al baño, se lavó la cara y entró en la cocina para preparar el desayuno de Pablo: un tazón de leche y una rebanada de pan con mantequilla y miel.

      El niño iría a clase, como todos los días: su madre se lo había pedido. Lo despidió fingiendo normalidad. Pablo se dio cuenta y agradeció esa actitud, que tanto necesitaba. Sin decir nada fue bajando las escaleras, el colegio estaba a unos trescientos metros.

      Cuando se quedó sola, Elva rompió a llorar. Ahogaba sus gritos apretando la almohada contra la boca. Sus manos temblaban, le ardían los ojos. Consideraba que su vida había terminado, la vida mejor que había tenido, aunque no fuera perfecta. Sentía que solo iba a haber túnel y dolor a partir de entonces.

      Se sintió desamparada. Como una niña que avanza por un desierto blanco. Entonces recordó a su padre, trató de protegerse así. Se llamaba Eliseo Martín Abenza y había muerto cuando ella tenía once años. Era conductor de tranvía y en la guerra fue miliciano en la defensa de Madrid, donde fue abatido en noviembre de 1936. Le alcanzaron los disparos de una ametralladora situada en el hospital clínico de la Ciudad Universitaria.

      “Quédate por aquí, padre, en estos días me harás falta. Quiero que estés mucho más cerca que otras veces. Mirándome y que me escuches. Quiero sentir que no estoy sola, que tú me sujetas. Que me dices las palabras que necesito para vivir. Palabras que vienen de la muerte y que por eso valen tanto. Porque soy tan hija tuya en la muerte como en la vida”.

      ¿Y su madre? No hacía falta recordarla: la tenía presente en todo. Había muerto de un derrame cerebral tres años antes, a los 57. Carmen Canal Vila se filtraba en su vida en cada instante, sin decir nada. Ella sabía muchas cosas de su hija, aunque cada vez sabía menos. Porque el tiempo pasa y Elva ya notaba que los muertos también van perdiendo la memoria.

      Luego se durmió, no se despertaría hasta que vino Pablo del colegio. El niño la encontró en la cama, pálida y azul, como si fuera otra madre.

      -Ven, hijo mío, dame un beso.

      No lloraron esta vez. Ella dijo:

      -Tenemos que vivir como si papá estuviera con nosotros. Además, lo está.

      Se levantó, preparó una ensalada y llamó a su trabajo para decir que no iría, que se encontraba mal, y se puso a ordenar la casa. Cambió las sábanas, aireó los cuartos y hasta saludó con naturalidad a las vecinas por el patio de luces. Luego se quedó dormida en el cuarto de estar.

      En la cena apenas hablaron, no tenían ánimos. Una columna de silencio se había ido adueñando de los dos poco a poco. Ella intuyó que aquel silencio les iba a cuidar en cada momento de tristeza o de temor. Era un huésped tímido, pero también tenaz. Y bueno.

      -El silencio habla, hijo mío, tienes que entenderlo.

      -No sé qué quieres decir, mamá, pero eso debe de ser porque soy un niño.

      -Cada día te dirá más y debes escucharlo siempre. El silencio te acaba indicando lo que hay que hacer, aunque sea duro. Y no eres tan niño, vas a cumplir doce años. A esa edad no se es un niño del todo.

      -¿Y qué se es entonces? ¿Qué soy?

      -Un niño mayor, algo así.

      -¿Un adolescente?

      -Yo creo que todavía no.

      Si ella tuviera fe en Dios pensaría que aquel amortiguarse la vida era un regalo del cielo. Pero como no era religiosa, atribuyó la inesperada quietud que sentía a alguno de los misterios que guarda el cerebro. A mecanismos que solo se ponen en marcha cuando circunstancias muy excepcionales los reclaman. Herramientas que traen las destrezas más sutiles, decantadas por la Humanidad a lo largo de cientos de miles de años.

      -¿Sabes una cosa, hijo? Los hombres primitivos nos están ayudando a los dos. Ahora, en estos tiempos tan difíciles.

      -¿Los que vivían en las cavernas?

      -También los de antes. Ellos fueron aprendiendo todo de padres a hijos, a lo largo de muchísimos años.

      -¿Qué es aprenderlo todo, mamá?

      -Lo que es la vida, Pablo. El nacer, el vivir, el morir, el que sucedan cosas buenas y malas. Ellos lo supieron mucho antes que nosotros. Es una luz que fue pasando de hombre en hombre, de mujer en mujer… Y eso lo llevamos dentro.

      -¿Todos?

      -Claro. Cuando nacemos no solo nos dan un cuerpo, unos sentidos. También nos dan ese secreto.

      -Lo que dices es bonito. Es como si fuéramos amigos de los hombres primitivos.

      Se acostaron, durmieron abrazados. Aquella noche Pablo soñó con su padre.

      “Entonces, ¿es verdad que hay hombres malos?”

      “Siempre los ha habido. La vida es así aunque no debería serlo. Hay personas egoístas y crueles que lo quieren todo para ellos, o a las que les gusta hacer daño.

      “¿Y esos hombres que te vigilan, papá, son malos…?”

      Se despertó asustado, llorando.

      -¡Papá!

      Elva López se dio la vuelta, le abrazó y le dijo:

      -Papá va a venir.

      -¿Cuándo?

      -Dentro de un tiempo. No será muy largo, ya lo verás.

      -Si no viene pronto iré a buscarlo y lo traeré. Seguro que puedo, mamá. ¿O tú crees que no?

      -Lo que importa es que vas siendo un hombre. Lo demuestras en todo y yo estoy muy contenta.

      -Soy un soldado, no soy un niño. Yo no lloro, yo mato.

      Elva López sonrió.

      -No debes decir esas cosas.

      -Hay que matar a los hombres que se lo merecen, mamá.

      -Nadie merece morir. Ni siquiera quienes han hecho mucho mal.

      -Eso lo dices porque eres buena, mamá, pero no tienes razón.

      “Un estadista está emplazado por la historia, no por los asuntos cotidianos. Él no sabe de lo pequeño ni tiene por qué saberlo. En realidad,