Cesar Gavela

El general se confiesa


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necesita tocar la piedra negra de su vileza antes de regresar del modo más rápido a la normalidad.

      En algunas noches llegó a decirse a sí mismo que quería ser bueno, terminar la vida siéndolo. Salía entonces del hotel con una sonrisa de loco y todo le parecía bien. Estaba pendiente de los niños o de los ancianos que iban a cruzar una calle y daba limosna a cada mendigo que veía. Luego se acercaba al mar y trataba de justificarse frente a las olas en penumbra. Le brotaban entonces unas palabras sinceras, extrañas, que solo pronunciaba allí. Eran un balbuceo, una despedida. Le hablaba al Atlántico o al Mediterráneo como si fuese una persona. Pero el mar nada le devolvía, ni siquiera un reproche.

      El niño ya tenía que estar muy cerca de Franco. Hasta ese momento todo había sido bastante fácil, como si fuera un sueño lo que vivía. Imaginó que algo tenía que pasar, algo que lo cerrara todo y le devolviese a la realidad. Pero no sucedía nada y él seguía caminando, cada vez más despacio.

      Sintió que la tierra ardía: el monte, el mundo, el tiempo, él mismo. Había cruzado fronteras, ya estaba del otro lado.

      -¡Chaval…! −gritó alguien−. ¡No puedes seguir!

      Se detuvo. Esperó un poco pero nadie le dijo nada. Miró hacia la cumbre de la loma y allí estaba Franco, sentado en una butaca de cuero.

      El general contemplaba la sierra: las cumbres, los robledales. Pablo no entendía cómo podían suceder así los instantes.

      Estaba en el corazón de la extrañeza. Poco a poco el silencio se fue haciendo absoluto.

      Pero era bien cierto que Franco estaba a unos setenta metros de distancia. Inmóvil, parecía Carlos V en Yuste, retirado y melancólico. Pero él no se había retirado ni tampoco era melancólico.

      “España es quien lo sabe todo, a nosotros nos basta con defenderla. Aunque poco podamos hacer contra la maledicencia de tantos historiadores que la odian, que tuercen los hechos y manipulan su significado. Son insidias muy dolorosas, pero también inherentes a la labor de todo gobernante. Pues bien, yo acepto el reto y no solo eso: lo convierto en munición para mi lucha”.

      “Con todo, qué ridículas las palabras que me tienen por fatuo o por incompetente. Qué vanos aquellos que dicen que yo, por mi edad, ya no controlo al ciento por ciento la nave del Estado. Que estoy viejo y decadente, despistado de mis obligaciones, engañado por los ministros. Qué estúpido pensar, qué equivocado y necio”.

      Toda España se encontraba bajo el ruido incesante de los veinticinco años de paz que difundía la propaganda del régimen. Los edificios públicos, las estaciones ferroviarias, los aeropuertos, los muelles, las entradas a las ciudades, los campos de fútbol, las plazas de toros, los puentes sobre las carreteras… estaban engalanados con unos carteles con dibujos que parecían de metal, estética mussoliniana. Fuerza, tierra, muerte y miedo eran el escenario de las espigas de acero, de los motores, de los cielos y los barcos, de los crucifijos.

      Los autobuses urbanos y los camiones llevaban las mismas imágenes en la gran ventanilla trasera. Había una intensa profusión de los papeles de la paz porque aún quedaba mucha guerra. Circulando por las miradas y las manos, por las normas y el miedo. Por el rencor y la vigilia.

      La gente de cierta edad aún lo sabía todo. Pero muchos no querían recordar nada. Miraban al horizonte, callaban. Los camiones levantaban polvo por los caminos. Iban a los pueblos, a las aldeas más perdidas y llevaban la buena nueva del régimen ya viejo. La polvareda de los camiones podía tener mucha tristeza; era un cántico sordo de dolor. Bandada de nieve seca y a ratos negra, tanto luto. Porque los muertos de las guerras tardan mucho en morirse finalmente.

      Ver los camiones: cómo se iban alejando de los pueblos, de las ciudades, verlos ya en las afueras, algo más lejos, entre los árboles que rodeaban las carreteras. Árboles pintados de blanco en el centro, y aquellos camiones que mecían el corazón de los niños.

      -¡Usted aquí…! ¿En mi casa? ¿Pero qué es esto? ¿Qué quiere a estas horas? ¿Detenerme a mí? ¡Váyase, déjeme! Prefiero morir a tener que verle. ¡Váyase!

      Manuel Acebo no estaba acostumbrado a recibimientos tan desabridos. Sonrió y dijo:

      -Te dejo que me hables así, no hay ningún problema. ¿Y sabes por qué? Porque yo ahora no vengo como comisario.

      -¿Y cómo qué viene? ¿Cómo James Dean?

      Acebo entró en la casa.

      -No aspiro a tanto, aunque me gustaría. En todo caso, yo creo que no soy feo. ¿Qué te parezco?

      Elva López no dijo nada. Él continuó:

      -Te voy a pedir un favor: no hagas ruido.

      -Yo en mi casa hago lo que quiero.

      -Te lo digo porque he venido aquí a hacer algo que no sé si querrás, pero yo sí quiero, y lo voy a hacer.

      -En cuanto lo vi, lo imaginé. Pero, ¿quiere que le diga una cosa? No va a poder.

      Manuel Acebo volvió a sonreír. Tenía toda la noche por delante. Se sentó en el sofá.

      -Soy paciente, Elva, y además, no duermo. Fíjate, he aprendido a no dormir. Es algo maravilloso: tengo todo el día para vivir. Para trabajar, para pensar…

      -Y para algo más.

      -¿A qué se refiere?

      Elva no respondió, las cosas se complicaban. Pero Manuel Acebo no iba a salir de aquella casa derrotado: había que esperar un rato. Hablar, jugar con las palabras, tratar de ganarse la confianza de Elva. Además, él sabía que algunas mujeres de detenidos estaban dispuestas a acostarse con él. A veces era por temor, pero sobre todo era por entender que así podrían mejorar la suerte de su marido.

      Había otras mujeres, sin embargo −y esas eran las únicas que le interesaban al comisario−, que lo hacían por un extraño deseo de olvidar al cónyuge. Porque, aunque lo amaran, él era la causa de su nueva situación difícil y angustiosa. Entonces se acostaban como quien da un paso hacia la locura más que hacia la traición. Y a veces también lo hacían desde un inconfesable y jamás entendido anhelo de obsequiar al verdugo. A cambio de nada.

      A Manuel Acebo esas mujeres le daban el placer más alto, el más buscado. Su gozo era ya pleno cuando terminaban reconociéndole que se habían entregado a él con una mayor generosidad que a sus maridos. Esas eran las palabras que el comisario perseguía. Aunque fueran falsas.

      Elva volvió a decirle que se marchara, pero él no hizo caso: fue arrinconándola en una esquina de la sala de estar. Era un cuarto amarillo limón con tres cuadros que había pintado Elva a los quince años. Uno era un crepúsculo en el mar, con un galeón en sombra. Otro una playa con palmeras y un velero blanco. El tercero, una flor que ella había inventado a partir del dibujo de una rosa.

      El comisario bajó los brazos y le ofreció tabaco. Elva lo rechazó.

      -¿No tienes vicios?

      -Los tengo todos. Pero con quien quiero.

      -Así me gusta, Elva. Algún día te contaré los momentos más ilustres de mi vida amorosa.

      -No me interesan.

      -Algunos son apasionantes, de verdad. También para una mujer. Sobre todo para una mujer inteligente como tú. Estoy seguro de que te gusta romper límites, buscar lo que aún no has vivido. No conozco a ninguna mujer valiosa a la que no le guste eso.

      -Muchas gracias por considerarme inteligente, comisario. Pero tengo otros principios. No soy como usted, afortunadamente.

      -¿Principios? A mí me hacen mucha gracia los principios. ¿Sabes por qué? Pues porque son finales. Enseguida se olvidan, caen. ¿Y sabes qué pasa luego?

      -No quiero hablar con usted. No lo puedo soportar.

      -El final es hacer lo que pensábamos que no haríamos.

      -¡Váyase, por favor…!

      -No te voy a hacer nada. Ni a