en la guerra franco-india o Guerra de los Siete Años en donde los imperios coloniales se enfrentaron con mayor dureza y todas las colonias se vieron inmersas de una o de otra forma. También en esa guerra muchos colonos, entre ellos George Washington adquirieron la experiencia militar que les posibilitó después luchar en la guerra de Independencia de Estados Unidos.
La guerra enfrentó a las potencias borbónicas y a Inglaterra. La estrategia de Inglaterra en América fue sencilla. Por un lado incrementar su presencia militar. Y por otro involucrar, lo máximo posible, en la guerra, a los habitantes de las Trece Colonias. Así envió a América a un ejército de 25.000 hombres y logró reclutar, aunque pagando salarios, a otros 25.000 residentes en América. La superioridad numérica inglesa obtuvo resultados. Las campañas bélicas inglesas querían cortar la comunicación entre Canadá y el Misisipi escindiendo así el territorio francés en Norteamérica. En 1758, las tropas británicas ocuparon, primero, Fort Frontenac en el lago Ontario y después Fort Duquesne, rebautizado como Fort Pitt al oeste de Pensilvania. Fragmentado en dos el Imperio francés en América, Inglaterra y sus colonias lanzaron un ataque masivo sobre Canadá. Desde la desembocadura del río San Lorenzo, y desde los lagos Ontario y Champlain, los ingleses la inundaron. Tras la derrota del general francés Louis Joseph Montcalm, en las llanuras del monte Abraham, los ingleses conquistaron Quebec. En 1760, Jeffrey Amherst, comandante en jefe del ejército británico, ocupó Montreal. El poderío británico fue superior en las batallas terrestres y además la marina británica obtuvo victorias en la América insular francesa y española. Así los ingleses conquistaron territorios franceses como Guadalupe, en 1759, y Martinica, en 1762, y lograron apoderarse del puerto de La Habana, vital para la defensa española del golfo de México. También en el Pacífico ocuparon el puerto de Manila, en Filipinas. Las potencias borbónicas sufrieron además en sus posesiones europeas. Su aplastante fracaso se plasmó en las duras condiciones de paz.
Así, en la Paz de París de 1763, las potencias borbónicas vieron tambalearse sus intereses americanos. España perdía la posibilidad de explotar, como había hecho desde el siglo XVI, la riqueza pesquera de Terranova, cedía, como única forma de recuperar su querido puerto de La Habana, “a su majestad británica, Florida con el fuerte de San Agustín y la bahía de Penzacola” y veía legalizada la explotación del palo campeche en la costa de Honduras por los comerciantes ingleses. Francia compensó a Inglaterra “con el río y puerto de la Mobila y todo lo que posee o ha debido poseer al lado izquierdo del río Misisipi a excepción de la ciudad de Nueva Orleáns y la isla donde ésta se halla situada, que quedarán a Francia; en inteligencia de que la navegación del río Misisipi será igualmente libre tanto a los vasallos de Gran Bretaña como a los de Francia”, también perdía la isla de cabo Breton frente a Nueva Escocia; además la Monarquía francesa, para resarcir de los desastres de la guerra a su aliada España, entregó a Carlos III, por el Tratado secreto de Fontainebleau de 1762, el territorio de Luisiana, que comprendía, tras la cesión que había hecho a Inglaterra, sólo la cuenca occidental del Misisipi incluyendo el puerto de Nueva Orleáns, en la parte oriental del río. Estas compensaciones, unidas a la entrega del Canadá a los ingleses, ocasionaron que Francia quedase excluida como potencia colonial de Norteamérica y que la línea divisoria entre los territorios hispanos y británicos en América estuviera en el río Misisipi.
Inglaterra y sus colonias se habían alzado triunfantes en las guerras imperiales. Las fronteras de la Monarquía Hispánica se habían alejado de las Trece Colonias inglesas. Además, Inglaterra obtenía otros territorios en América del Norte: Florida y Canadá. Francia dejaba de ser una potencia con intereses coloniales en la Norteamérica. Pero un nuevo problema se aproximaba para la exultante Corona inglesa. Las colonias americanas habían adquirido una clara conciencia de “nosotros”. Una economía boyante, una sociedad sofisticada, una cultura desarrollada y una experiencia militar común, fueron la causa de una reflexión americana propia e independentista.
La cultura revolucionaria
Las razones para comprender la revolución americana son complejas. Por un lado, el siglo XVIII en América fue el siglo del triunfo del pensamiento racional, del amor al saber, de la Ilustración y también de la defensa de valores éticos y emocionales procedentes de una cultura republicana. El republicanismo era común a la cultura política británica y también estaba presente en la revolución francesa, española, y en las guerras de independencia latinoamericanas. Tanto el racionalismo como el republicanismo americano, basado en la sobriedad y el patriotismo se oponían al reforzamiento del sistema imperial emprendido por la metrópoli.
Además, el triunfo británico en la Guerra de los Siete Años, creó también desequilibrios. El coste del Imperio británico había ascendido mucho al incorporar Canadá y Florida, y la deuda de la Corona era inmensa.
Ilustración y republicanismo
De la misma forma que en Europa, el siglo XVIII americano fue un siglo de debates políticos y culturales, de revisión, y de cambios. Los americanos, a pesar de los prejuicios europeos, tenían una cultura similar a la del viejo continente. Las lecturas, los programas universitarios, los intereses eran los mismos para los grupos dirigentes de las dos orillas del océano Atlántico. Es más, en América del Norte se tenía la percepción, desde la fundación de las primeras plantaciones europeas, de ser un continente virgen, un continente sin historia, un lugar apto para la realización de utopías religiosas y políticas que permitieran alumbrar sociedades más justas y sobrias que las desiguales y suntuosas organizaciones sociales generadas por las monarquías europeas.
Sin embargo, desde Europa se percibía a América de forma peyorativa. En las publicaciones periódicas y en los libros de los ilustrados europeos, América aparecía descrita como un mundo joven e inexperto incapaz, todavía, de producir una cultura parecida a la de la Vieja Europa. Y así se percibía América tras la lectura de los escritos del abate Raynal, de William Robertson, de Cornelius de Paw, y hasta del conde de Buffon. “La naturaleza permanece oculta bajo sus antiguas vestiduras y nunca se exhibe con atuendos alegres. Al no ser acariciada ni cultivada por el hombre” –afirmaba el conde de Buffon– “nunca abre sus benéficas entrañas. En tal situación de abandono, todas las cosas languidecen, se corrompen y no llegan a nacer”. Estas afirmaciones ofendían a los ilustrados americanos. Fue Thomas Jefferson el abanderado de la Ilustración norteamericana. No sólo escribió como respuesta a las obras del conde de Buffon y del resto de la ilustración europea sus Notas sobre el estado de Virginia, sino que contrató a un experto militar, el general Sullivan, para liderar una expedición cuya finalidad era la de capturar el mejor ejemplar de alce macho de América. Y efectivamente después de un sinfín de percances nuestro general encontró un buen ejemplar y lo envió con celeridad a Europa. Buffon quedó sorprendido con su regalo pero recibió muchos más. Magníficos castores, faisanes, un águila americana y hasta una piel de pantera le fueron amablemente obsequiados por Jefferson. No sabemos si por terminar con este desfile de ejemplares del reino animal o por verdadera convicción, lo cierto es que Buffon afirmó públicamente que la naturaleza americana era, por lo menos, tan apta para el progreso humano como la europea.
Esta falta de percepción, no sólo británica sino de toda Europa, de las similitudes entre el mundo americano y el europeo estuvo detrás de los desencuentros entre Inglaterra y su mundo colonial en el siglo XVIII.
También esa desigual percepción de los dos mundos ha contribuido a uno de los debates más prolíficos de la historiografía de los países de habla inglesa: el de las influencias teóricas que posibilitaron la revolución americana. Para muchos historiadores y politólogos, la tradición política americana era exclusivamente liberal y además excepcional. Para otros, la cultura revolucionaria había bebido de las mismas fuentes que la cultura política inglesa. Era la misma y por lo tanto tenía influencias de un republicanismo que, presente en Grecia y Roma, había sido enriquecido en las repúblicas italianas renacentistas, también lo habían enarbolado los revolucionarios republicanos ingleses, y lo reelaboraron autores ilustrados, sobre todo, de procedencia escocesa. En la actualidad, la mayoría de los historiadores coinciden al afirmar que la cultura política que posibilitó la revolución estadounidense era una cultura original, rica, y ecléctica.
Las influencias que recibieron los revolucionarios norteamericanos fueron muy diversas