Carmen de la Guardia

Historia de Estados Unidos


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independientes unos de otros y sólo tenían un embrión de organización política común: el Segundo Congreso Continental. El Congreso, además, tenía escasos poderes y dificultades tanto para organizar y dirigir la guerra como para establecer alianzas diplomáticas, necesarias para ganarla. Los propios congresistas lo sabían y decidieron nombrar un comité presidido por el abogado de Filadelfia, John Dickinson, para estudiar la posibilidad de crear un marco político común. De nuevo la cultura política del XVIII americano entró en debate. “La experiencia debe de ser nuestra guía”, afirmaba Dickinson, en los debates sobre el mejor modelo político que se podía instaurar. Fervoroso del barón de Montesquieu y temeroso, como la mayoría de los revolucionarios al principio de la guerra, del abuso de poder del rey de Inglaterra, Dickinson optó por un modelo político confederal. Consideraba que era la mejor forma de garantizar los derechos enumerados en la Declaración de Independencia. Cuanto más próximo está el poder de los ciudadanos menos peligro existe de reproducir situaciones de abuso de poder como las vividas con el rey Jorge III.

      Los Artículos de la Confederación reconocían que en los Estados Confederados de América, como en el resto de las confederaciones conocidas, la soberanía recaía en cada uno de los estados. Y eran ellos, los que a través de sus instituciones, satisfacían las demandas de los ciudadanos. En realidad, en el Congreso de la Confederación sólo se trataban problemas que afectaban a los estados y por ello cada uno de los Trece Estados, sin importar el número de habitantes que tuvieran, tenía la misma representación: un solo voto. Además el Congreso de la Confederación tenía escasos poderes. Dirigir la guerra, concertar tratados de paz, intercambiar delegaciones diplomáticas con otras naciones, regular los asuntos indígenas, resolver las disputas entre los distintos estados, acuñar moneda y organizar y dirigir un servicio postal confederal. No tenía capacidad ni para fijar impuestos y recaudarlos ni para regular las competencias comerciales. Los estados retenían todas las competencias que no se habían traspasado expresamente al Congreso.

      El proyecto propuesto por John Dickinson fue aprobado por el Congreso Continental en 1777 pero necesitaba además para su puesta en vigor la ratificación de los estados miembros. Y allí es donde comenzaron a surgir los problemas.

      Si bien todos los estados estuvieron de acuerdo en constituirse en una Confederación de estados soberanos, no ocurrió lo mismo con los límites de cada uno de los estados miembros de la Confederación que ahora debían definirse. Todos los jóvenes estados tenían muchas ambiciones territoriales. Las fronteras entre ellos y también las lindes con los imperios coloniales, español e inglés, no estaban bien definidas. Además, estando como estaban en guerra era previsible que se produjeran, de nuevo, cambios territoriales en América del Norte. Nada menos que siete de los Trece Estados reclamaban para sí territorios en el Oeste. Todos preveían, conforme avanzaba la guerra de Independencia, que Gran Bretaña abandonaría los territorios entre los Allegany y el Misisipi; así como los comprendidos entre el oeste de Florida y los Grandes Lagos. Massachusetts, Connecticut, Nueva York, Virginia, las dos Carolinas y Georgia, enarbolando viejos mapas coloniales, reclamaban para sí territorios del Oeste.

      Massachusetts pedía todo el territorio al oeste de Nueva York, Connecticut una zona amplia al sur de la frontera de Massachusetts, Virginia exigía casi todo el valle del río Ohio y el Noroeste. Los estados sureños, basándose en sus viejas cartas coloniales, reclamaban las tierras comprendidas entre sus fronteras del Oeste y el Misisipi. Sin embargo las reclamaciones más sorprendentes eran las de Nueva York. No estaban articuladas en torno a las viejas cartas coloniales sino a la cesión de los iroqueses de todas las tierras situadas entre el río Tennessee y los Grandes Lagos.

      Tres años tardaron los trece Estados Unidos en llegar a un acuerdo sobre sus fronteras y poder ratificar los Artículos de la Confederación. Sólo en 1781, y tras duras negociaciones, pudieron alcanzarlo. Los siete estados implicados aceptaron renunciar a sus derechos sobre los territorios del Oeste y cedérselos a la Confederación. El acuerdo territorial, además, fue muy importante para el futuro de Estados Unidos. Comenzó una etapa de debates en el Congreso y también de proyectos. En esas discusiones sobre los territorios denominados “del Noroeste”, se plasmó el inmenso interés de la Confederación de Estados Unidos por expandir sus “fronteras” pero también el temor a que el crecimiento territorial, como había ocurrido durante la historia de Roma, pudiera acarrear la corrupción de los valores republicanos. Los territorios sobre los que los diferentes estados habían cedido sus derechos, serían administradas por el propio Congreso de la Confederación, hasta llegar a un acuerdo definitivo sobre su futuro.

      Guerra y acuerdos de paz

      Fue muy difícil para las antiguas colonias inglesas lograr militarmente su independencia. Desde el mismo momento que, en el Segundo Congreso Continental, George Washington fue nombrado comandante en jefe del ejército americano sabía que la empresa era de una gran envergadura. Transformar a las milicias coloniales en un auténtico ejército, dominar la resistencia interna –muchos colonos y muy capacitados permanecieron fieles a Gran Bretaña–, y contribuir a convencer a las potencias borbónicas para que intervinieran en la guerra, eran sus retos inmediatos.

      Durante toda la época colonial el ejército encargado de la defensa de las colonias inglesas era el ejército británico. Los colonos se organizaban en milicias para apoyar las actuaciones del ejército regular pero se sentían, ante todo, granjeros y artesanos. Trascurrido el tiempo necesario para resolver un conflicto concreto siempre regresaban a sus hogares. Cuando el Segundo Congreso Continental decidió transformar a las milicias, que se estaban enfrentando militarmente con el ejército británico, en un ejército regular la situación era desoladora. El Congreso no disponía de material bélico, no tenía municiones y tampoco experiencia militar como para ganar la guerra. Nada más estallar la violencia, en los alrededores de Boston, las milicias de Vermont y de Massachusetts, los Green Mountain Boys, dirigidos por Ethan Allen, lograron apoderarse de la fortaleza de Ticonderoga, en el lago Champlain, obteniendo pólvora y cañones. Fue el armamento inicial del ejército continental. Pero el desorden entre la tropa se mantenía. No sólo los integrantes de las milicias eran voluntarios, sino que las milicias tenían derecho a elegir por votación a sus jefes y oficiales. La indisciplina era habitual. Los distintos grupos de milicias no compartían ni siquiera el uniforme.

      Mientras que George Washington viajaba de Filadelfia a Boston para incorporarse a su nuevo destino, el ejército británico se enfrentó a los patriotas americanos en Bunker Hill. La gran cantidad de bajas provocó una reflexión en Washington. Era prioritario reorganizar al nuevo ejército de mar y de tierra norteamericano. En octubre de 1775, el Congreso Continental organizó una armada transformando buques mercantes. Creó también un cuerpo de infantes de Marina.

      Sin embargo las medidas militares del Congreso Continental no fueron suficientes para convencer a los colonos indecisos. Al igual que había ocurrido con las colonias inglesas en América del Norte que se habían dividido frente al proceso de independencia de las Trece Colonias atlánticas, muchos colonos no mostraron ninguna simpatía por la independencia.

      Al estallar el conflicto armado, las tres colonias inglesas más septentrionales de América –Nueva Escocia, Terranova y Quebec– que estaban menos pobladas, eran menos dinámicas, y habían pertenecido a distintos imperios coloniales, permanecieron fieles a la Corona británica. Tampoco se unieron a la rebelión los plantadores de las Indias Occidentales muy vinculados al mercado británico. De la misma forma, más de una cuarta parte de la población de las Trece Colonias atlánticas permaneció fiel a la Corona británica. Fueron denominados realistas, tories o Amigos del Rey. La mayoría de los realistas compartían la cultura política revolucionaria y se opusieron, enarbolando el concepto de libertad británico, al reforzamiento del sistema imperial. Pero estaban convencidos de que la guerra era peligrosa para las colonias y también de que éstas prosperarían más y de forma más equilibrada dentro del imperio. Sólo se debía revisar el sistema imperial, nunca romperlo. Desde el principio, los revolucionarios exigieron fidelidad a su causa y declararon la lealtad a Jorge III como alta traición. Los castigos para los tories fueron duros y continuos, desde la pena de muerte a la confiscación de bienes y la cárcel. En todas las colonias había realistas pero, sobre todo, en las de Nueva York, Nueva Jersey y en la más joven de Georgia. Es más, Nueva York contribuyó con más hombres al ejército de Jorge III