ni norteamericano sobre España, el interés norteamericano era primordialmente geoestratégico; su preocupación por el devenir español se incrementó notablemente tras el 25 de Abril en Portugal, desde Estados Unidos se utilizó al máximo la vinculación de dos conceptos, el de liberalización y el de conexión con Occidente y, paralelamente, la Administración Ford insistió en que sus socios europeos secundaran su actuación en España. Todas estas ideas se conectan entre sí entretejiendo la trama de las actuaciones norteamericanas con respecto al futuro político español.
Efectivamente Estados Unidos no realiza sobre España ninguna intervención directa y se podría definir su proceder, más allá de sostener a don Juan Carlos y el proyecto de reforma gradual, como de supervisión sistemática. En un artículo anterior expresé que, tal vez, nunca se interviniera porque en ningún momento hubo necesidad de modificar enérgicamente la marcha de los acontecimientos. Ello no quiere decir, no obstante, que Estados Unidos se hubiera contentado tan solo con vigilar de cerca el giro que fueran tomando las cosas en España, al contrario: el interés y la preocupación por conducir el futuro español a través de un proceso de cambio paulatino eran antiguos y cobraron mucha fuerza, al menos ya desde el momento de la designación de don Juan Carlos de Borbón como príncipe heredero. El que el final del régimen dependiera de la vida del dictador y este se consumiera lentamente concedió tiempo para preparar la era posfranco dentro y fuera del país. Cuando Gerald R. Ford se entrevistó con el papa Pablo VI en junio de 1975 definió con total propiedad la actitud americana: “realizar una acción preventiva para que no se nos adelanten los acontecimientos”1. Junto a la supervisión, conviene destacar ese otro punto esencial de la evolución: el secretario de Estado Kissinger se refería al cambio español como una liberalización a un ritmo razonable2. Conversando con el primer ministro de Luxemburgo Thorn en mayo de 1975, el propio Gerald Ford caracterizó la situación española como “un lento proceso paso a paso”3.
Desde el punto de vista politológico esta consideración cobra el máximo interés ya que en el transcurrir de los años 1974-1976 en la península Ibérica se elabora, comprueba y perfecciona el modelo reformista de llegada a la democracia por la vía pacífica y mediante una evolución gradual, que tan buenos resultados dio en la implantación de las nuevas democracias a lo largo del último tercio del siglo anterior –en las páginas que siguen se comprobará que existía plena consciencia de estar ante un experimento. Por ello he considerado la transición española como uno de los primeros momentos de la globalización. La idea resulta sugerente cuando vemos actuar junto a Kissinger y Ford a Richard Cheney, Donald Rumsfeld, el general Brent Scowcroft, Helmut Sonnenfeldt –este último era el verdadero ideólogo de la doctrina del equilibrio–, los artífices de la política exterior norteamericana en la primera década del siglo xxi. Hoy una pregunta queda sin la debida respuesta y es si existió conexión entre el repliegue americano de los setenta tal como lo vivieron estas personalidades y la política intervencionista de la Administración de George W. Bush.
La terminología, no obstante, a veces resulta insuficiente. Se puede hablar de un proceso gradualista –reformista– para el cambio político español y de que sobre ello coincidían los intereses de los reformistas españoles y amplios sectores ciudadanos, de la Administración Ford y de los gobernantes europeos occidentales y, sin embargo, el alcance y el ritmo de los cambios, que unos y otros nombraban de la misma manera, podría ser diferente y así era. Hay una conversación que ilustra maravillosamente los límites de la convergencia y la divergencia. El 25 de enero de 1976, Kissinger, que visitaba Madrid por la firma del nuevo Tratado de Amistad y Cooperación, habló tranquilamente con Areilza y Fraga sobre el futuro inmediato español. En las páginas que siguen se pormenorizará el contenido del diálogo, ahora interesa observar la recomendación final del secretario de Estado en el sentido de que los nuevos gobernantes avanzaran por el camino más lento, que la Monarquía no cediera capacidad ejecutiva y concentrara el máximo de poder, que el juego de partidos solo incluyera a los moderados, que no se apresurara la concesión de libertades y que no se cediera ante quienes desde Europa reclamaran mayores avances y la declaración de que desde Estados Unidos no recibirían presiones para que se incentivaran las reformas.
En cierta medida, para la Secretaría de Estado lo más importante era el cambio en la cúspide del poder y la garantía de estabilidad, y habría que precisar que tanto Kissinger como Ford emplearon con frecuencia el concepto liberalización con preferencia sobre el de democratización en estas conversaciones. Convendría acercarse al término liberalización, tal como lo hace Juan Carlos Jiménez para distinguir entre liberalización y pretransición propiamente4.
Desde 1953 la activa presencia norteamericana en España tenía muy principalmente un valor militar; las cosas seguían igual a la altura de 1974 cuando comenzaron las negociaciones para la renovación de los Acuerdos de 1970 con un Franco en escena muy debilitado físicamente y que posiblemente no iba a durar mucho o incluso podría desaparecer durante el proceso. De hecho, los diversos informes que se remitían a la Presidencia destacaban la realidad del valor geoestratégico español: “España es importante por su posición estratégica y nuestro uso militar de las bases allí, por su economía y potencial político y por el intercambio de recursos humanos y económicos que tenemos con ella […]” En agosto, recién llegado a la Presidencia, así comienza el dossier que recibió Ford sobre la situación española, que reflejaba el momento crítico que había supuesto la enfermedad de Franco y su sustitución temporal por don Juan Carlos en funciones de jefe de Estado cuando iba a dar comienzo el proceso negociador. Los intereses citados se ordenan según su prioridad y posteriormente se insistía en que, ante la inestabilidad española: “Nuestro inmediato problema es negociar con España una extensión de nuestro acuerdo de las bases […] Más extensamente, es nuestro objetivo favorecer y trabajar para una mayor integración de España con el Oeste tanto por la posición estratégica del país como por proporcionar un anclaje para su estabilidad interior en la era post-Franco”5. La frase resume el conjunto de la actuación norteamericana sobre España y aparecerá sin variaciones en todos los balances, pero ahora me centro solo en el análisis de la primera parte.
El diplomático de la Embajada norteamericana en Madrid, Samuel D. Eaton, enuncia de forma sintética y clarividente cómo en las negociaciones de los acuerdos bilaterales en 1975 la primera dificultad radicaba en que, para los norteamericanos “el principal objetivo era el uso de las bases militares, en tanto que para los españoles el principal objetivo de los acuerdos era político”6. Era así entonces, no obstante, uno de nuestros propósitos requiere observar cómo esto deja de ser literal en esta ocasión; no por lo que se negocia, sino por cuándo se negocia: en una determinada coyuntura de la Guerra Fría y con Franco a punto de desaparecer, para ambas partes los acuerdos terminaron siendo políticos.
Desde la óptica de las relaciones norteamericanas, un cambio de régimen en España solo debiera haber significado un episodio puntual que implicara atención para garantizar la continuidad de las instalaciones militares que se venían disfrutando. Pero obviamente, salvaguardar también la estabilidad al final de la dictadura conllevaba introducirse en la política interna, porque entonces lo que aconteciese en España adquirió mayor significación, pendiente del giro de la política de détente, que Kissinger entendía como equilibrio entre bloques y que demostraba ser un equilibrio muy fluido. Y para mantenerlo habría que ampliar ese anclaje en Occidente, por lo cual los cambios políticos en España se transformaron en algo más que materia bilateral y el tema del futuro español estuvo presente en las discusiones que desde la Secretaría de Estado y la Presidencia se sostuvieron por todo el mundo, desde Helsinki a Pekín, como un punto marginal, cierto, pero vinculado a la distensión. En febrero de 1975 el secretario general de la Alianza, general Joseph Luns, Ford, Kissinger, Rumsfeld y Scowcroft conversaban sobre los cambios en la península en estos términos7:
“Luns: Estamos preocupados por Portugal […]. Si cae Portugal, será muy duro en España.
Presidente: ¿Hay algún significado en el aplazamiento de la votación? [Las elecciones portuguesas que se aplazan a abril].
Luns: cuanto antes, mejor.
Kissinger: Soares se está convirtiendo en alguien como Masaryk, una fachada democrática tras la cual los comunistas controlan las