Ignacio Merino

La Ruta de las Estrellas


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      LA RUTA DE LAS ESTRELLAS

      Ignacio Merino

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      ISBN: 978-84-15930-04-4

      © Ignacio Merino, 2013

      © Punto de Vista Editores, 2013

       http://puntodevistaeditores.com/

      [email protected]

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      Índice

       El autor

       I De costa a costa Santoña - Puerto de Santa María 1486

       II Marineros andaluces

       III Una singladura incierta Palos Madrugada del 3 de agosto de 1492

       IV Rumbo oeste 6 de septiembre de 1492

       V Ultimatum

       VI El regreso

       VII Maestro de hacer cartas

       VIII Ven conmigo

       IX Un mapa revelador Puerto de Santa María, 1499

       X La costa del Darién

       XI Misión en Portugal

       XII Capitán general

       XIII Junta de pilotos

       XIV Allá en el horizonte

      Ignacio Merino. Nacido en Valladolid, ha viajado por el mundo y vivido en diferentes lugares. En Londres fue jefe de Prensa de la Embajada de España. También ha sido enviado especial de la agencia internacional United World en Checoslovaquia, Bulgaria, Portugal y Uruguay. Ha publicado dos decenas de libros, la mayoría sobre cuestiones históricas, tanto novelas como ensayos. Colabora en periódicos y revistas y escribe guiones históricos.

      “El hombre es la sombra de un sueño.”

      Píndaro

      Arreciaba el temporal en el Cantábrico. Crujían las quillas en la dársena, el viento aullaba colándose por las rendijas de las ventanas. En la oscuridad de su cuarto, Juanillo se levantó y anduvo a tientas hasta encontrar la lámpara de aceite. El momento había llegado. Con cuidado, atravesó de puntillas el zaguán de entrada poseído por un extraño sentimiento, entre temeroso y valiente, como si fuera a desafiar la tenebrosa tormenta. Cuando llegó a la puerta del dormitorio de sus padres, llamó con cuidado.

      —Pasa.

      El día no había despuntado pero ninguno de los dos dormía. Al ver entrar al chico con el rostro desencajado por la noche en vela, la madre dejó escapar un sordo quejido que expresaba a partes iguales resignación y pesar. La mujer se levantó con desgana mientras se echaba sobre los hombros una toquilla. El padre se enderezó contra el cabecero con la espalda erguida, mirándose las manos sobre el embozo. Aquellas manos rendidas que no podían retener al hijo que se les iba.

      —Deja la lámpara en la taquilla, mientras tu madre va a calentar un tazón de leche.

      —Sí, padre.

      —¿Has dormido bien?

      —Un poco.

      —¿Lo has vuelto a pensar?

      —Sí.

      —¿Y no hay marcha atrás?

      —No.

      —Entonces acércate, hijo mío. Voy a darte mi bendición.

      Juan se arrodilló a los pies de la cama. Se había prometido no llorar y lo estaba consiguiendo, aunque a duras penas. Mientras su padre recitaba en latín una oración larguísima que invocaba santos, vírgenes y patronos de la mar, él pensaba en los días de marcha que le esperaban y sentía urgencia por partir de una vez.

      En la cocina abrazó a su madre. Muchas veces se había despedido de ella para salir a pescar. Hoy, sin embargo, no encontró en ella el gesto alegre de otros días. Aquella brava mujer no sonreía. La ausencia del hijo iba a ser larga, demasiado incierta. Ni siquiera podía ir al puerto a decirle adiós, esperando que volviera al cabo de unas semanas por el mismo lugar. El chico iba a cruzar la Península de norte a sur.

      —Juan, sé bueno, como eres tú. No te dejes engañar, pero tampoco engañes. Que nadie pueda quejarse nunca de tu comportamiento. Nunca. ¿Me lo prometes?

      El muchacho asintió con la cabeza.

      —Te he cosido cinco monedas de oro en el cinturón y llevas otras veinte de plata en los forros de las botas. En la taleguilla de la cintura, que va sujeta por dentro, puedes guardar los maravedíes que te dio tu abuelo. No olvides que por tierra hay más ladrones que en la mar y que pueden atacarte cuando estés dormido. Busca buenos compañeros de viaje, jóvenes de tu edad con los que puedas hablar y defenderte si llega el caso. Pero no desdeñes a los mayores si son de fiar, te enseñarán. Hijo mío, ten mucho cuidado y no olvides...

      Juan tapó la boca de su madre con dulzura para hacerle callar y volvió a besar sus mejillas hundidas. Las lágrimas humedecieron aquel rostro curtido de sol montañés y brisa marina, endurecido por las esperas, crispado a veces por tanta incertidumbre. Por la ventana, la luz grisácea anunciaba otra jornada plomiza y lluviosa. Los barcos se balanceaban en el puerto, hoy tampoco saldrían. ¡Qué demonios! El muchacho hacía bien en buscar nuevos horizontes.

      A medida que los picachos de la cordillera quedaban atrás, Juan despedía en su corazón los prados queridos de Cantabria, sus laderas oblicuas donde pastan a sus anchas las vacas tudancas de color canela. Nunca miraba atrás.

      Tras cinco días de marcha llegó a Pancorbo, la cancela de roca que abre la inmensidad castellana. En una cabaña de pastores descansó un día entero, recuperó fuerzas y reanudó la marcha al alba. Quedaban muchas leguas por delante hasta llegar a Sevilla, pero no le asustaba el viaje. Era el mes de mayo y se hacía bien el camino. Lo que le preocupaba era pensar si sus esfuerzos tendrían sentido, si dejar las faenas de pesca con su padre, abandonar los amigos, el hogar, irse de Santoña, merecería la pena. ¿No acabaría como esos desheredados que pululan por los puertos malviviendo, consumiéndose si tenían suerte en algún barco de mala muerte? La aprensión rondaba su corazón, le acechaba por las noches, pero no era más que celaje pasajero, neblina que se disuelve al sol de la mañana. A los dieciocho años, el mundo es un campo virgen y la vida una apetecible apuesta que reclama triunfar.

      Durante semanas, Juan organizó meticulosamente las jornadas. Se levantaba al amanecer, trepaba por los riscos, vadeaba gargantas y pasos, cruzaba llanuras inhóspitas y atravesaba despacio lenguas de montaña mientras escuchaba el chirriar de los guijarros que rodaban a su paso como si quisieran acompañarle y alegrar la caminata. Apenas se detenía. De cuando en cuando hacía un alto en un ribazo, dejaba el morral al abrigo de algún saliente de las rocas y se dedicaba a recoger moras y arándanos para comerlos sentado a orilla de la corriente. Tanto le atraía el agua, que acababa por mojarse la cara sin terminar el puñado de bayas o se zambullía entero sin pensárselo dos veces. Con los calzones todavía mojados recorría los alrededores buscando nidos de alondra y perdiz para arrebatarles los huevos mientras dejaba que el sol del mediodía le calentara la piel. Durante la tarde cazaba