sus sueños o algún anciano mendigo que no le ocultaba sus muchas desgracias.
Evitaba las poblaciones en las que pudiera haber pícaros o ladrones, pero decidió entrar en Valladolid. Un mesonero de Dueñas le contó que la reina Isabel iba a dar la bienvenida a Don Fernando, su esposo, quien volvía victorioso con su hueste desde las tierras del sur. Ella no lo había acompañado por su embarazo y ahora quería rendirle tributo en la plaza mayor vallisoletana, el mismo lugar donde se unieron dos siglos atrás los reinos rivales de Castilla y León. Con su gesto, la joven reina deseaba recordar a los castellanos que su marido gobernaba con ella, que los aragoneses eran hermanos en la Corona ayuntada de Castilla y Aragón. En sus primeros años de gobierno, Isabel no perdía la ocasión de hacer valer el lema de su reinado (Tanto Monta) y anunciar así la antigua España recuperada de los godos. La unión peninsular había asombrado a Europa aunque levantara suspicacias entre la nobleza levantisca y el reino de Granada. Ella quería asentar la Corona ayuntada de España y se esforzaba en mostrar que deseaba la paz con las naciones, por lo que se preparaba a establecer lazos dinásticos con las poderosas casas reinantes de Europa. El pueblo adoraba a su reina, digna descendiente de Berenguela la Grande y María de Molina.
Juan cruzó el postigo de Valladolid por la puerta del Puente Viejo. Quería respirar el palpitar de la Historia y ver de cerca a Doña Isabel.
Luchando por avanzar entre la multitud que llenaba la plaza y sus aledaños, el chico consiguió llegar cerca del estrado regio y pudo contemplar a la reina, majestuosa y estática, sentada sobre su sitial. Tanto se acercó a la línea de soldados que contenía al gentío, que consiguió distinguir las pupilas azules de la soberana. Por un momento, tuvo la sensación de que ella lo miraba a él, un joven humilde de familia de pescadores que quería hacerse marino de verdad. Al contemplar el rostro sereno de su reina, la voluntad del muchacho se endureció y juró para sus adentros esforzarse en sus propósitos y ofrecérselos a aquella mujer. Isabel pareció presentir los pensamientos de ese joven que la miraba con los ojos fijos porque, efectivamente, le sonrió.
Tras el bullicio de Valladolid Juan volvió a la tranquilidad del campo y los villorrios pequeños. Seguiría la Ruta de la Plata en vez de cruzar las montañas de Gredos, para hacer el camino más descansado. Cerca de Béjar, una tarde lluviosa en que la nostalgia le trajo dudas sobre su empeño y la tristeza le recordó la lejanía del hogar, se refugió en una tuda de la Peña de Francia. Allí trabó amistad con Alvar, un estudiante de Salamanca que apareció en el umbral de la cueva tan desmadejado como él. También iba a Sevilla para aprender geografía y cosas del mar. Juan no cesaba de preguntarle, quería saberlo todo.
—Yo que tú —decía el salmantino— me dejaba de estudios y de pamplinas. Como ya tienes experiencia marinera, lo mejor es que te presentes en la escuela de pilotos de Cádiz. Les llaman los vizcaínos porque casi todos son del norte. Muchos, incluso, creo que cántabros. Seguro que allí podrás encontrar una nave en la que probar suerte. Así aprenderás y tendrás un sustento.
A medida que se iba acercando a su destino, al montañés le invadió la ansiedad. Por las noches, en vez de descansar, insistía en seguir caminando y ganarle tiempo al viaje. El estudiante, por el contrario, no sentía la misma prisa. Aún le quedaban años de vivir de los sueldos que le mandaba su padre, un comerciante de pieles del campo Charro. Además le daba miedo andar en la oscuridad, las sombras de los árboles amenazaban su escasa voluntad.
—¿Y si nos perdemos, Juan?
—Seguiremos el camino de las estrellas, ellas no engañan. Descuida, Alvar.
Dejaron las murallas de Cáceres un atardecer caluroso y siguieron el camino en silencio, mientras las sombras ganaban la vereda. Cuando llevaban ya más de diez leguas recorridas Alvar empezó a quejarse, pero Juan insistió en continuar y así se sucedieron las jornadas con quejas del salmantino y negativas del montañés, entre silencios de éste y enfados de aquél. Quince días después, las torres sevillanas aparecían en el horizonte.
Se alojaron en una posada de estudiantes, cerca de la catedral. Aquella misma tarde Juan recorrió la ciudad, mientras su compañero dormía a pierna suelta en la habitación. Fatigado por la caminata, entró en el claustro del Estudio General para descansar y allí le llamó la atención un joven sentado en un banco de piedra. Estaba enfrascado en el estudio de un pergamino que sujetaba como podía entre las manos, un documento grande que parecía un mapa. Juan no pudo resistir la tentación y se acercó.
—Hola.
Al chico no pareció importarle la interrupción. Se quedó mirando al recién llegado con una sonrisa franca que invitaba a la conversación.
—Buenas tardes, compañero. ¿Qué se te ofrece?
—He visto que estabas mirando ese... mapa y me gustaría saber de dónde es.
—No es un mapa sino una carta náutica, de las que usan los pilotos para navegar y guiarse por el mar. ¿Quieres echar un vistazo?
A Juan el rostro se le iluminó.
—Sí, gracias.
Apenas podía comprender el significado de los trazados sinuosos hechos en tinta negra, ni el de las líneas rectas en color sepia que unían lo que parecían contornos de costas e islas. Su silencio era tan elocuente como su interés.
—Mira, eso significa que en esa zona existen bajíos o arrecifes y que hay que evitarlos para que el barco no encalle. Las líneas rectas son rumbos, rutas marítimas que hay que seguir de un punto a otro de la costa.
—Ya.
Juan no quería pasar por ignorante y prefirió no preguntar. El otro chico, que aún sostenía el pergamino entre sus piernas cruzadas, volvió a sonreír, soltó uno de los extremos del documento y alargó su mano hacia el intruso.
—Me llamo Vicente Yáñez Pinzón. Soy de Palos.
—Yo, Juan de la Cosa y vengo de Santoña. Me alegro de conocerte.
Ser de dos puertos tan destacados de la Península les pareció el mejor de los augurios. Una hora después los dos muchachos habían sellado una amistad que habría de durar toda la vida. En su atropellada conversación hallaron una pasión común por las cosas del mar y las expediciones a tierras lejanas. Juan ni siquiera volvió a la fonda donde lo esperaba ansioso Alvar. Cenó con Vicente en una taberna de Triana en la que no había estudiantes sino marineros bulliciosos que bebían mientras jugaban a las cartas y parecían considerar al paleño uno de los suyos.
—No pierdas el tiempo con estudios, Juan –otra vez, la misma recomendación–. Ven al Puerto de Santa María conmigo, allá podrás enrolarte con alguno de mis hermanos y aprenderás de verdad. Dentro de tres semanas partimos hacia las costas de Berbería y la isla de Gran Canaria. Yo voy también y estoy seguro de que a Martín, mi hermano mayor, no le importará que nos acompañes. Pero te advierto que no nos andamos con tonterías. En el mar no hay ley. Asaltamos barcos y cogemos lo que podemos en las ciudades de la costa. A veces cambiamos mercaderías, pero otras nos quedamos con ellas porque llevamos buenas armas y nos gusta pelear. Bueno, a mí no mucho, pero es así.
Juan dudó unos instantes. No era la piratería su objetivo ni las armas su predilección. Pero la perspectiva de navegar por el océano abierto pudo más que otras consideraciones.
Ya no se separó de Vicente.
Con dieciocho años, tenía su sueño al alcance de la mano: un barco, el cielo estrellado, el mar por delante, papel y carboncillo para dibujar cartas y la fiel camaradería de su nuevo amigo. Era todo lo que necesitaba.
Se instaló en Puerto de Santa María y allí conoció a otros jóvenes que, como él, querían navegar y explorar nuevas tierras. Cuando reunía suficiente dinero, cruzaba la bahía hasta Cádiz con el fin de asistir a las lecciones que se impartían en la Casa de Pilotos para todo aquel interesado que pudiera pagarlas.
Durante los años siguientes, cinco, salió a la mar en doce ocasiones. Recorría la costa africana y fondeaba a menudo en las Canarias. Adquiría mercaderías a buen precio que luego vendía al doble o triple en la Península. Así pudo ahorrar