Ignacio Merino

La Ruta de las Estrellas


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Los tres navíos iban equipados con bateles para el desembarco y su armamento era más bien escaso: lombardas, falconetes, espingardas, arcos, lanzas, rodeles y algunas espadas por si se presentaba combate. Las carabelas desplazaban unas setenta toneladas y la capitana cien. Más alargada que sus hermanas menores, la nao llevaba castillo de proa, aparejo redondo en el trinquete y latino en los mástiles de mesana y el bauprés.

      El presupuesto final, según las Capitulaciones, rondaba los dos millones de maravedíes. La mitad a proveer por Castilla fue tomada en préstamo de los fondos de la Santa Hermandad y la cantidad se devolvió, con sus réditos, una vez concluida la expedición. Los 140.000 maravedíes de sueldo que había de recibir el Almirante los adelantó Luis de Santángel, escribano de ración de Fernando el Católico, quien además prestó también a la Corona una importante suma. Colón pudo reunir su parte gracias a los créditos de banqueros genoveses, la amplia red de benefactores andaluces y el financiero florentino Juanoto Berardi. Hasta el tesorero de la Corona de Aragón contribuyó con 17.000 florines de oro, por orden expresa del rey Fernando. Aunque la leyenda gusta de afirmar que la reina Isabel empeñó sus joyas, no hubo tal cosa, ya que por entonces la soberana no disponía de ninguna de valor. Todas las había empeñado para la campaña de Granada.

      Al fin, todo está a punto. Los habitantes de Palos cargan pertrechos y alimentos, sesenta arrobas por hombre, agua para seis meses de navegación y comida para cuatrocientos días. Entre los víveres hay harina, bizcocho, galletas de cereal, tocino, garbanzos, judías, lentejas, embutidos de cerdo, arroz, pescado en salazón, carne ahumada, miel y quesos. Los jefes no olvidan llevar chucherías de poco valor y mucho brillo para traficar con los nativos que, están seguros, habrán de encontrar. Como la expedición es sólo de descubrimiento y comercio no embarcan caballos, gallinas u otros animales, ni tampoco útiles para construir casas y misiones.

      Los barcos zarpan en la madrugada del 8 de agosto de 1492, con rumbo a las Islas Canarias. Franquean la barra de Saltes y los sentimientos de aquellos hombres reunidos en espacio tan mínimo comienzan a desatarse. El entusiasmo de unos se mezcla con el recelo de otros. Las quejas y críticas menudean hasta que el primer contratiempo hace callar las bocas de los ociosos, reuniendo los esfuerzos de todos. El día 6, el gobernalle de La Pinta se desencaja. Colón hace su primera interpretación maliciosa, sesgada y cargada de recelo hacia los andaluces.

      —Ha sido obra de su propietario, Cristóbal Quintero —sentencia lacónico el Almirante—. Bien sé que le pesaba venir desde el principio.

      Hasta el día 9 no consiguen llegar a Canarias, pues las reparaciones de La Pinta retrasan la navegación. Entretanto, empieza a mostrarse el carácter agrio, autoritario y desconfiado del genovés.

      Un mes transcurre entre las islas de La Gomera y Gran Canaria, mientras cambian la vela mayor de La Niña por un aparejo redondo. Beatriz de Bobadilla, la confidente de Isabel la Católica, les ofrece hospitalidad como gobernadora de las Islas y se encarga de que hagan acopio de provisiones. La tripulación carga más agua en el aljibe y almacena fruta fresca en la bodega. Saben que uno de los mayores enemigos del viaje es el escorbuto y que el mejor modo de combatirlo es a base de naranjas y zumo de limón.

      Las Canarias son un ensayo general para lo que vendría después, una experiencia similar a la que les esperaba al otro lado del Océano. En el archipiélago, los españoles encuentran una raza no musulmana ni hebrea, los guanches, de gran corpulencia, ojos verdigrises, piel bermeja y cabellos lisos que van del negro azabache al rubio ceniza. Los nativos canarios hablan una lengua extraña, autóctona, que no se parece a las europeas ni a ninguna de las africanas o asiáticas. Son nobles, serviciales y reconcentrados. Parcos en el hablar, aprenden pronto el idioma de los invasores y no tardan en mezclar su sangre con la de sus mujeres.

      Doña Inés Pedraza, madre del primer conde de La Gomera, se encontraba en la isla cuando arribaron las naves. La dama recibió a la tripulación al completo y les ofreció un banquete al que también acudieron algunos lugareños y un grupo de pescadores de la isla de El Hierro. A los postres, animados por el vino, algunos comenzaron a referir sus experiencias navegando por el Océano.

      El Almirante escuchaba sin perder detalle y lo mismo hacían los hermanos Pinzón y Juan de la Cosa. Ventura Torres, hijo de gaditano y una nativa de El Hierro, afirmaba haber visto islas y costas cuajadas de palmeras al oeste de las Azores.

      —Os lo juro por el Cristo de la Buena Sangre, que me caiga aquí muerto si no es verdad. He llegado a rodear una treintena de ellas, unas grandes como El Hierro o La Palma y otras tan pequeñas como vuestra nave capitana. Algunas tienen árboles robustos de una madera liviana que nosotros no conocemos y con la que los nativos construyen grandes lanchas de una sola pieza. También he visto pájaros de muchos colores y lagartos enormes como mi brazo.

      —Yo también he visto tierra —el que hablaba ahora era Juan Perucho, un piloto conocido por su fanfarronería y tendencia a exagerar—. Y más cerca de lo que dice maese Ventura. Desde la Caldera de Taburiente en la isla de La Palma, y desde los Llanos de Aridane los días claros, se ve una isla muy verde por donde se pone el sol. ¡Anda, díselo tú, Eustaquio! Este cagaleches no habla porque es medio lelo, pero él también lo ha visto en la Punta de Sabinosa, al poniente de la isla de El Hierro.

      Los murmullos de los habitantes de La Gomera acallaron los esfuerzos de Eustaquio por hablar. Dos hombres barbados y con el rostro curtido, mucho más jóvenes de lo que parecían, negaban con la cabeza.

      —Ya estamos con las sandeces de siempre. Es la misma tierra que ven los de las Azores cada año.

      El que se sentaba a su lado, que por su gravedad y mayor edad parecía ser su padre, habló con voz cavernosa como si pronunciase una sentencia.

      —No es tierra firme, sino una ilusión de los ojos que aparece por efecto del sol y el vapor. Yo también lo he visto y puedo aseguraros, excelencia, que la isla de San Brandán, que así la llaman los portugueses, no existe. Cuando crees que has llegado a ella, sólo hay mar. Todos los años, cuando llegan los calores de julio, sucede lo mismo.

      El Almirante asentía y miraba a unos y otros como si pidiera más información. Juan de la Cosa preguntó a uno de los jóvenes barbudos.

      —¿Alguno de vosotros ha oído o visto lo que cuentan sobre náufragos a la deriva en pleno Océano?

      Todos miraron a Eutimio, un andaluz bajo y cetrino que llevaba cerca de treinta años viviendo en La Gomera. Tenía mujer guanche y cinco hijos varones que se hacían a la mar con él, para comerciar con los africanos y pescar merluzas. Navegando tras los bancos, habían llegado a internarse en el mar de los Sargazos, que ellos llamaban de las Algas.

      No era Eutimio hombre al que le gustara fanfarronear y ni siquiera probaba el vino. Como todos lo miraban, carraspeó y sacó una bolsa de tabaco. Sólo algunos canarios conocían por entonces esa práctica aprendida de los indios. Los españoles venidos de la Península contemplaron atónitos cómo el hombre llenaba una pequeña cazoleta de barro blanco con boquilla de madera y luego encendía las hojas del interior, aspirando el humo.

      —Vamos, Eutimio, cuéntanos.

      Juan se dio cuenta de que el marinero no quería hablar por miedo a que se burlasen de él. Debía haberlo narrado ya otras veces y probablemente no le creyeron. Decidió apoyarle con datos geográficos y sacó de la talega unos pergaminos con cartas náuticas dibujadas según la información de unos pescadores de ballenas vizcaínos y un pariente cántabro que había cruzado el Océano dos veces en busca de bacalao.

      —Si me lo permite, señor Eutimio —desplegó una de las cartas, la más grande, y la sujetó por los bordes con cuatro copas de metal—, nosotros sabemos que navegando hacia el oeste se encuentran islas y hasta la tierra firme de Asia.

      Eutimio dio una larga chupada a su pipa. El humo molestó a Juan, que parecía empezar a irritarse. El cántabro continuó sus explicaciones, tratando de que el hombre hablara por sí mismo.

      —Tenemos datos geográficos y marítimos que nos indican la ruta del norte, pero queremos navegar hacia el sur, buscando el Ecuador, porque así los vientos oceánicos nos favorecerán y podremos llegar antes. ¿Qué sabe usted?... ¡Por