Ignacio Merino

La Ruta de las Estrellas


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Colón miró a Martín Alonso Pinzón y a Juan de la Cosa. Había desprecio en sus ojos, pero también ansiedad. Juan elevó el tono de su voz.

      —¡Se lo ordeno en nombre de nuestra soberana Doña Isabel de Castilla!

      Eutimio levantó el rostro y tragó saliva. El nombre de la lejana Castilla, su patria, y el de la mujer que llevaba su corona, fueron como un aldabón que llamara a las puertas cerradas de su conciencia. Había apremio y mucha autoridad en la llamada. Tenía que abrir.

      —Está bien, señores, está bien.

      Dejó la pipa, bebió un sorbo de agua y cruzó las manos sobre el tablero. Todos le miraron. Colón se echó hacia atrás en su asiento, Juan apoyó sus brazos sobre la mesa mientras miraba a los ojos al hombre que parecía un acusado. Pinzón observaba con cara de pocos amigos, como un fraile de la Inquisición.

      —Ya lo he contado antes. Han sido varias veces, las que me he encontrado con seres humanos de la otra parte del mar.

      Hasta el posadero dejó de limpiar la vajilla. Un silencio cargado de presagios ocupó la mesa en la que dos hombres sentados frente a frente no se quitaban ojo. Mientras, uno de ellos empezaba su confesión y el otro sacaba pluma, tintero y papel para tomar notas.

      —Hará cosa de diez años que los encontramos por vez primera. Yo iba con mis dos chicos mayores, que por entonces no habían echado la barba, cuando nos vimos rodeados por islotes en medio de un mar caliente lleno de algas. Era al amanecer y nos despertaron los graznidos de gaviotas y grandes pájaros marinos. Sabíamos que habría tierra y nos dispusimos a bojear alguna de aquellas islas. Cuando habíamos pasado ya varias, encontramos una flotilla a la deriva con unas cuarenta personas distribuidas en siete embarcaciones. Remaron hasta nuestro costado, hasta que mi Diego les apuntó con un arcabuz y les dio el alto. Llevaban arcos y flechas y hablaban una lengua extraña que no comprendíamos... Estaban casi desnudos, pero no parecían desnutridos ni enfermos... Había algunas mujeres y varios niños.

      Eutimio Hinojosa, hijo de Vejer y nieto de un villorrio zamorano, no quiso continuar. Estaba claro que había algo oculto en la narración, algo que parecía torturarle.

      —Proseguid, os lo ruego.

      —No parecía que quisieran hacernos ningún mal, así que le dije a Diego que dejara de apuntar con su arcabuz. Entonces se acercó una de aquellas barquichuelas, a las que llaman canoas, y un hombre joven de buen cuerpo que iba a proa y parecía el jefe comenzó a dar voces apuntando con la mano hacia una isla que se veía en el horizonte. Nosotros no le comprendíamos bien pero Antón, el pequeño, empezó a hacer gestos afirmativos con la cabeza. Sonreía y hacía como si estuviera entendiendo. Antes de que yo pudiera reaccionar ya los teníamos encima, a menos de diez yardas. La verdad, señor Juan, eran aquellas gentes criaturas dignas de ver con sus plumajes y los cabellos embadurnados de aceite. Tenían ojos muy vivos y la sonrisa franca...

      —¿Qué hicisteis entonces? —Colón preguntó a bocajarro.

      —Tiramos una escala y el hombre subió por ella con una agilidad asombrosa. Mis hijos le ayudaron a saltar a cubierta y le sujetaron con cuidado por los brazos, pero él los miró muy serio y ellos le soltaron. Luego vino hacia mí y se arrodilló llorando. Yo no sabía qué hacer, os lo juro por la Virgen del Puerto, pero puedo asegurar que ver a aquel guerrero, que debía ser un príncipe o algo parecido, postrado ante mí y llorando, me movió a la compasión. Ordené al cocinero que le trajera un vaso de ponche y el muchacho lo bebió de un sorbo. Pude ver sus dientes blanquísimos y completos cuando me sonrió dando las gracias. Por entonces, dos compañeros suyos habían escalado por la cuerda y saltado a cubierta. Mis hijos y ellos se hacían señas y se observaban con curiosidad. Por fin Diego sacó un papel y un carboncillo y se lo dio al jefe. No lo dudó mucho el indígena y comenzó a dibujar con frenesí. Primero una isla grande, luego otras más pequeñas y finalmente un grupo de islotes que resultaron ser pequeñas embarcaciones, como las que estaban a nuestro costado. Parecía que las barcas eran la flota en la que habían abandonado una de las islas porque otra tribu los había echado. El nativo se señaló en el pecho y pronunció un nombre, una palabra sonora y fácil de repetir que aprendimos enseguida: Guaracaibo, dijo, señalándose a sí mismo. Luego extendió las palmas de sus manos hacia arriba y volvió a sonreír. Antón le contestó pronunciando su nombre y el de su hermano. Luego me señaló a mí y dijo una sola palabra: padre. El salvaje se concentró en esta palabra y me miró a los ojos. Luego la repitió. Los otros dos también la dijeron, aunque apenas se les entendía, y los tres se arrodillaron poniendo sus manos en mis pies. Yo estaba realmente conmovido y dispuesto a ayudarles, así que les hice levantarse y juntos, con Diego, Antón y los otros cinco tripulantes, nos acercamos a la barandilla y saludamos. Todas las personas que estaban en las canoas se pusieron a dar gritos de alegría y a batir palmas. Éramos amigos y parecían muy felices por ello.

      Eutimio hizo una pausa, pero no necesitó que le animasen para retomar el hilo de su narración.

      —Me di cuenta de que en la canoa del jefe había dos mujeres y un niño. La mayor, aunque todavía era joven, miraba ansiosa y no aplaudía. Guaracaibo la señaló y me miró con ojos suplicantes. Hice una señal con la cabeza y permití que subieran a bordo las mujeres con el niño. La verdad, no sabía bien qué se proponían, pero ante sus ruegos no pude hacer otra cosa. Un capitán no debe abandonar a su suerte a los huérfanos del mar.

      —Hicisteis bien.

      Juan había dejado de tomar notas y escuchaba atento el relato del marinero. Como volvía a dudar y hasta parecía que se le nublaban los ojos, Juan le puso una mano sobre el brazo y asintió. El gaditano sacó un pañuelo sobado de las calzas y se sorbió la nariz. Con los ojos enrojecidos continuó su historia.

      —En cuanto subieron al barco las mujeres, los hombres que acompañaban al jefe descendieron por la escala. En las canoas todos empezaron a despedirse con la mano y a llorar. Guaracaibo seguía sonriendo y saludando a los suyos desde la barandilla, abrazando a mis hijos y tomándolos por la cintura. Como se había levantado viento de poniente, ordené virar a babor y seguir la estela del alisio. A las pocas horas ya no veíamos las canoas, ni siquiera las islas. Estábamos volviendo a casa.

      —¿Cuánto duró la travesía? —La voz del Almirante volvió a interrumpir con autoridad.

      —Veinte jornadas.

      Colón miró al maestre De la Cosa y por primera vez sonrió. Esos datos confirmaban sus teorías. A buen seguro, aquellas gentes de oriente serían habitantes del archipiélago de Cipango.

      Pero Juan seguía con el ceño fruncido. Tenía la impresión de que aquellos guerreros no eran súbditos del Khan de Mongolia ni del emperador de China. Eutimio no hablaba de piel amarilla ni barcos con velas de papel, que era lo que Marco Polo y otros navegantes portugueses habían conocido por los parajes y mares asiáticos. Esas gentes de las que hablaba el piloto gaditano debían ser distintas, de un país desconocido, aún más primitivo.

      Fue en ese instante cuando Juan presintió que aquellas tierras extrañas y alejadas no eran Cipango, ni siquiera Asia. Durante unos pocos minutos, breves pero de intensidad reveladora, un pensamiento avasallador se fue abriendo paso en los territorios de su mente, inundándolo todo. Aquellas islas bien podían ser las esquirlas del inmenso continente que se interponía entre Europa y Asia, un mundo por conocer y explorar. La terra incognita de la que tanto se hablaba. La Atlántida de Platón.

      Juan oía rumores, a sus oídos llegaban preguntas cargadas de tensión disimulada, respuestas lacónicas o amedrentadas. Escuchaba suspiros de alivio, toses contenidas y voces que asentían con interjecciones y palabras gruesas. Pero no prestaba atención. La luz abría oquedades sin explorar en su cerebro y un cosquilleo le recorrió la espalda. Tuvo que hacer esfuerzos para no dejar que la ensoñación se apoderase de él y lo arrastrara, por volver a la realidad de ese banquete de marineros que apenas bebían y guardaban silencio entre densas parrafadas. Debía estar atento a cuanto se dijera en aquella mesa.

      Bien es verdad que tenía conciencia de que a veces lo más importante, el origen de las cosas trascendentales, no sucede a través de la inteligencia o la voluntad sino que es la intuición