Ignacio Merino

La Ruta de las Estrellas


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intercambios de mercancía exótica por doblones de oro. Aunque todavía joven, se hizo un nombre entre los hombres del mar. Era un corsario conocido por sus buenas maneras, un navegante estudioso y disciplinado que trataba bien a la marinería y no era cruel con los nativos africanos. Y probablemente así hubiera seguido muchos años más de no haberse cruzado en su vida un genovés que le habló de un viaje increíble, una singladura que muchos temían. Cruzar el Océano, la tentación suprema.

      Juan empezó a soñar de nuevo. A él no le daba miedo aquella aventura.

      “Quien domina el mar, domina todas las cosas.”

      Temístocles

      En la costa atlántica de Andalucía, la navegación de altura era una tradición de siglos. Cuando los cartagineses llegaron a Gades, la opulenta ciudad levantada al abrigo de una ensenada que permitía a los barcos atracar sin dificultades, las tribus del litoral tartésico ya zarpaban con sus embarcaciones rumbo al África para intercambiar sus labores metalúrgicas como habían hecho los fenicios. Magníficas espadas de hierro, cascos de bronce, cazuelas de cobre y deslumbrantes ajuares de oro y plata, era la mercancía que les abría todas las puertas. Los nativos de piel reluciente y dientes blanquísimos tocaban asombrados las manufacturas, hacían sonar el metal y se divertían probándose los collares y brazaletes dorados sobre el negro contraste de sus cuerpos, admirados por la filigrana de esas joyas que les parecía de mayor valor que los toscos adornos de oro macizo del reino de Mali. Ávidos nómadas del desierto clavaban su mirada sobre las espadas mientras sus esposas se peleaban por las vajillas de cobre. Todos compraban. Y se guardaban mucho de robar la mercancía a aquellos celtíberos que los vigilaban de cerca, armados con sus venablos cortos de hierro templado.

      Siglos más tarde, los puertos colonizados por el águila romana como Malaca en el Mar Interior, o la misma Onuba que se abría al Océano más allá de las Columnas de Hércules, habían quedado olvidados, abandonados en el polvo de la Historia. Cuando las tribus germánicas que llegaron del norte invadieron la Península y se instalaron en el interior, los godos dejaron las armas por los útiles de labranza y convivieron con los íberos romanizados. Sólo hacían la guerra entre ellos, los suevos contra los vándalos, los alanos contra los suevos, y los visigodos contra todos ellos.

      Pero no navegaban.

      Los primeros musulmanes apenas tampoco. Sólo los benimerines, hacía poco más de un siglo, habían llegado a ser una potencia marítima para dominar el Estrecho y aprovisionar mejor el reino de Granada. Mientras tanto, los reyes de Castilla, Aragón, Portugal y Navarra trataban de cumplir la promesa de reconquistar la Spania goda que hicieron los monarcas de Asturias, León, Aragón, Castilla y el Condado de Barcelona, arrebatando pedazos a las taifas musulmanas. Alfonso X el Sabio tomó Cádiz y los puertos andaluces del Condado de Niebla hasta Huelva. Su biznieto Alfonso Onceno ganó Tarifa y Algeciras, aunque sus esfuerzos se estrellaron contra los muros de Gibraltar, cuando la peste negra le arrancó la vida. Durante su reinado Castilla encontró su vocación marinera, reunió una armada a la manera de Aragón y se hizo con el control de los pasos marítimos desde el cabo de Gata hasta la desembocadura del Guadiana.

      La corona castellana señoreaba por todo el litoral andaluz, mientras Portugal conquistaba El Algarve. El antiguo Condado Portucalensis, convertido en reino independiente, había iniciado ya su aventura marítima por África y el Lejano Oriente, lo que provocó una inevitable rivalidad entre las naos portuguesas y las castellanas. No hubo conflictos, pero eran tantas las rutas y tan alejadas las singladuras de sus barcos, que el Papado tuvo que intervenir para que las coronas hermanas de Castilla y Portugal se repartieran conforme a derecho el dominio de los mares. Para el reino lusitano fue el Oriente y para Castilla y León, que ya tenía Canarias, las aguas, islas y tierras que pudieran descubrir hacia Poniente.

      Cuando Juan de la Cosa llega a Andalucía, ya habían florecido las artes de navegación oceánica y a lo largo de su fachada atlántica, la que va desde Ayamonte hasta Tarifa, habían surgido dos núcleos compactos de mareantes. En torno a las villas de Puerto de Santa María y Sanlúcar de Barrameda se arremolinan aventureros y negociantes, hombres de mar y pescadores que buscan negocio más allá de la almadraba, donde el atún es sólo ganancia de temporada. A sus puertos acuden cientos de marineros para enrolarse en expediciones que van a las Canarias y la costa de Guinea, muchas de ellas piratas.

      Cádiz, y las villas satélites de Jerez de la Frontera, San Fernando, Puerto Real, Chiclana, Conil, Barbate o Zahara de los Atunes, forman la avanzadilla castellana que aporta hombres del norte, dineros de la Corona y patrocinio de los grandes. La costa de las marismas que separa Sanlúcar de Palos y Moguer se convierte en tierra de nadie dominada por salteadores, camino de ida y vuelta donde los abordajes y latrocinios se suceden a diario en un mar protegido por las aguas pacíficas del golfo de Cádiz.

      Hacia 1450, el afán por explorar nuevas tierras se apodera del sur peninsular. Cada uno va por su lado y llega donde puede. No siguen una exploración minuciosa y planificada como la Corona portuguesa. Son los marineros de la Andalucía atlántica, aventureros y comerciantes.

      En ese ambiente de apuesta por lo desconocido, llegan banqueros de Florencia dispuestos a financiar las empresas y conceder préstamos a los armadores. Los acompañan marinos genoveses en busca de nuevas rutas y mercaderes venecianos ansiosos de hacer negocio con los muchos tesoros que estos corsarios castellanos, catalanes, cántabros y andaluces traen de sus expediciones a las bocas del Océano, las cosas nunca vistas que consiguen, por las buenas o por las malas, en los puertos sarracenos y los poblados del África Negra.

      Christoforo Colombo es uno de ellos.

      La terquedad en el convencimiento de que existía una ruta hacia las Indias por el oeste le vino a este italiano errante por la multitud de datos que acumuló tras deambular por los puertos, monasterios, juderías, universidades y plazas mercantiles de media Europa, donde escuchaba a geógrafos, marinos y comerciantes hablar de sus expediciones, sazonadas siempre con sabrosas vivencias.

      Mucho le impresionaron los relatos de esas personas. Pero más allá de las fantasías de noruegos e irlandeses, lo que le atrajo de verdad fueron las historias que narraban los portugueses de El Algarve y los andaluces del Condado de Niebla. Aquellos viajes, en los que a menudo sus naos encastilladas abandonaban la costa africana y se internaban por el Océano, provocaban su espíritu pionero. Eso era exactamente lo que él se proponía hacer.

      El Inca Garcilaso aseguraba años después que Colón, por entonces, había escuchado contar a un marinero de Huelva, llamado Alonso Sánchez, que en sus viajes hacia poniente había encontrado unas islas pobladas por nativos pacíficos que comerciaban con oro. Algo parecido le dijo otro polaco al servicio de Christian I de Dinamarca, de nombre Scolpo, que llegó hasta las costas de Labrador y se encontró con tribus nómadas que mercadeaban con pieles de foca y osos blancos.

      Pero Alonso Sánchez no sólo había confiado su experiencia a Colón. También lo hizo a Juan de la Cosa. Al cántabro le dio además información detallada sobre localizaciones estratégicas en la superficie del mar que favorecían los vientos oceánicos, y le reveló la existencia de un archipiélago de islas grandes y chicas que llamaba la Antilla, indicándole el mejor camino para llegar a ellas. El piloto onubense había dejado señales de su presencia en atolones e islotes con mojones pintados de almagre, para que otros navegantes europeos pudieran localizarlas.

      Colón creyó estas historias en su empeño por demostrar que la Tierra era redonda y que se podía por tanto navegar sin llegar nunca al final como hasta entonces se creía. Pero era tal su obsesión por descubrir la ruta occidental hacia los fabulosos reinos de Asia, que se negaba a considerar siquiera la posibilidad de que aquellas islas fueran indicio de una masa continental desconocida o archipiélagos aún por explorar.

      A Juan de la Cosa, las historias de Alonso Sánchez le hicieron pensar. Los nativos que había encontrado no tenían por qué ser súbditos del Gran Khan, tal vez ni siquiera hubieran oído hablar de él. Quizás las mediciones de Toscanelli eran erróneas. Podía existir una gran extensión de tierra antes del imperio mongol ¿por qué no? Quizá se tratara del inmenso territorio en medio del mar, allá por donde el sol se esconde,