en que se tenía su talento, fue desterrado. A Julia se la apartó de Roma y, para rematar la jugada, Livia convenció a Augusto para que casara a su nieta Agripina, muy joven aún, con Julio César Germánico, hijo adoptivo de su hijo Tiberio y, por tanto, su nieto. Así, hábilmente, Livia decidía la sucesión del Emperador: Tiberio le sucedería y, a su muerte, la corona imperial sería para Germánico, con lo que, al estar casado con Agripina, se satisfacía el deseo del Emperador de vincular el trono a la descendencia de su hija Julia. En el complejo laberinto de parentescos directos o indirectos de la familia imperial esta era, ciertamente, una solución que parecía dar gusto a todos.
Con tal estrategia, Agripina era, sin duda, la que salía más favorecida. Germánico era lo que hoy calificaríamos de “soltero de oro”. Vencedor del germano Ariovisto y responsable del restablecimiento de la disciplina en las legiones que cubrían las campañas del Rin, era un hombre bien parecido y lo suficientemente bien considerado por la familia imperial como para ser codiciado por un buen número de las mujeres —casaderas o no, que eso poco importaba— de Roma. El historiador Suetonio al que, desde luego, no puede tacharse de propenso al halago, le describió así:
“Reunía en un grado que nadie alcanzó jamás, todas las cualidades del cuerpo y del espíritu. A su belleza se añadía un valor incomparable, el dominio de la elocuencia y de todos los saberes del mundo conocido, dominaba el latín y el griego y en cualquier lengua manifestaba un don especial para ganarse voluntades y simpatías.”
No es de extrañar, pues, que Agripina se enamorara sinceramente de su marido. De hecho, su relación fue una auténtica historia de amor, hecho insólito en la corrupta Roma imperial, una sociedad ligera, frívola y disoluta a la que la familia del Emperador no contribuía precisamente dando un buen ejemplo. Claro que Agripina no parecía de la familia. Era, a decir de sus contemporáneos, reservada, sensible y de costumbres recogidas. En el busto que de ella se conserva en el Museo Arqueológico de Venecia aparece como una mujer de rasgos firmes y enérgicos que, si bien no están exentos de belleza, resultan afeados por una nariz excesivamente importante. Pero, sobre todo, se aprecia en sus facciones un aire solemne, altivo y formal más propio de una matrona romana que de la mujer relativamente joven que era cuando se erigió la escultura. De que el matrimonio fue feliz, no cabe pues la menor duda. De que Agripina se consagró en cuerpo y alma a su marido y a criar a su numerosa prole, tampoco. Pero no hay que dudar de que, tras tal dedicación y formalidad, palpitaba una gran ambición.
Agripina era, además de virtuosa, una mujer inteligente. Ello la hizo apercibirse sin dificultad de la fascinación que Germánico ejercía sobre las masas. ¿Por qué pues no considerarle una alternativa perfecta a Tiberio, a la sazón Emperador? En la Roma imperial lo que no conseguía la enfermedad, lo lograban las insidias, por tanto no era tan descabellado pensar que contando con las simpatías de la milicia y del pueblo, Germánico o, en su defecto, sus hijos podían alcanzar el trono imperial. Ella, entonces, sería si no esposa, si madre del Emperador. Una numerosa descendencia era pues una forma de tener un buen número de atajos para alcanzar la senda del poder. Buscando pues, asegurarse el trono, Agripina se dedicó a dar a luz, uno tras otro, a cinco hijos : Drusila, Livina, Nerón, Druso, Cayo Calígula y Agripina, a la que, para diferenciarla de su progenitora se le añadió el epíteto de “la Menor” y que nació cuando su madre contaba 30 años, una edad considerable para la época.
Lógicamente, el discurso de futuro de Agripina no pasó desapercibido en los círculos de poder. Tiberio veía en Germánico las mismas posibilidades que su esposa. Y fuera porque lo quiso la fatalidad o porque el Emperador y sus secuaces ayudaron al destino, Germánico murió en Antioquía en el año 19 d.C. en plena apoteosis vital y en el momento de mayor auge de su popularidad. Contaba tan solo 34 años y, mientras Roma entera se preguntaba cual había sido el papel del Emperador en tan temprano e inesperado óbito, Agripina tenía la certeza de la existencia de una mano criminal.
Cual Némesis reencarnada, organizó una espectacular puesta en escena para el traslado de las cenizas de Germánico a Roma. No olvidó detalle. Sabedora de la adoración que el pueblo sentía por el difunto y de las dificultades de Tiberio, hosco y retraído, para contactar con sus súbditos, Agripina calculó todos y cada uno de sus pasos. El plan debía ser perfecto si de él dependía su futuro y el de sus hijos. Sin atender a los peligros que el mar ofrecía, embarcó rumbo a Brindisi, donde llegó tras una breve escala en Corfú que le permitió anunciar su visita y, una vez la noticia de su arribada corriera como la pólvora, el pueblo entero acudiera al puerto a recibirla.
Cuando salió a cubierta con la urna funeraria entre las manos, rodeada de sus hijos y con la pequeña Agripina agarrada a los pliegues de su túnica, los muelles, la ribera, el camino que bordeaba las murallas e incluso los tejados del caserío urbano estaban abarrotados de público. Había llegado su gran momento.
Con gesto contenido y dramático a un tiempo, esta mujer nacida para el mando y la tragedia, mostró al pueblo la urna cineraria. La respuesta fue un clamor unánime que reclamaba venganza y que la acompañó hasta llegar a Roma. El traslado de las cenizas de Germánico tuvo carácter de duelo nacional. Y no había en ello voluntad de adulación puesto que era de todos sabido que Tiberio había respirado tranquilo por la muerte de aquel hijastro que, más que su sucesor, parecía haberse convertido en su rival. Era simplemente el dolor de un pueblo por la muerte inesperada de su caudillo,
Agripina, hosca, airada, enérgica, se convirtió así en una figura emblemática para los descontentos con el gobierno de Tiberio. El apoyo popular reforzó su ambición y, una vez instalada en Roma, decidió abrir a sus hijos el camino al trono. A ojos de patricios y plebeyos, aparecía como la viuda intocable, la figura venerada y simbólica de la Roma que pudo ser y no fue. El pueblo y la soldadesca la admiraban y su prestigio aumentaba en la misma proporción que disminuía su consideración en el seno de la familia imperial que, adivinando sus planes de futuro y harta de sus pretensiones, intentaban neutralizar su autoridad.
“Si no puedes mandar, te ofendes”, se asegura que le dijo Tiberio. Y con tal frase dejó reducida su posible autoridad como un mero capricho de matrona.
Entretanto, la pequeña Agripina crecía atenta a todo lo que pudiera ser una clave para su futuro. Las disensiones en el seno de la familia, las continuas humillaciones a que se sometía a su madre e incluso la campaña que, contra sus hermanos, Nerón y Druso, llevó a cabo Tiberio fueron modificando su carácter. Así, de forma sutil, se vio convertida en una persona intrigante y ambiciosa que pronto supo de la necesidad de una mujer de contar con un buen apoyo masculino par lograr sus ambiciones. Y, para conseguir tal respaldo, no le quedó más solución que emplear un medio bien conocido en el entorno cortesano: sus armas de mujer. Sobre todo cuando su madre, el mejor de los ejemplos, la que asentaba su poder en la dignidad de comportamiento, el sentido del deber y la comunicación con el pueblo, la dejó sola ante un futuro incierto.
En el año 32, cuando su hija solo contaba 16 años, Agripina se vio reducida por la ofensiva que Tiberio emprendió contra ella y sus hijos Nerón y Druso. Mediante una carta en la que acumulaba todo su resentimiento, lanzó las suficientes acusaciones contra los tres como para conseguir que, un año después, el Senado les declarara enemigos públicos. Su final fue terrible. Druso murió de hambre en la prisión del Palatino y Nerón en la isleta de Pontia, próxima a Nápoles. Agripina, por su parte, intentó refugiarse en un campamento militar con idea de que su presencia provocara el alzamiento del ejército, pero todo fue en vano.
Desesperada y sola, se enfrentó a Tiberio y, ante sus insultos, un centurión la golpeó hasta hacerla perder un ojo. Desterrada por orden del Emperador a la isla Pandataria, anunció que se dejaría morir de hambre. Tiberio intentó en vano alimentarla a la fuerza. No lo consiguió y Agripina murió a los 47 años de edad dejando tras de sí el legado de una ambición imparable y, tal vez, intuyendo que sería su hija, la joven Agripina, la que recogería el testigo de su carrera hacia el poder. Fue la última victoria de una mujer indomable.
Con 17 años y la única compañía de sus hermanos Drusila, Livina y Cayo Calígula, Agripina debió, pues, enfrentarse a la vida. Debía además hacerlo en el ámbito hostil de la familia imperial donde, curiosamente, solo contaba con las simpatías de Tiberio. Éste no debía ver en sus sobrinos menores ningún posible rival.